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La juventud bancaria en el siglo XX (2)

martes, 28 de mayo de 2019
En la parada del auto de línea le esperaban sus padres, su hermana Nita, y Deza, el amigazo parachoques que aparecía siempre que a Queimadelos le aburría su vivir o se le presentaban emociones, o necesitaba del apoyo moral de alguien que le ayudase en sus problemas. Deza era también un buen padrino, pues contaba con diversidad de amistades debidas a sus polifacéticas ocupaciones; a veces crítico literario; otras, político improvisado para cargos fugaces, y sobre todo un hombre de negocios con tanta visión financiera como descuido en completar las empresas que acometía.

Queimadelos besó febricitante las mejillas paternas, que tiritaban de cariño, de alegría y de una vejez anunciada; abrazó fuertemente, hasta hacerle daño, a Nita, la hermana modelo y protectora meritísima. A Deza le apretó la mano con afecto desbordante y con esperanza de que aquel amigo desproporcionado, que pudiera ser su padre por edad, hiciese algo en su favor, le abriese las puertas de algún trabajo productivo. Y todos juntos marcharon a la calle del Doctor Castro, con intención de merendar en alguna de sus famosas pastelerías.

Subiendo hacia la plaza de Santo Domingo se cruzaron con Chelo, linda joven perteneciente a lo más destacado de la sociedad lucense, hija de un ganadero multimillonario. Ernesto celebró aquel encuentro.

-Pero, chico, ¿ya viniste de Santiago? ¿Y qué, cómo fue con esa reválida?

Se foguearon los ojos de Queimadelos; aquella chica era adorable, pero siempre había tantos chicos pendientes de sus palabras que a él no le fuera posible intimar con ella lo que hubiese deseado. Chelo estudiara cinco cursos, pero plantó pretextando que no le agradaban los libros; en realidad fuera su deseo de disponer de más tiempo para sus afeites y para sus paseos.

-Conmigo se vino, ¿o es que creías que no la iba alcanzar? Apretaron mucho, bastante, pero hubo suertecilla. -Ernesto decía esto engallándose de haber merecido aquel triunfo, de tener ocasión de aplicarse autobombo con aquella joven engreída y coqueta.

-¡Vaya, pues me alegro mucho! Adiós.

-¡Adiós…! –Y se quedó mirándola con deseos de decirle alguna palabra galante, pero no le acudieron a sus labios en el momento oportuno.

Su padre le llamó desde cinco o seis metros más adelante con una expresión que encerraba reproche por la audacia del hijo, pero también un poco de comprensión. Aún no pudiera olvidar que en sus años mozos también se le iban los ojos detrás de toda mujer agraciada, importándole poco que alguien pudiera presenciar su actitud.

Deza, por su parte, con el testimonio de su cuarentena libre, presumía de misógino, y se permitió aconsejar a Ernesto con su acostumbrado filosofismo:

-Es innegable que la mujer desempeña funciones insustituibles y altamente meritorias, pero también lo es que ocasiona los más catastróficos fracasos de la humanidad laboriosa. Considera esto, que te interesa tenerlo en cuenta, por lo menos hasta que afiances tu personalidad y tu situación económica.

Queimadelos calló, y no es que estuviese conforme con el razonamiento de su amigo, pero no quiso enfrascarse en polémicas inútiles.

Aquella tarde, en el paseo y en todas partes, recibió múltiples felicitaciones que no le satisfacían plenamente. Soñara muchas veces con aquel día, pero con un día despreocupado y alegre, desbordante de emoción. Le torturaba, desluciéndole la fiesta, la obsesión del trabajo y el influjo de aquella frase de los exámenes de reválida; sólo veía en torno suyo gente productora, sostenedores de familia, chicos aprendices o ya colocados en las más diversas actividades. Hubiese deseado que aquel principio de su camino fuese tan sólo un punto geométrico, sin dimensiones, sin duración de tiempo, sin espacio para vacilaciones.

Después de vagar sin rumbo por las calles lucenses, hastiado del vacío que le envolvía, decidió llamar por teléfono a Chelo, proponiéndole asistir a una velada artística que se celebraría aquella noche en el Gran Teatro. Ella aceptó, y juntos –dos sombras errantes porque los cuerpos no existen cuando están unidos por un cariño platónico-, estuvieron en el patio de butacas, y luego en el café Méndez; más tarde bajo los chopos del Parque. Precisamente paseando por el parque fue cuando su conversación se hizo más íntima, perdiendo vuelos, concretándose a sus propias existencias.

