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Una mirada eterna

viernes, 15 de marzo de 2019
Se conocieron gracias a un tropiezo, pero no se engañen, un tropiezo literal, de esos que hacen que uno se sienta idiota primero y que maldiga al creador del suelo a dos niveles después. En todo caso, una torpeza oportuna, pensaría él tiempo después, que hizo que ella se acercase para ayudarle a levantarse y a continuación lo invitase a sentarse a su lado. Terminada la presentación del libro continuaron hablando, sobre su autor favorito, los libros de su infancia... mientras recorrían calles vacías y rescataban retales casi olvidados de la memoria; y así fueron tejiendo, sin prisa, una de esas largas conversaciones que un buen libro y dos fieles lectores provocan a menudo.

Decidieron, a propuesta de ella, quedar dos días más tarde en el mismo sitio en el que se habían despedido. Una terraza tranquila, una mesa bajo un olmo que proyectaba una sombra acogedora y la isla de Tambo recortada en el horizonte. Él estaba mucho más nervioso de lo que esperaba. Lo notó cuando intentó coger el café que acababan de traerle y su mano temblorosa le aconsejó poner cuerpo a tierra de inmediato. Ella, sin embargo, se mostraba tranquila, las manos entrelazadas sobre la mesa, haciendo sitio a la serenidad en cada uno de sus gestos, en cada una de sus palabras, como si hubiese vivido aquello antes. Sus ojos parecían hoy más verdes y rasgados. Durante los primeros segundos él creyó sentirse paralizado por ellos, como si la propia Medusa, aquel monstruo de la mitología griega que convertía en piedra a aquellos que la miraban fijamente, estuviese ante él. Nunca unos ojos lo habían juzgado tan poco y observado tanto.

La situación lo incomodaba, no por desagradable sino por la falta de control. Un eco interno lo invitaba a huir, y durante unos segundos consideró esa posibilidad. Pero otro impulso, aquella novela, “El maestro de esgrima” y aquella frase: “te arrepentirás de los pecados no cometidos”, lo visitaron en el momento oportuno invitándolo a quedarse. Un libro lo había llevado hasta allí y otro le haría quedarse hasta el capítulo final. El café se había enfriado lo suficiente como para considerarse olvidado, pero había un buen motivo. Por fin ambos parecían disfrutar de aquel momento, ansiando las palabras que todavía no habían sido pronunciadas, como si quisiesen hacer de aquella su propia historia interminable.

Fue entonces, después de horas, palabras y silencios, cuando llegó el instante, ese que ahora él recuerda sorprendido, dos décadas después, con el mismo libro ente las manos, bajo la sombra del mismo olmo. Hasta la isla de Tambo parece sonreír con él, cómplice, al recordar aquel instante. Aquella pausa en la conversación en la que los ojos de ella parecían brillar con mayor intensidad y él se sintió, por primera vez y para siempre, alguien especial.
Riera, Martiño
Riera, Martiño


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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