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La juventud bancaria en el siglo XX (7)

martes, 02 de julio de 2019
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Pasó varias horas en sus reflexiones, hasta que la caída del crepúsculo fue emborronando el horizonte y los destellos del faro de Hércules empezaron a dibujar corbatas fugaces de luz en la neblina tibia, que se extendió suavemente al ponerse el sol.

Regresó despacio al hotel Palmeiro, sin apetencias de llegar, sin acordarse de que faltaba poco para la hora de la cena. Y cual si ojease los folios de un catálogo de productos universales, con avidez de poseerlo todo, fue repasando los escaparates del trayecto que tenía que recorrer. Aquellas manufacturas variadas, tentadoras en su mayor parte para la generalidad de los transeúntes que las mirasen, también le hablaban a Queimadelos del poder satisfactorio de la moneda, de sus fines insustituibles para todo país civilizado al permitir y posibilitar la posesión de aquello que se desea o se necesita. Veía en los artículos expuestos el fruto de la humanidad productora, la recompensa del trabajo, la creciente globalización del comercio, y la confortabilidad obtenida de la transformación de unos cuantos bienes naturales regalados por el Creador a la criatura. ¡Cuánto deseó ser rico en aquellos instantes! Si lo fuese compraría infinidad de cosas: compraría una finca en Lugo, un coche igual al que se exhibía en una casa distribuidora de la avenida de Alfonso Molina; adquiriría, en definitiva, todas las baratijas útiles o pintorescas que se ofrecían a su contemplación, pero antes de esto montaría una empresa ganadera, competidora de Rancaño, organizada de forma tal que el trust de la familia de Chelo se viniese abajo en pocos meses. ¡Ay si tuviese dinero!, ya estudiaría la forma de hundir la casa Rancaño para obligarles a solicitar alianza, a mendigar su favor si no querían hundirse en la miseria. Quedaba en su corazón un cierto odio hacia Chelo, motivado por la ruptura de sus relaciones, y en aquellos instantes ni se le ocurría considerar que sus pensamientos detentaban contra el mandamiento “Amarás a tu prójimo…”.

Cuando llegó al hotel ya estaban de sobremesa los otro huéspedes; los de costumbre y otros más, un chico de unos veinte años, casi de la misma edad de Ernesto. Queimadelos, abstraído en sus preocupaciones, ni se fijó en el nuevo huésped; pero éste se le acercó nada más verle entrar.

-Perdona si me confundo, pero me parece haberte visto en Santiago, en los exámenes de reválida de hace dos años.

Queimadelos levantó la vista y miró fijamente a su interlocutor.

-¡Claro, hombre; sí que nos examinamos juntos! Además tu ibas con Antonio Sánchez, que es muy amigo mío.

-Exacto. Pues me alegro de encontrarte nuevamente.

Y se estrecharon la mano con efusividad, como si fuesen dos amigos de siempre que celebrasen un gran acontecimiento.

Aquella misma noche cambiaron impresiones acerca de los motivos de su estancia en Coruña. Queimadelos esbozó el desgraciado final de sus relaciones con Chelo Rancaño, motivo de su paro moralmente obligatorio. Mauro Aldegunde, -el otro joven-, confidenció que iniciara en Santiago la carrera de Filosofía y Letras, pero que desde los primeros meses empezara a esquinarse con algunos profesores porque le resultaban inadmisibles ciertas teorías, y sus controversias con ellos desmoralizaban la clase; era un verdadero renegado de la ciencia tradicional y tradicionalista, del saber arcaico, y no admitía más principios ni más causas, más doctrinas ni más consecuencias, que las motivadas por el interés particular del sujeto. Su tesis favorita era que “buscando los fines que convengan al individuo, y buscándolos todo el mundo –para lo cual es necesaria una preparación universal adecuada- se contrarrestan las conveniencias particulares con sólo apoyar legislativamente al débil, y así la Humanidad vivirá más animada porque cada componente laborará exclusivamente para sí, egoístamente, y este egoísmo personal se trocará en superación y en bienestar general perfectos”.

