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Articular la gloria póstuma

viernes, 08 de febrero de 2019
- … Es que ya no fui famoso como hubiera querido, ni tampoco rico…

-Pero usted nunca tuvo una relación armónica con el dinero, ni siquiera como amante esporádico, y ya conoce la sentencia de Alone: “Mi padre no amaba el dinero y éste le pagó con la misma moneda”.

-Sí, lo entiendo, no hubo para mí correspondencia con Midas, pero me inquieta otra cosa: la gloria literaria. En eso me parezco a Cervantes.

-Un sencillo émulo… Entonces, ¿le vendría bien que fuese póstuma?

-Otra no será. Voy para anciano, ya lo ve… Aunque llevo sobre mi ánima en declinación el deseo imperioso de recibir la saeta de la gloria.

-¿Y cómo piensa proceder al respecto? Por lo que me dijo y ha escrito, tiene casi toda su obra reunida en una carpeta cibernética, con el título pomposo de “Mi Herencia”, además de un puñado de libros impresos, en Chile y en Galicia. Bastará con eso, me imagino, y con un heredero ágil que lleve a cabo una hermenéutica publicitaria de sus textos.

-No basta con eso. La estrategia apunta a determinadas acciones en el ámbito académico exterior, que es donde hoy se ratifica la excelencia de los escritores, a despecho del juicio inequívoco de lectores coterráneos. Me convencí de esto luego de ver una reciente entrevista a Elena Poniatowska, después que la galardonaran con el Premio Cervantes.

-Ahora voy entendiéndole… Buscará usted que le postulen al Cervantes, como a Edwards Jorge y al ex nonagenario Parra Nicanor, hoy en la gloria eterna o en la nada sin retorno, según cada quien lo crea.

-Nada de eso. Jamás he postulado ni recurrido a intermediaciones a través de interpósitas personas. Eso de hacer lobby, como usan los políticos para obtener adherentes en sus proyectos de “bien público”, no me parece ético… Si no se le reconoce a uno por el valor intrínseco de su obra, lo demás resulta penoso y prescindible.

-Lobby, anglicismo que significa “salón de espera”, vestíbulo donde se aguarda la aquiescencia de los validos de palacio, como se decía antes de quienes intercedían ante el poder para el otorgamiento de prebendas, según nos enseñara don Francisco de Quevedo…

-Aquella práctica se ha vuelto una suerte de trotaconventos del arribismo humano. Me repugna, aunque no presuma de austero, ni siquiera de honesto en un sentido cabal. Pero la tentación de ciertas complicidades rastreras no está en mi senda literaria, ni lo estará.

-¿Entonces, cuál es el camino para lo aquí propuesto?

-Elena Poniatowska parece sugerirlo, cuando habla de toda esa documentación complementaria que se requiere para conformar un archivo existencial del escritor, con destino a los registros de universidades sajonas, donde se cobija buena parte de nuestra precaria memoria artística y erudita.

-¿En qué quedamos? ¿Es la calidad de la obra lo que trascenderá o los ingredientes curriculares que incitarán la morbosa curiosidad de lectores del sensacionalismo gráfico?

-Todo cuenta, la vida y la obra como unidad, disponible para críticos, exegetas y detractores… Lo primero, en esta suerte de cartapacio, será la correspondencia, en tres versiones o variantes: familiar, intelectual y amorosa. Vea el caso de la insigne Gabriela.

-Explíquese.

-Cartas a y de familiares: al padre, algo que se parezca a lo que escribiera Kafka a su odioso progenitor; a la madre, escritos como los de Gorki o Maupassant; a los hermanos, similar a las Cartas a Theo, de Van Gogh. Correspondencia con intelectuales conocidos, no sólo en la aldea chilena de las letras, sino en la ciudad universal de la literatura y el pensamiento. Y por último, cartas de amor con amantes, sean hombres o mujeres, lo mismo da, que la orientación sexual y sus avatares es hoy materia pública de última moda y asaz literaria.

-Lo plantea usted como si fuese a inventar una correspondencia de la que carece, ¿o acaso cuenta con esos interesantes papeles?

-Tengo un puñado de cartas con mi padre como destinatario y remitente; algunas con mi madre, y quizá una decena con mis hermanos. Pero son escasas y quizá poco relevantes. En cuanto a intelectuales de rango internacional, tuve una carta de Octavio Paz, de los años 70´, otras del conocido cuentista mexicano Edmundo Valadés, un breve intercambio con el crítico chileno Ignacio Valente, postales con textos y dibujos de Andrés Sabella, nuestro poeta y escritor del Norte Grande. Creo que es o era todo mi bagaje epistolar.

-¿Y las conserva en su poder?

-No, las extravié en una quema ejecutada la noche de brujas del 31 de octubre de 1988, junto a otros papeles y a una veintena de libros muy caros para mí, en especial ediciones en lengua gallega sobre temas del imaginario popular.