-Chelo, -dijo Ernesto, de pronto, -¿Cuántas frases amorosas habrás escuchado a lo largo de estas veredas? Y añadió con cierta solemnidad: -Desde luego, eso es lo que procedería; no se puede ser tan bella –dijo, pero aún pensó más: (y tan rica)-, y pasar desapercibida.

Iba a contestar ella, pero Ernesto, temiendo su respuesta, decidió atajarle para que se suavizasen sus palabras con una nueva afirmación:

-No me reproches nada, pues tan sólo he tratado de piropearte, de decirte lo que eres, ¡hermosa!, envidiando a quien tenga la suerte de hacerte suya para halagarte toda una vida.

-¡Cuidado, mocito, que hablas demasiado! Gracias por tu calificativo y olvidemos lo otro. ¡Vaya malpensados que sois los chicos; como si sólo le hablasen a una de…, de esas cosas!

Ernesto discurría con aceleramiento qué palabras necesitaría emplear en aquella conversación, pero las ideas que brotaban en su mente le parecían mediocres, prosaicas, y optó por hablarle llanamente, sin rebusque de pensamientos.

-Mira, Chelo, siento mucha inclinación hacia ti; bueno, es una inclinación anímica, sentimental, de las que no se miden por grados sino por anhelos de estar en tu presencia. Yo creo que a esta inclinación se le podría llamar amor, pero no quiero aventurar demasiado, y de momento, si me lo permites, diré, tan sólo, simpatía profunda, profunda y noble, absolutamente noble. Añadiré más, para que no pienses con exceso: esta simpatía me atormenta a todas horas en la soledad, en su desconocimiento, y por eso quisiera pedirte que correspondas a este afecto simple, que seamos buenos amigos, que me concedas, de vez en cuando, alguna entrevista para pasear, como en estos instantes; en definitiva, para sentirme feliz contigo.

Impresionó mucho a Queimadelos que ella le respondiese prontamente, sin tiempo para premeditaciones:

-En verdad, no me pides nada ilícito. Yo siempre te tuve en mucha estima, y también me agrada salir juntos.

-Eres adorable. –Fue lo primero que dijo el, pero lo que le apetecía era adorarla, ponerse de rodillas a sus pies y besárselos por su condescendencia; como no podía hacerlo en plena calle, se limitó a abreviar su pensamiento.

No pudo continuar porque en aquel preciso instante ¡oh casualidad!, se cruzaron con don Porfirio Rancaño, el padre de Chelo, hombre regordete, mofletudo, casi lampiño y de mirar tan vago que apenas se podía precisar hacia donde concentraba su atención, resultando por ello más observador ya que podía hacerlo sin que apenas se enterase su objetivo. Queimadelos temía aquellas miradas investigadoras que aparentaban no investigar nada pero que siempre lo fisgoneaban todo; le desconcertaban. El encuentro fue casual, tan inesperado y tan ineludible que ambos jóvenes no pudieron evitarlo, así que hubo que cruzar un inexpresivo “Buenas noches”.

-Hija, no tardarás, que ya son las diez.

En la vaguedad de aquella frase Chelo interpretó muy bien que iba una conminación fulminante a presentarse de inmediato en la casa paterna.

-Sí, papá; ya voy contigo.

Y en un aparte, a Ernesto:

-Cuando quieras me llamas por teléfono y me dices qué plan se te ocurre para salir a dar una vuelta.

-Lo haré, preciosa.

Ernesto tardó, por prudencia, cinco días en llamar a Chelo, proponiéndole salir otra vez juntos; por prudencia, temiendo resultar pesado e insistente, que si no fuese así la habría llamado a la mañana siguiente, e infinitas veces a lo largo del día.

Chelo, por su parte, pretextó que llevaba una temporada saliendo con exceso y que sus padres se mostraban un poco enojados de sus andanzas; pero la imaginación apasionada, que no reconoce márgenes cuando se trata de conseguir el fin amoroso propuesto, dió a Ernesto la clave de un plan sagaz, aparentemente irreprochable.

-Oye, cielito, ¿tu acostumbras a frecuentar la catedral?