Claro está que al idealizar esta tesis los demás sistemas y conocimientos que formasen contraposición eran considerados por Aldegunde como necedades indignas de tenerse en cuenta, como lecciones perdidas que privaban, entretanto, de estudiar otras, y por consiguiente, crimen universitario de lesa cultura. Abrumado de faltas de orden y de polémicas inacabables en las que era tratado, por profesores y compañeros controversistas, como fatuo charlatán, decidió plantar aquellos estudios y residenciarse en Coruña, donde estudiaba Comercio, Peritaje Mercantil, por libre para avanzar cursos, y a estos efectos acudía a la Academia de Daniel Melón, famosa entonces. Metido en estudios de auténtica e inmediata practicidad, dejó de soñar con aquellas teorías pseudo filosóficas, que diera en denominar –y así se lo confesó a Ernesto- “Individualismo y reforma social”, pero se guardó de contarle que sus compañeros de estudios contestaban al lema de sus ideas, moteándole de “Pensador Aldegunde, miembro perenne de la sociedad pro surrealismo del pensamiento”.

Aldegunde se había enterado de que en el Banco de Crédito y Ahorro estaban próximas a convocarse plaza de auxiliares administrativos, y también acudía a una academia especializada en este tipo de oposiciones. Invitó y animó a Ernesto a acompañarle en esta preparación y en esta oportunidad. No tenía noción de los temas, aunque sabía, o sospechaba, que tales entidades fuesen un monótono calcular de operaciones, en cuya función, cogida la rutina, quedaba tiempo para pensar en otras cosas, tal que en seguir estudios por libre, así que decidiera probar fortuna en aquella convocatoria. Lo animó, y compartió ese ánimo con Queimadelos, la circunstancia de que aquel Banco, tuviese un gran número de sucursales, cabiendo la posibilidad de optar a una ciudad con centros que le posibilitasen concluir Comercio, incluido Profesorado Mercantil. Habló de esto con Ernesto, sin reservas:

Humanidad al quitarle las vendas de su retrogradación, de su dormirse en la historia, de aferrarse a doctrinas que fueron útiles a las generaciones de antaño, pero que son fatales al progreso de la era atómica, con la producción y el comercio globalizándose, avanzando en competición fabril y febril.

Queimadelos se vio inmerso, por el influjo de su compañero, en aquella tormenta científico-revolucionaria, plagada de utopías y de divagaciones, pero como su ánimo no estaba para meterse en discusiones, y menos para admitir deliberadamente cuanto osase argüir su interlocutor, se despidió de Aldegunde hasta el día siguiente en el que le prometía continuar la conversación.

Reflexionó un buen rato antes de dormirse acerca de aquella catarata de ideas del Aldegunde. Sus filosofías no le preocupaban lo más mínimo; le era indiferente en sus circunstancias que el mundo fuese de pies o de cabeza por la ruta del progreso; lo que si le interesaba era aquella perspectiva de ingresar en Banca, que nunca se le había ocurrido. Ya cuando le habló Mauro de tales oposiciones se le pasó por la mente un destello de esperanza, una inquietud de probar fortuna en aquel o en otro Banco; ahora, en el silencio controlado de su alcoba, le acució más imperioso el deseo de estudiar las perspectivas de sueldos y escalafón. Su capacitación en la empresa Rancaño, y una preparación especializada en aquella academia a la que asistía Mauro… ¡Lo pensaría! También tuvo presente la carta de recomendación de Deza, que aún no la había entregado, así que se decidió a gestionar primero en la Agencia a la que era presentado una colocación de iniciativa, en la que el rendimiento fuese proporcional a su experiencia, a su trabajo y a su ingenio. “Así -se decía- trabajaré y estudiaré día y noche, todas las horas que pueda resistir, tratando de hacer capital para luego establecerme por cuenta propia”. Si le fallaba la recomendación de Deza, entonces sí que estaba dispuesto a estudiar lo de las oposiciones, alegrándose de tener dos caminos a seguir.

En definitiva, que ambos jóvenes se aferraban a las oposiciones de Banca por fracaso en otros estudios o en otros empleos; llegaba hasta ellos el concepto legendario de considerar al empleado de Banca como un ser mecanizado, carente de espíritu de lucha por un porvenir mejor; obrero de lápices copiativos con los que enladrillar interminables y aburridísimas sumas, amargado y seco tenedor de libros que consumía su vitalidad inclinado constantemente sobre tomos gigantescos y olientes a papel viejo. Empleados de Banca, para la generalidad, eran los refugiados del laborar activo, alegre y libre de las demás ocupaciones, que se acogen a los muros -prisión y fortaleza- de las sucursales bancarias para evitarse la molestia de pensar por cuenta propia ya que en los Bancos todo lo dan encasillado, siendo así más fácil el trabajo. Esto es, o era, la opinión pública, no siempre infalible.

