Los trenes no cruzan el mar

Mateo, que apenas tenía dieciocho años, había cruzado el mar con parte de su familia, buscando como tantos y tantas, miles y miles, una vida mejor, más justa.

El mundo, ese lugar tan mal repartido, donde unos cuantos dirimen el futuro o el “no futuro” de la mayoría, expulsa cotidianamente a millones de personas de sus lugares de origen, con la promesa, muchas veces quimérica, del progreso y el bienestar.

La familia de Mateo, llegó desde Argentina hace unos pocos años, para mejorar, para vivir más dignamente, dejando allí, además de toda una vida, muchos afectos y parte de sus miembros.

Una temporada en Barcelona, donde no les fue fácil, y otro nuevo exilio, esta vez hacia la Galicia de sus ancestros.

Mientras la familia al completo se empeñaba a fondo en el trabajo, cada quien contabilizaba a solas con su almohada, el balance de pérdidas.

La nostalgia, “morriña”, que decía mi padre del otro lado el mar, te va corroyendo el alma, sin que puedas apenas hacer nada al respecto. Echar de menos, extrañar, como quiera que lo llames, duele, y duele tanto que a veces, ni quieres compartir con nadie tanta tristeza.

Mateo, echaba de menos a Pedro, su hermano mayor, que quedó en Argentina, y seguramente muchas cosas que aquí le eran extrañas; unos códigos diferentes, que en la adolescencia, se hacen más difíciles de superar.

Apenas comenzado el 2008, Mateo decidió que no podía con todo ello, que lo superaba, y quizá no supo o no quiso pedir ayuda.

Una pequeña reseña en los periódicos recoge la forma que eligió para irse, para no sufrir más; simplemente se acostó en las vías del tren que pasaban por su casa de Monforte de Lemos.

Quizás en sus deseos, los trenes, si cruzan el mar…

Lugo, 2008-01-22