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La juventud bancaria en el siglo XX (9)

martes, 16 de julio de 2019
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Eligió la banca

Y se fue con esa juventud eficiente, con esa juventud que labora por el progreso humano desde los olvidados pupitres de cualquier oficina bancaria; con esa raza de La juventud bancaria en el siglo XX (9)titanes, modestamente confundidos en el anónimo de la empresa, que, con valentía frente a la vida, con ánimos impertérritos de mejora profesional, técnica y conjuntiva, fundiéndose con la empresa en comunes intereses de prosperidad, hacen posibles las iniciativas privadas facilitándoles crédito, y estimulan, al atraerlos bajo premio, el ahorro y los capitales de aquellos individuos que no osan o no precisan explotarlos directamente, o que por transición de unas a otras operaciones les conviene depositarlo con carácter de absoluta disponibilidad en entidades bancarias que corresponden a esa interferencia económica en la doble función de custodia -depósito-, y premio por las cantidades confiadas.

Varias veces volvió a meditar en aquellas ideas que se le habían ocurrido junto a la torre de Hércules en su primer paseo hacia el mar, que es vivo espejo, con sus vaivenes, de los problemas humanos. Se decía nuevamente:

“Sólo una ruta conduce a lejos; mas no amplia o ceñida a lo indispensable sino moderadamente anchurosa para que, en los alrededores del sendero, encontremos materia de juicio, conocimientos aprovechables para nutrir las necesidades de la profesión elegida. Multiplicidad de rutas, constante vacilación en darse a un fin determinado, no conduce más que a entorpecer el progreso, a repartir la capacidad de avance, por cuyo motivo no podrá ser muy longitudinal. ¿Será la Banca el destino que me conviene seguir? ¿Habré de tomar otra dirección, otra profesión, como meta decisiva, o me convendrá sólo como medio para otros fines, en cuyo caso produciría baja tan pronto se me presentasen oportunidades de emancipación! Dicen que hay buenos sueldos en relación con el momento económico en que vive España; si no de entrada, al menos para cuando lleve uno cierta antigüedad, lo que me anima plenamente en mis circunstancias actuales; pero lo verdaderamente antipático de esa profesión debe ser la monotonía de hacer diariamente un mismo trabajo, cubrir unos mismos impresos, llevar unos libros invariables. En la empresa Rancaño mi labor era distinta, de pura organización y de control, pero en el Banco dejaré de existir para convertirme en uno de tantos, acatando la disciplina impuesta por nuestros jefes”.

Recapacitando un poco más, le parecieron exageradas sus apreciaciones:

“Claro es que eso debe tener sus variantes; por ejemplo, en los cambios de sección, para lo que puedan ser aplicables; en operaciones nuevas que se presenten, e incluso al ir dominando la técnica contable, los pequeños descubrimientos que vayamos haciendo día a día tienen que resultar alentadores e interesantes. Al fin y al cabo los negocios son ciencia, y en ninguna ciencia está dicho todo, así que, aun sin dirigirlos, limitándose a contabilizarlos, habré de encontrar grandes y amenas enseñanzas. Para no perder tiempo en ninguna ocasión mi plan ha de ser entregarme con todas mis potencias al estudio y al trabajo bancario. Si continúo indefinidamente en un Banco será una ventaja que llevaré con respecto a compañeros más despreocupados, y si llego algún día a renunciar, conmigo, para lo que puedan ser aplicables, quedarán los conocimientos adquiridos, que siempre tendrán alguna relación con los generales de todo negocio”.