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Otros derroteros

La juventud bancaria en el siglo XX (7)
Queimadelos fue recibido amablemente por el dueño de la agencia marítima a la que estaba recomendado. Era un señor de porte impecable, tal vez un poco amanerado en su esfuerzo por resultar agradable; de gran verborrea y dotado de esa sonrisa perenne y forzada con la que los negociantes atraen a la gente poco versada en ardides mercantilistas. Le hizo sentarse en su despacho, y ojeó la carta en un instante dando la impresión de que ya conocía aquello de antemano, acaso por un telefonazo de Deza, y después de numerarla con marcado ademán para demostrar que la iba a guardar cuidadosamente, y que lo abundante de su correspondencia le obligaba a llevar un control oficinístico de la misma, preguntó a su visitante por Deza, del que dijo profesarle un gran afecto.

-Fue allá en Cienfuegos, encantadora ciudad de Cuba. Yo era inspector de ferrocarriles en la línea Habana-Matanzas-Cienfuegos, y un buen día subieron al tren, en Matanzas, La juventud bancaria en el siglo XX (7)un coro de “españolada”, como decían allí, ¡okey! –Quiso patentizar sus palabras con una afirmación americanista-. Procedimos al visaje de billetes, ¡y no lo tenían! Alegaron que la premura del tiempo para coger el tren después de su actuación, no recuerdo en qué teatro, no les permitió hacerlo; pero que como faltaban a las normas del ferrocarril involuntariamente les parecía un abuso satisfacer el doble billete. Yo les mostré el cuaderno de tarifas y condiciones, y entonces Deza, pues su amigo de usted era entonces director de aquel coro, me propuso una actuación gratuita para animar el viaje. Claro, la verdad, yo tomé aquello a broma porque tal forma de pago no podía considerarse válida; pero el Deza, que sin duda me había notado mi acento gallego, empezó a dirigir una muiñeira, la muiñeira más emotiva que oí en ni vida, y entonces se reveló en mí el sentimiento regionalista, y falté por única vez al reglamento de los ferrocarriles cubanos, dejándoles viajar libremente. Ya en Cienfuegos me invitaron a una función en el Coliseo, de la que salimos para correr la gran juerga por los cabarets de la ciudad…, hasta la mañana siguiente! ¡Qué tiempos aquellos –exclamó con ponderación y nostalgia-; qué bien lo pasé con Deza y con los chicos de su coro! Allí le conocí, y allí nos hicimos grandes amigos; después yo me vine para establecerme aquí, y Deza no tardó en seguirme; él no resistía la morriña, y dejó aquella plata para residir nuevamente en su terruño, que es Lugo. Ya hacía algún tiempo que no tenía noticias suyas…

Ambos siguieron hablando de Deza, de su inexplicable transformación al dejar las “mocedades” de Cuba para convertirse en un ciudadano tranquilo, en un misógino acérrimo; de varias cosas asociadas al tema de aquella charla. Agotados los motivos de aquella conversación, el agente hizo recaer ésta sobre el asunto del empleo de Queimadelos.

-Bueno, y a todo esto aún no hablamos de lo suyo, que tal vez usted tenga prisa…

-No, ciertamente ninguna; pero lo que siento es que le estoy robando un tiempo que puede ser precioso para sus ocupaciones, que supongo serán innumerables.

-Nada de eso, querido joven. El tiempo de los mayores vale poco, porque es matemático y sin emociones; perderlo sólo significa aplazar cálculos, pero nunca ilusiones.

Meditó un momento, y prosiguió...

