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Ahora que somos tan sensibles

jueves, 26 de septiembre de 2019
Ahora que todo el mundo resulta tan suspicaz y se considera a sí mismo tan sensible, resulta paradójico que cada día nos levantemos con la fatal noticia de una nueva mujer asesinada y con ella criaturas huérfanas. Imposible entenderlo. Como imposible resulta que seamos capaces de soportar tantas injusticias y ver cosas que nos atormentan- lo del cambio climático aún no se lo creen- y quedarnos de brazos cruzados, escapar del conflicto o buscar alguna artimaña filosófica para escurrir el bulto. Imposible también entenderlo.

Ahora nadie se indigna porque un coche que esté mal aparcado impida a un anciano caminar por la acera; ahora nadie se escandaliza porque se tire la basura – a pesar de las campañas de concienciación- en cualquier sitio; ahora nadie protesta porque se ocupe la calle y circulen bicicletas o patinetes y los ciudadanos nos veamos en la necesidad de apartarnos. Que no nos apartamos por obligación, sino por sentido de supervivencia. Y ¿Qué hace la autoridad correspondiente? : “Hay que ser tolerante”. Si me atropella un pizzero: ¡Qué lástima, pobre chaval que tiene un trabajo tan precario! Y es que algunas personasconfunden reglamentación con anarquía y comprensión con velocidad y así es muy difícil entenderse.

¿Qué tendrá que ver la tolerancia con el abuso? El tolerante no mata, lo hace el abusón. Y el abusón es el que mata a la mujer: el que no cumple las reglas del juego; el que circula por calles peatonales- y no puede servir de disculpa eso tan manido de estar trabajando para lo que sea-; el que utiliza su cargo para imponer su modo de pensar y actuar en contra de la ley; el que incumple sus obligaciones profesionales para hacer favores a los amigos. Hay leyes, normas, horarios y es obligación de las autoridades hacer que se cumplan. Y de los subordinados cumplir con las obligaciones y no escaquearse. Porque ser tolerante, sí; imbécil, no.

Porque quien molestan en los espacios públicos son los abusones y, entre ellos, los que fuman y molestan a su alrededor; los que huelen mal o van muy perfumados, que también molestan; los que corren atropellando a la gente; los que tiran a la calle el agua sucia de sus comercios; los que vocean o cantan a horas intempestivas; los que mean y hacen otras guarrerías en las calles; los que pintan las paredes para demostrarse a sí mismos que son imbéciles; los que impiden el paso con cualquier excusa; los que la usan como campos de deportes; los que riegan sus plantas sin cuidado de que pueden mojar; los que roban alcantarillas o rompen papeleras; los que dificultan el paso a un anciano o un inválido…

Todo esto que suele hacer alguna gente maleducada, tiene remedio con medidas correctoras eficaces y, dado que vivimos sumergidos en la cultura del dinero y el pelotazo, considero que las multas disuasorias- a veces necesariamente elevadas para resultar eficaces- pudieran ser junto con una educación más eficaz, el mejor remedio. Sin embargo, resulta curioso a veces que personas a las que consideran artistas- y por tanto se les supone una especial sensibilidad- sean capaces, quizás para llamar la atención o diferenciarse de los demás mortales, de realizar atropellos del espacio público cuando no de utilizar la violencia, la discriminación o cualquier otra actitud de desprecio de los derechos de sus semejantes. Conozco casos y pongo en tela de juicio sus méritos. Nadie que maltrate al prójimo merece mi respeto. Si acaso, mi desprecio e indiferencia.

Pero esto, que al fin y al cabo es “pecata minuta” de la vida de los pueblos, podríamos llevarlo a la vida en general y observar como se ha deteriorado la finura en todo índole de cosas: el vocabulario es cada día más soez; en las relaciones entre amigos hace gracia la ordinariez y tiene patente de corso; las personas, pretendidamente finas, en sus exclusivas tertulias de alterne, alardean de vulgaridad y reciben aplausos; los niños son educados con y entre chillidos por unos padres que confunden permisividad con educación; la brutalidad de algunas personas, aparentemente inteligentes, la convierten en estúpido orgullo; la ignorancia,con su inevitable osadía, dando conferencias, charlas magistrales sin pudor alguno; la comodidad, la apatía y la abulia instalada en el patriarcado senatorial, cómodo con su charlas de vinos y tapeos…

Y la sensibilidad de los políticos sin reparar, por ejemplo, en el gasto que genera a la sanidad el tabaco… El caso es que Hacienda recaude… porque hoy la sensibilidad también está contaminada por el dinero. Aún recuerdo cuando la droga era una industria y alguno la consentía ¿Verdad, Señorías? Pobres hombres y pobre sociedad.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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