En una librería compró los textos que le había indicado Aldegunde, comprensivos de las principales materias del programa: un tratado de contabilidad, que casualmente era el mismo que empleara cuando se preparó para las oficinas de Rancaño y, por tanto, conocido para él en todo su temario. Otro de legislación mercantil, adaptado a operaciones bancarias, cuyo articulado tampoco le era del todo desconocido. Geografía e Historia, que no precisó apenas repasar puesto que ya dominaba la materia de sus estudios de Bachillerato. Cálculo mercantil, del que tuvo que estudiar las operaciones puramente bancarias. De Gramática se sentía fuerte. ¿Y la suma? ¡Pero qué disparates se le ocurrían a la sección de Personal de aquel Banco! ¿Para qué habrían puesto en el programa un ejercicio de sumas monstruosas, cronometradas, si esta operación la domina cualquier parvulito? Una vez ingresado en el Banco se daría cuenta de que la suma es la operación fundamental de las finanzas por su predominio en todos los cálculos, y para efectos contables y estadísticos juega un papel importante al permitir la acumulación de cada tipo de operaciones y para formular la comprobación y control de aquellas cuentas, o grupo de estas, que faciliten el conocimiento exacto de la marcha de la empresa, permitiendo establecer sistemas de probabilidades para encauzar las operaciones futuras, siendo su principal aplicación los cálculos comparativos del Balance diario de cada sucursal. Esta importancia justifica la necesidad de que todo opositor de Banca domine la suma con rapidez y seguridad, para ganar tiempo, incluso a las máquinas calculadoras, y para evitar todo error ya que el ideal de las finanzas es que estas se verifiquen con neutral exactitud.

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A la academia preparatoria asistían chicos de las más diversas circunstancias: algunos ya titulares mercantiles, otros con carrera superior iniciada, bastantes bachilleres y no pocos autodidactas; casi todos eran o fueran soldados, que habían aprovechado la oportunidad del servicio militar para estudiar el temario de las oposiciones y ver la posibilidad de no regresar a sus aldeas, colocándose en oficinas al terminar sus deberes con la Patria.

Tratando con aquellos jóvenes aprendió Queimadelos una importante lección social y económica: que el individuo y, por extensión, la masa, no regatea esfuerzo para lograr aquello que en principio considera mejor que lo que posee; que para atraer multitudes hacia un fin determinado sólo es preciso que se dejen conocer sus ventajas, aunque alguna de éstas sea imaginaria; que los pueblos de España intensifican de día en día una corriente peligrosa hacia las urbes debido a que ambicionan más facilidades de estudio, más confortabilidad de vivienda, y no precisamente mejor remuneración puesto que en la mayoría de los casos el pueblerino al colocarse en la ciudad pierde dinero, pero le anima la posibilidad de saber más y de evitarse el problema de mecanizar y modernizar su hacienda, de darle una mejora higiénica y de encauzarla técnicamente ya que si bien sus tierras, cultivadas por sistemas arcaicos, suelen dar rendimiento para atender primeras necesidades, no dan bastante para costear la transformación deseada, ni los pueblerinos han recibido instrucción adecuada y suficiente para lograr cultivos modernizados y competitivos con ciertas importaciones. En aquella invasión de la ciudad se encerraba probablemente la plenitud de un período económico cuya causa ya sabemos, y cuya consecuencia no puede ser otra que una competencia excesiva en el campo burocrático, la que forzosamente revierte, por propia abundancia, en las profesiones industriales; esta plétora de productores urbereños tiende a superarse por la necesidad de obtener trabajo y, por consiguiente, se instruye en las especialidades más diversas; a este exceso de trabajadores con conocimientos industriales y con dificultades económicas en la ciudad, por lo limitado de su capacidad de admisión de trabajadores, no le queda otro camino provechoso que la emigración al extranjero o regresar a sus aldeas de procedencia, donde, poniendo en práctica los conocimientos y experiencia adquiridos conseguirán un gran progreso en la modernización del agro.

A la salida de clase casi todos se daban una vuelta por el paseo de los Cantones. Una carpeta de libros y papeles bajo el brazo, y un requiebro para las chicas coruñesas siempre a flor de labios, siempre dispuestos a compatibilizar el estudio concentrado con la sana alegría de un vivir juvenil. Así son estos chicos de España: trabajadores cuando hace falta, festivos en todo tiempo para desahogo de su espíritu inquieto y optimista. A veces las dos cosas a un tiempo, discurriendo y bromeado:

-Ay, chatilla, hubiese dado el cien por cien de mi sueldo a quien te pignorase para garantizarme la vida!

-¡Impertinente! –Clamaban ellas, aquellas chicas piropeadas de la calle Real, o del paseo de los Cantones, rehuyendo las miradas picarescas de los estudiantes, ruborosas tal vez, pero ahuecadas por haber merecido que se fijasen en ellas.

