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La juventud bancaria en el siglo XX (23)

martes, 22 de octubre de 2019
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Volvieron las golondrinas

La juventud bancaria en el siglo XX (23)Chelo continuaba soltera…, inexplicablemente soltera. Ernesto creía odiarla, pero al mismo tiempo sentía deseos irreprimibles de verla nuevamente, de encontrarse con ella, de conocer sus andanzas en aquellos cinco años, de volver a escuchar su voz. Se sintió tentado de telefonearle, pero le contuvo su prudencia temiendo un corte bochornoso. Pero no precisó buscar oportunidad para ello:

Estaba Queimadelos con unos amigos en el Círculo de las Artes. Discutían sobre temas de actualidad deportiva, y, por ello, enfrascados en su polémica, no se dieron cuenta de la entrada en el salón de un grupo de chicas que fueron a instalarse en un tresillo contiguo al de éstos. En aquel grupo estaba Chelo Rancaño, quien desde el primer momento reconoció a Ernesto y no le sacaba la vista de encima, distanciada de la conversación de sus compañeras, hilvanando seguramente la maraña de recuerdos y de ideas que bullían en su mente.

Con respecto a la época en que la conociera Queimadelos había variado poco, en lo físico: la misma voz cantarina, los mismos ojos profundos y soñadores, los mismos gestos; pero la tez más pálida y curtida. Se habían henchido ligeramente sus formas, y ello le daba un aspecto de madurez juvenil, de feminidad definida.

De haberla observado en aquellos instantes se le hubiesen notado discretos y reiterados ademanes de dirigirse a Queimadelos, rictus interrogantes de entablar conversación. En su ánimo debían estar desenredándose pensamientos de curiosidad, de afrenta y de restitución, de rencor y de cariño. En aquel momento no se sentía dueña de la situación, no era capaz de seguir un razonamiento, y se dejó llevar por la idea que más le golpeaba en las sienes: romper aquel mutismo desagradable, así que, sin temor a que nadie censurase su actitud fue a situarse frente a su antiguo novio:

-¡Vaya, hombre; casi te tenía por desaparecido! ¿Cómo te ha ido durante tantos años? –Y le tendió su mano diminuta y vibrante.

Ernesto se puso en pie bruscamente, desconcertado, abobado, sin ocurrírsele nada. Se la quedó mirando con vaguedad.

-¡Estás guapísima! Si, de veras…

Y no le salía ninguna otra frase. Chelo se dominó más pronto:

-Me diste una sorpresa; no hacía con verte hoy aquí, ni sabía al menos que estuvieses en Lugo. ¡Tantos años…!

Los amigos de Queimadelos, conocedores de su antiguo noviazgo, buscaron cualquier pretexto para alejarse. Así se quedaron aquellos amantes de cinco años atrás, solos, de pie, mirándose con avidez y con turbación, desconcertados por la circunstancia de contemplarse distanciados y a la vez unidos, novios del pasado y vulgares conocidos del presente.

Los nervios de Ernesto llegaban a su tensión máxima; hubiese apetecido desahogarse con Chelo, maldecirla por su atrevimiento en saludarle en presencia de aquellos amigos conocedores de su ruptura. Al mismo tiempo le dolía separarse de ella, alejar su presencia encantadora. Venció esta última tendencia:

-Chelo, se me ocurre una cosa: me agradaría asentar una amistad libre sobre las ruinas de aquel amorío. Con ello me resultaría menos odioso el pasado, e incluso podría verte, cerca o lejos de mi persona, sin sentir la desazón de aquella pesadilla. No pretendo reedificar nada, pero si borrar unas huellas molestas…

Ella pareció meditarlo:

-Si te es igual nos vamos a uno de los saloncitos pequeños; aquí hay demasiados curiosos fijándose en nosotros.

Por los pasillos que conducen a los salones del fondo del edificio fueron juntos, muy juntos, sin darse cuenta de ello, y a Ernesto casi le dio la tentación de cogerla del brazo como en aquel otro tiempo de su intimidad.

Una vez acomodados, fue Chelo la primera que habló:

-Y bien, Ernesto, ¿es que tienes pretensiones de reñir? No sé si sería oportuno, pero a mí no me apetece lo más mínimo. En cuanto a que fomentemos una nueva y sincera amistad, tengo que confesarte que no me desagradaría.

-Chelo, no me juzgues mal. Tú serías la única persona del mundo a quien permitiría cualquier tortura. Aquello…, todo aquello, si crees que no debemos revisarlo, lo que es por mi lo dejaremos en la nebulosidad del tiempo ido. Ahora puede ser más libre una amistad simple entre nosotros porque ya no existe ni siquiera el nexo de mi empleo en vuestra casa. Nos hemos distanciado tanto que bien podemos creernos y considerarnos como si fuésemos otras personas.