-Veamos que le conviene: Si usted está dispuesto a trabajar en firme, necesita algo a lo que pueda dedicar el mayor tiempo disponible y que tenga un rendimiento proporcional. Ahora recuerdo una cosa que puede estudiarse: recibimos en consignación, para un industrial de esta plaza, una remesa de material electrónico aplicable a instalaciones de anuncios luminosos, que no lo pudimos hacer seguir al destinatario porque falleció en aquellos días. Este material obra depositado en nuestros almacenes en espera de que la casa remitente nos amplíe instrucciones acerca del fin que hemos de dar a su remesa. Tengo entendido que consta de juegos completos de instalaciones de diversos tipos, y que su contravalor en pesetas es reducido, lo cual da margen para negociarlo. ¿Le agradaría explotar este asunto? Nosotros podemos comunicar a nuestros comitentes que la mercancía fue realizada por nosotros al precio que consta en el crédito documentario que la ampara, solución de más interés para ellos, y usted abona su importe, según vaya colocando la mercancía, con amplia perspectiva de duplicar el costo en cuestión de semanas.

Queimadelos se vio apurado al considerar que aquel negocio, aquella intermediación, tenía sus inconvenientes, pero que no aceptarlo podría enojar a su benefactor y declararse inepto en gestionar algo que le servían en bandeja.

-Agradezco mucho su atención y su confianza, pero es que, ¿sabe? –No acababan de salirle las palabras precisas- No tengo idea de electricidad y desconozco la aceptación que pueda tener esa clase de material. Además no ando sobrado de dinero para trabajar por cuenta propia… -Hubiese seguido enumerando razones puesto que todas le parecían insuficientes para denegar con dignidad la proposición de aquel negocio si el agente, dándose cuenta del apuro por el que pasaba, no se apresurase a facilitarle medios.

-Todo eso tiene arreglo. Y haciendo paréntesis al asunto que nos ocupa me permito aconsejarle que si piensa dedicarse a los negocios, trate de concentrar sus facultades en el momento en que se los propongan, o en que usted decida proponerlos, para ver simultáneamente, y en el menor espacio de tiempo posible, todos los pros y contras de la operación a realizar. El hombre de negocios, como el político o el diplomático, debe pensar contra reloj, a toda velocidad, para prever las consecuencias de sus actos, para evitar esperas que molesten a los contratantes, y también para no olvidar extremos que si no se tienen presentes en el acto del pacto o de la contratación, más tarde tendrán nula o difícil solución. Pero a lo que íbamos: se lleva, que también se los podemos facilitar, y que usted debe pedirnos como primera medida, catálogos e instrucciones de la instalación y utilidad de estos anuncios luminosos; los estudia, y si les encuentra interés, mejor dicho, el interés de las mercancías hay que considerarlo, no desde el punto de vista personal, sino imaginándose a qué sector del público convienen, y qué capacidad de absorción tiene ese público; si usted cree que existen en la plaza, o en sus inmediaciones, establecimientos adecuados y suficientes para consumir y utilizar ese material, con margen de venta remunerativo, entonces contrata los servicios de un electricista competente, que le resultarán económicos porque sólo le hacen falta para cuando necesite poner alguna instalación, y el resto de los días se podrá dedicar ese señor, ese especialista, a sus ocupaciones habituales.

Queimadelos seguía callado, asimilando, así que, al no haber interrupción, su interlocutor siguió aleccionándole:

-Su misión es simplemente lograr compradores, a los que hará la debida propaganda. Y en cuanto al dinero yo le podría hacer lo siguiente: se lo adelanto, y mis cobradores se encargarán de realizar las facturas. La mercancía que reste por vender queda en mis almacenes como garantía de su propio valor; en este supuesto llegará un momento en que, por virtud del beneficio, se habrá cancelado el anticipo y aún quedará material que ya será de su libre disposición y, por consiguiente, ganancia pura. Si en este tiempo necesita algún dinero para sus gastos, también puedo prestárselo. Conste, claro está, que todo esto sólo me proporciona riesgo y trabajo improductivo, pero me animan sus referencias y el que usted muestre tantas ansias de trabajar.

Queimadelos se lo agradeció un poco torpemente porque la emoción de aquella ayuda inesperada le turbaba el ánimo, pero lo hizo con toda su alma. Y el agente, por su parte, le despidió con amabilidad:

-Nada, jovencito, no hay que preocuparse; en los negocios todo es juego: se estudia la partida, y si se ha hecho bien, se gana; y si no, ¡paciencia! No tienes nada que agradecerme. Aquí están los catálogos, y espero que me digas pronto, mañana mismo si te es posible, qué te parece el asunto y si estás dispuesto a trabajarlo.

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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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