-No es por nada, pero ¿no será usted el responsable directo de esa inmolación por el fuego?

-Es posible, pero en mi caso no soy capaz de discernir mi culpabilidad asociada a la destrucción inmisericorde de mis libros más amados. Si algo repudio, es la aniquilación aleve de las palabras ajenas.

-¿Se puede saber quién y cómo llevó a cabo aquel acto detestable y ominoso? O me va a decir que se trata de otro crimen atribuido a los servicios de seguridad de la dictadura.

-Ya no importa quién o quiénes. De qué manera fueron destruidos, sí que tengo la certeza. Aunque no estuve presente en el perverso rito, fue en una fosa para la basura y mediante la utilitaria parafina. De nuevo, ¿quién? No lo voy a decir, pero si usted no es capaz de intuirlo, tampoco es digno de dialogar conmigo.

-Veo que con lo que tiene –me refiero a documentos y testimonios acopiados- no será suficiente para interesar a alguna prestigiosa universidad de Estados Unidos o de Europa en la adquisición de ese material, como han hecho con manuscritos y papeles testimoniales de la insigne Gabriela y de José Donoso, dos ejemplos que tengo a flor de cerebro. Pagados en pequeños y verdes folios. Y como sugiere la Poniatowska, de cartas de amor, ¿qué me dice?

-Carezco de ellas. Las que tenía fueron incineradas por mis manos, antes de que fuesen usadas como pruebas irrefutables de felonías conyugales. Tengo, eso sí, una docena de cartas de Micaela Souto, que para mí poseen la doble categoría de ser, a la vez, amorosas y literarias.

-Pero esa correspondencia, por lo que entiendo, es apócrifa, como asimismo las cartas de Clemente Astudillo, y está escrita sólo en su computador, dentro de El Libro de los Anhelos, obra que sí me parece extraordinaria y suficiente para consagrar su póstuma gloria literaria, ahora publicada como Memorias Transeúntes, buen título de opera magna que contiene también sus Conjugaciones desde el Armario, dos libros en uno, aunque no se trate de oferta mercantil.

-Tiene razón, en lo de las cartas y en lo de la excelencia de este último libro; mi modestia lo corrobora y su ojo literario es de una lucidez asombrosa, la que no se deja a menudo entrever, sin embargo, en estos diálogos donde, entre titubeos e imprecisiones, busca usted servirse de mi indudable prestigio.

-Usted me mostró, hace unos cuantos años, un libro de poemas que le dedicó cierta meritoria y premiada poeta chilena. Creo que su título era Memoria del olvido, sugerente ¿verdad? Si no me equivoco, la dedicatoria, impresa en los créditos iniciales, decía algo así como: “Al poeta, al canalla, al miserable engañador cuyo número de cédula de identidad es el 4… …-2”. ¿Es así?

-Así fue, pero ese es un material secreto que no daré a la publicidad, -pese a que haya tenido usted la impudicia de citarlo-, mitad por pudor y mitad por miedo al menoscabo de mi integridad física, que aunque deteriorada, estimo como un bien preciado y digno de protección.

-¿Tanto temor le tiene a los recuerdos de poetisas despechadas?

-Mucho y nunca suficiente.

-Volvamos al tema central, su posible y anhelada gloria literaria.

-Son puros cuentos, amigo. Mi sentido del humor me dice que todo es vana ilusión, pues la vida es sueño, como dijo Calderón de la Barca, antecesor y antepasado sanguíneo de un escritor notabilísimo nacido en nuestra tierra del fin del mundo, como lo fuera Alfonso Calderón, quien sí ha accedido a un lugar eminente, al menos en el parnaso nacional.

-Por algunas cosas que he leído, me parece que es usted más distinguido y apreciado en Galicia que en Chile.

-Es posible, aunque en aquellos juicios inciden apreciaciones afectivas y anímicas que están más allá de cualquier exégesis literaria. Los gallegos son cariñosos; esta palabra es creación suya y tienen una aldea llamada Cariño, en la bella comarca de Ortegal, en A Coruña… Algún día la visitaremos como simples paisanos.

-Ahora vuelve a posesionarlo a usted un resabio de la virtud de la humildad. El sonido íntimo de la eñe le ayuda en eso y enciende la morriña. En cuanto a la fama, podríamos coincidir con el poeta en que es “una extraña nostalgia lanzada a los jardines del porvenir”.

-Me agobia el tema. Permítame concluirlo con una opinión paradigmática. Decía el estoico Séneca que mientras la fama depende del juicio de muchos, la gloria sólo es estimación imperecedera de los mejores y muy entendidos.

-Esperemos que así sea, en el caso suyo, quiero decir que ambas lleguen a ser su póstumo trofeo.

-Sin amén, que soy agnóstico.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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