Se hizo el silencio, un silencio que aprovecharon su almas para meditar en sutilezas íntimas; así permanecieron un buen rato, ora mirándose distraídamente, ora taciturnos y reconcentrados. Fue ella la primera que habló:

-Siempre tuve una especie de remordimiento por no haber sabido evitar que dejases de trabajar con papá. Pude haber roto contigo de cualquier otra forma; pude rogarte que no dejases nuestra casa, que siguieses de Jefe de Compras; pero me ofusqué de tal manera que causé tu paro, y menos mal que lograste situarte bien, según me he enterado por Deza. Además, mi padre no me perdonará nunca haber ocasionado que te fueses. Deza no tiene constancia en cosa alguna, y todo anduvo a vaivenes. A papá es probable que le fuese indiferente nuestro matrimonio, pero en la oficina le resultabas insustituible.

Ernesto, rotundo, sin vacilaciones:

-Pues ya puedes olvidar todo eso. Soy feliz con mi empleo en el Banco, y no ansío mayores beneficios; pero aparte de esto tú debes comprender que me sería imposible continuar con vosotros, mantenerme en un cargo al que llegué por razones familiares, y permanecer apegado a unas ventajas que es casi seguro no lograse tan pronto a no mediar nuestras relaciones. Yo no te guardé ningún rencor por todo aquello, convencido de que tu desplante se debió a las inestabilidades de toda juventud; incluso acabé convenciéndome de que fuera noble alejarme de ti para que tuvieses ocasión de encontrar un partido equivalente, de tu posición.

En todas estas palabras puso el mayor acento de sinceridad y de confidencia. Ella, presurosa:

-Dime, Ernesto; tan sólo una cosa: ¿es verdad que no me odiaste, nunca, y que no me guardas rencor? –Preguntó con ansiedad.

-¡Que disparate! No tenía motivos…

Chelo no le dejó continuar. El impulso que desde hacía unos momentos pugnaba por exteriorizarse, acabó haciéndolo; y apoyándose en el pecho de su antiguo novio rompió a llorar suavemente, en un estado de ánimo que mezclaba tristeza con alegría.

Ernesto estaba más desconcertado que nunca; primero la apretó con dulzura y con La juventud bancaria en el siglo XX (23)arrobamiento, ciñéndole amorosamente su frágil cintura con su brazo trémulo; pero después la separó, secándole las mejillas con el pañuelo de su americana.

-Vamos, tontina, no ves que te haces daño lastimándote los ojos, estos ojazos tuyos, que siempre te brillaron como dos diamantes! Serénate. Y no digas nada: hemos vuelto a continuar nuestro destino enlazando el pasado por el puente de esta ausencia. ¡Eso es todo!

Chelo, serenándose un poco:

-Tienes razón, Ernesto; es mejor no seguir engañándonos y volver a querernos con aquella fe de antes. Casi no me da vergüenza decirte esto, pues ya que he roto, yo, yo y sólo yo, soy la que debo reparar mi daño. No pido que me quieras, ni tengo derecho a ello, pero yo nunca podré evitarlo por mi parte; mentiría si te dijese que siempre esperé reconciliarnos, pero tú no volvías… Más te voy a decir: si estás prometido con otra mujer, o si ya no me quieres, te suplico que me dejes ahora mismo; puesto que yo misma te perdí, es justo que continúe a solas con mis…, con mis pensamientos!

-Chelo, ruliña, me haces muy dichoso queriéndome…, eso, otra vez!

Se buscaron en los ojos, se miraron hipnotizados, y todo acabó con un beso sublime, redentor del pasado y augurador de venturas en lo porvenir.

Así fue como volvieron a converger sus rutas. Y quedaron de ir juntos al día siguiente a la romería del San Lorenzo de Albeiros, fiesta campestre, típica y animadísima, que se celebraba en un arrabal de la ciudad; allí proyectaban bailar y divertirse en recuperación del tiempo perdido, y cambiar impresiones acerca de la forma de informar a sus familias sobre la reanudación de su noviazgo; esta vez –se decían- dirigido a terminar en boda.