Mas no todas eran faces risueñas porque entre estas destacaba, amargada y silenciosa, la de Queimadelos, huidiza del flirteo como de un peligro inminente. A cada piropo que les oía a sus compañeros el mascullaba ideas terribles de venganza contra el bello sexo; incluso se le ocurrió enamorar a cuantas le fuese posible para después dejarlas con la acidez de un cruel desengaño, pero jamás cumplió aquellas tentaciones, incapaz de semejante malicia. En el fondo, tras la cortina de su desilusión con Chelo, almacenaba un torrente de afectos que le hubiese sido muy grato dedicar.

Después de aquellas vueltas por el paseo, hechas ritual de tanto reiterarlas, se disolvían en grupitos íntimos por semejanza de aficiones. Algunos se iban a los billares, otros a la tertulia del café del indiano en la que no podía faltar la tesis diaria de Mauro Aldegunde como apostolado del “buen saber”, que él decía; varios flirteaban con las chicas piropeadas, quienes, poco a poco, acortaban el paso o se detenían a mirar escaparates para dar ocasión de que los estudiantes se les acercasen. Queimadelos, hastiado de no lograr felicidad donde todos la tenían, o parecían tenerla, se retiraba a su habitación para repasar las lecciones o para reflexionar en el alféizar de la ventana. Vivía en el barrio del puerto; y por delante de su ventana desfilaba constantemente un tráfico inmenso; aquel ir y volver de los camiones era el pulso mercantil de una gran zona del noroeste español: la exportación en los transportes que iban al puerto, y la importación en los que tornaban cargados. Un movimiento continuo de mercancías, que significan el cruce del esfuerzo de millones de trabajadores de aquende y allende del puerto, porque un puerto es la frontera de dos mundos productores. Mercancías que entraban y mercancías que salían, era la forma visible de un intercambio económico vital para la confortabilidad y el progreso de las naciones. Sobre esta observación meditaba Queimadelos:

“Todo este tráfico hubiese sido quimera sin la moneda; y la moneda tampoco podría circular al ritmo que representan las transacciones de este movimiento mercantilista sin la organización de los Bancos. Nadie puede dudarlo: la Banca es el agitador de las masas capitalistas; y el capital, agitado, en circulación regular y constante, produce los fenómenos económicos que hacen posible la confortabilidad moderna de los pueblos. Si apruebo las oposiciones pasaré a formar parte, aunque en el anonimato de la empresa, de ese propulsor monetario, y será un honor porque sabré que sirvo a una causa grande y noble”.

Llevado de su natural inclinación a comprobar e investigar personalmente la realidad de cualquier asunto de interés científico, había ido hasta el puerto, en más de una ocasión, siguiendo la ruta de los camiones, estudiando economía práctica en la variedad de productos transportados.

Paseando por los muelles aprendió lecciones que podían serle de utilidad futura; la más importante, tal vez, que España, y en particular Galicia, la zona confluente a los puntos de tráfico mercantil intenso, como eran Coruña y Vigo, pierden una riqueza incalculable debido a su polifacetismo productor, a su exceso de imaginación creadora, y lo dedujo de observar que las exportaciones españolas eran generalmente primeras materias o pre manufacturas, mientras que las importaciones se caracterizaban por la preponderancia de utensilios acabados. ¿Por qué se iban al extranjero muchas de aquellas mercancías que serían fácilmente transformables en España? Para Queimadelos estaba claro este fenómeno: Los españoles entendemos de todo y a todo nos dedicamos, aunque nos pierda este exceso de iniciativa; un labriego, por ejemplo, entiende de sembrar el trigo y de molturarlo en su propio molino, inmovilizando en esta industria individual un dinero que tendría aplicación más provechosa en cualquier otra inversión de actividad constante; en las ruralías, aprovechando el caudal de agua del riachuelo que riega una finca se pone una turbina para suministro familiar de energía eléctrica; ¡otro capital que podría ser útil para todo el pueblo empleado en beneficiar a un solo caserío!; el mismo agricultor que hoy planta árboles, dentro de unos años será quien los tale y quien los convierta en muebles. Parecidos a estos, mil casos más. Como no se puede estar especializado en todo, se pierde tiempo y dinero en minucias que no dan el rendimiento apetecido; así se labora en muchas cosas con técnica insuficiente; por eso exportamos materias primas que vuelven, después de un proceso de transformación por gente extranjera más especializada, más capaces de perfeccionar la manufactura porque centran toda su atención en limitadas producciones, y surge la ley económica de la minusvalía, por más rapidez y precisión elaboradora al realizarse por personal especializado; en una transformación industrial, ésta se produce con menos costo y más perfecta, resultando más asequible en el mercado; luego viene la oferta y la demanda inclinando al comercio a adquirir donde la cosa sea más perfecta y más económica.