Cualquiera diría que Ernesto pensaba, místicamente, en atraer a la oración a su bella amiga, en proponerle un rato meditativo bajo las bóvedas centenarias de la Santa Iglesia Catedral Basílica de la ciudad del Sacramento.

-¡Oh, sí! Desde luego; casi diariamente.

-Entonces ya lo tengo. –Y sonrió Queimadelos con la satisfacción victoriosa de saberse astuto, como si creyese que el teléfono iba a transmitir el optimismo que se reflejaba en su rostro.

Prosiguió:
-¿Me escuchas? Verás que fantástico; atiende: Di en casa que vas al rosario y que a continuación te detendrás un poco en las tiendas por si hay cualquier cosa que te dijo una amiga de Madrid que acaba de ponerse de moda. En la catedral, cerca del altar del Buen Jesús, o de cualquier otro que tú prefieras, allí me tendrás, puntualísimo.

-Me parece estupendo, ¿sabes? ¿Y, a qué hora? Tú crees que a las seis sería…

-Sí, sí, a las seis. –El entusiasmo de Ernesto, el cosquilleo de aquella primera gran aventura amorosa no le dio paciencia ni para seguir hablando con su amada. Y cortó secamente colgando el micro.

¿A las seis era la cita? ¡Qué va! Ernesto no recordaba ni la hora; le parecía demasiado tarde a las seis para encontrarse con ella, creía haber oído mal, y por si acaso, para no hacerse esperar, llegó a la catedral…, antes de las cinco!

Al entrar por la puerta de Santa María se asombró de la majestuosidad de los pilares que sostienen las arcadas del pórtico; le parecieron más grandes y más sólidos que nunca. Todo le parecía acrecentado, que incluso el, el mismo, se sentía más fornido, más varonil al verse metido por primera vez en una verdadera cita de amor. Y se dijo en silencio, para su intimidad gozosa:

-“¡Que sortilegios tiene el cariño: Hace que veamos las cosas con matices nuevos y más claros!”.

Se signó atropelladamente, pero dándose cuenta de ello, rectificó, y también se santiguó. Se sentía anhelante, pero al mismo tiempo lleno de cierta paz que le era desconocida. Otras veces al entrar en la catedral se sintió apremiado por el cumplimiento del motivo que le llevaba hasta allí, y lo cumplía con ansiedad de volver pronto a la calle, de quitarse de encima el deber del recogimiento piadoso. Enfrente, unas mujeres –numerosas- y unos hombres y niños –los menos- recitaban sus plegarias con un hilo de voz suave, lento y dulce, convirtiéndose el murmullo total en una armonía sublime. Atraído por el rumor de los rezos, se olvidó por un momento de su amiga para meditar largamente en la bondad del Hijo de Dios, que quiso quedarse cuando marchó a su reino; que dejó su cuerpo y su sangre sacratísimos para alimento espiritual de los fieles al Sagrario; que permitió a los hombres que le diesen culto perpetuo en la catedral de Lugo, expuesto día y noche en el altar mayor de la iglesia lucense, fundada por el propio apóstol Santiago, según asevera la tradición popular.

Después fue visitando capillas de advocación diversa, y por último se sentó en un banco La juventud bancaria en el siglo XX (2)próximo al altar del Buen Jesús, lugar de la cita. Allí le apeteció rezar de nuevo, y pidió con toda su alma que se le concediese el cariño de Chelo, de la mujer que él creía la más adorable del mundo. A poco llegó ella, también anticipándose a la hora convenida, y ambos volvieron a orar un poco, según ofrendó Chelo, por las intenciones que les fuesen comunes.

Desde la catedral, por la rampa de la Puerta de Santiago, subieron a la pista de la muralla, e iban serenos, optimistas, dueños de su voluntad, cual si el espíritu clásico del imperio de los césares, erectores de la grandiosa fortificación del Lucus Augusti repercutiese en sus ánimos. El adarve, en el que velaron por la grandeza de su “civitas” las legiones de Roma, convertido modernamente en paseo delicioso y de gran amplitud panorámica, compatibilizada su historia evocadora con las apetencias de los tiempos modernos, tenía que influir, como de hecho influye cualquier ambiente en las reacciones del individuo, sobre sus corazones insatisfechos de amor; tenía que, al paralelizar pasado con presente, dejarles entrever las transformaciones de que es susceptible cualquier objeto. Y en esto pensaba Queimadelos al decir:
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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