Estaba muy avanzada la noche cuando Queimadelos se retiró a la casa paterna; antes había estado varias horas debatiendo con Deza, el confidente de las situaciones complicadas, la marcha de los acontecimientos. Entre otras cosas de menor cuantía trataron estos puntos. Hablaba Deza:

-Creo que esperabas mayor sorpresa de mi parte, y te estoy decepcionando. Todo esto se veía venir, y si no llegaba a realizarse tenía que ser exclusivamente por tu ausencia inacabable, que agotaría la paciencia de la chica; hasta ese momento, pero si en ese momento, ella se habría ido con el primero que se le acercase con oportunidad. Yo sigo soltero, pero aun así me precio de conocer a las mujeres. Ella flirteó en estos años, así que puede decirse que entre esos amoríos andaba buscando algo que la satisficiese plenamente; una cosa así como si tratase de encontrar algo similar a las emociones pretéritas, pretéritas y perdidas; como si anduviese escogiendo entre los pretendientes sin acabar de convencerse a sí misma de una conveniencia plena en ninguno de ellos. Y todo esto, por qué? Ya te lo dije antes: Porque no encontraba ninguno que le hiciese sentir el amor con toda la intensidad del que te profesó, del tuyo. Había amado; ella recordaba muy bien de qué forma, y sentía necesidad de volver a hacerlo con la misma sensación de antes; pero si llegase al punto definitivo de la desesperación, se habría ofuscado por cualquiera y, como suele ocurrir en estos casos, se casaría con el más sinvergüenza de todos.

Queimadelos se desesperó ante aquellas revelaciones:

-Tú, Deza, el que yo creí siempre fiel amigo, ¿cómo no me has escrito, o telefoneado, informándome sobre estas cosas? Ambos destrozándonos el alma por la desilusión de nuestro rompimiento, y ambos amándonos en silencio. Francamente no esperaba que procedieses así.

Deza rio a mandíbula batiente, y arguyó irónico:

-¿Lo ves, pedazo de inteligente; ves como el amor humano ofusca el entendimiento? Si hace cualquier tiempo, antes de que ella se encontrase a sí misma, cuando andaba frenética cazando amoríos; si, cuando tú estabas enfrascado en el aprendizaje de las materias bancarias, con todos tus sentidos puestos en ellas, con un olvido, que te esforzabas en hacer absoluto, de cuanto se relacionase con tu viejo noviazgo; si, en cualquier instante de esos años se me ocurriese abriros los ojos, al uno y al otro, y deciros que vuestros sentimientos mutuos pugnaban por una reconciliación, entonces me habríais enviado a freír espárragos, y todo se estropearía, sin remisión. Ahora es distinto: ella está desengañada, y tú dominas tu profesión, por lo que te sobra un margen de facultades para encauzarlas a otros fines; además, hay el sedante de la ausencia, que mitigó los prejuicios que os formasteis al rompimiento. Sí, señor; este es el tiempo, y yo no tenía que hacer otra cosa que constituirme en espectador, porque no había duda de que en una ciudad relativamente pequeña, como es Lugo, tendríais que encontraros y amigaros. Ahora bien, si esto no ocurriese por su peso, ya me las arreglaría yo para haceros encontradizos, y liaros nuevamente. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo la iba a gozar si me viese metido en reconciliaciones; tendría gracia: un solterón haciendo de casamentero…!

Y se abrazaron, riendo con entusiasmo.

-Eres un caso, Deza. Estás más ducho en amoríos que los que alardeamos de conquistadores, y, aun así, no hay forma de atraerte al yugo!

-¡Eh, alto! Esto ya no lo consiento –y continuó como si recitase un poema aprendido de memoria: -Hay una puerta que dicen de San Fernando, y que es la violación de una fortaleza. Algún cantero medieval abrió ese agujero en la muralla para respirar el aroma de la campiña de Paraday. Husmeando lejanías por ese hueco se presenta a los ojos el brillo asfáltico de una gran avenida: la carretera de Coruña. Un día, cualquiera, avancé por ese asfalto; había escaparates, muchos, en las tiendas del trayecto, pues los escaparates también son horizontes; husmeé en ellos, y vi una grácil joven detrás de las lunas de una mercería. Era un cacho de cielo. Entré y pedí: “¡Un hilo de ilusiones que me lleve de la tierra al cielo!” Me sonrió la chica, y contestó profética: “Que unan la tierra con el cielo sólo existen las hebras del amor”. Exactamente, eso era lo que yo pedía. La dije otras cuantas, de las bonitas, y todo acabó en noviazgo. Me, digo, nos, casaremos, en dos semanas, antes de que termines tus vacaciones! –Añadió rotundo.

Queimadelos, echándose las manos a la cabeza, con asombro:

-¡Ladrón! ¡Que callado lo tenías! Yo contándote mis intimidades, y tú haciendo reservas de las tuyas.

-¡Ahí está mi juicio, mi sensatez! Dejarte presumir de entusiasmos para eclipsártelos contándote los míos, que, por ser de un vejestorio, son maduros y perfectos.

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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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