Frecuentemente grupos de emigrantes, acompañados por los deudos que acudían a despedirlos, se paseaban por los muelles herculinos, entraban en las agencias de viajes, acudían a los consulados o mostraban en la Aduana los huecos de sus baúles henchidos de esperanza, de afanes por un lucro que presumían encontrar allende aquel océano; y estaban alegres, seguros de sí mismos, del éxito que iban a buscar a tierras lejanas. Para Queimadelos aquel optimismo del emigrante era otra consecuencia del exceso de imaginación de un pueblo aventurero: ¡Tesoros exhausto de la América latina! Tesoros en los que se continuaba creyendo como si viviésemos aún en el esplendor de los siglos colonizadores; infantilismo de las masas ambiciosas. Pero la culpa era de un pequeño jeroglífico económico-social, inexplicable por aquella ofuscación aventurera: de las indias doradas sólo vuelven los afortunados –clase inextinguible que se da aún en las crisis más misérrimas de los pueblos-, y vuelven encorajinados con aquel vecindario donde fueron pobres, exhibiendo todo el lujo de sus ahorros como una venganza por las privaciones pasadas; pero los fracasados nunca regresan, bien porque les da apuro mostrar su desilusión emigratoria, o porque carecen de medios para los gastos del La juventud bancaria en el siglo XX (9)retorno. El pueblo ve únicamente a los potentados y se confía en que mundo adelante impera el oro.

¡Que contraste! Exportando materias primas y emigrando los trabajadores que pudieran manufacturarlas, que pudieran hacer capital emigrándose en su propio territorio. Claro que este nomadeo de energía humana tenía su parte buena: la emigración depuraba el país de espíritus demasiado inquietos, de los inconstantes, con lo cual se quedaba aquí la gente más consciente y, por lo tanto, los más estables, una vez decididos a la profesión que conviniera a sus inclinaciones.

De pronto la sirena de algún trasatlántico llamaba a los emigrantes. Lloriqueos de despedida, últimos consejos familiares, trasposición a una existencia nueva plagada Dios sabe de qué sorpresas. En la mano el hatillo de los recuerdos y en la mente la calentura de las esperanzas. Pasos firmes por la escalerilla de la nave y, desde arriba, tal vez con un rictus enigmático de duda que el viajero considera melancolía del partir, un ¡adiós! a la tierra que le vio nacer, al agro, a la oficina, a la fábrica donde el que ahora emigra creyó dejar el fracaso cobarde de sus compañeros y de sus amigos arraigados al solar patrio. El tiempo dirá siempre qué proporción estaba en la verdad, si triunfaron los constantes en sus profesiones primeras o los errantes que partían en busca de tesoros extranjeros.

A pesar de los grandes escapes emigratorios, mucha gente quedaba aún en el país dispuesta a trabajar, a luchar por un porvenir mejor, a sostener decorosamente la economía familiar. Afortunadamente la patria de Queimadelos es un pueblo con fe en su destino, con fe en la Providencia y, por tanto, suficientemente prolífico como para no resentirse por la falta de energías que se van al extranjero; no es alarmante tal efugio; pero, de no existir este, mayor progreso acusaría la balanza productora.

Esa juventud eficiente, la que existe aquí, que es la que nos hace al caso, resulta después de destilar los espíritus aventureros que se van, y de omitir los espíritus cansinos que vegetan con el apoyo de los trabajadores, y entre la juventud laboriosa, marchan en puestos de vanguardia los empleados de Banca, a los que Queimadelos intentaba sumarse.
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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