Era aquel tiempo de la Lisboa de los claveles rojos, la que tú y yo recorrimos con los amigos tras bajar en el comboio descendente a las citas de la plaza del Rossío, esperando inquietos la democracia en nuestro país, que parecía no llegar nunca.
Subíamos con fe la avenida da Liberdade hasta Pombal, llenos de banderas y pancartas
era el tiempo de nuestra juventud. Otro tiempo, otra época.
(A propósito de lo de otra época, yo le preguntaba de niña a mi madre con frecuencia: ¿mamá en tu época había coches?, ¿mamá en tu época había chicles?. Hasta que un día respondió airada que ella era de esta idem, porque la preguntita la hacía vieja y además se consideraba del siglo XX , se peinaba de jovencita a la garçon, hacia su gimnasia todas las mañanas, le gustaba los muebles déco
Para ella sus padres y sus abuelos eran decimonónicos, ella y su juventud era moderna. Creo que eso nos pasa a todos, pero como yo ya voy cumpliendo primaveras y Elvis o los Beatles se han convertido en unos clásicos, el teléfono móvil me estresa, la informática me sobrepasa y pertenezco a la generación española del francés, como las bachilleras de antes de la guerra
, pues no me cabe la menor duda que soy vintage y de la seguna mitad del siglo pasado, para más identificación.)
Tantísimos años después he vuelto, ahora sin ti, y he visto otra Lisboa, que entonces había tenido antes mis narices, ante las de todos nosotros, a la que mirábamos sin ver. Ahora rehabilitada en colores claros, pero en su mayor punto de luminosidad, deja ver el esplendor de la ciudad antigua y señorial como en la canción, popular en las colinas de Alfama y O Chiado. Descendiendo al mar. Totalmente postmoderna, turística y consumista, aunque manteniendo el sabor de los pequeños negocios y comercios
¡ah, permanece el empedrado maravilloso de ver y terrible de andar!.
Sólo sentí en la piel la misma brisa fresca del Atlántico de entonces, del de siempre, tan familiar para nosotros, me refiero a los del corner noroeste de nuestro mapa: igual humedad que en Dublín, igual aire que en Escocia, idéntica sensación que en Galicia.
Te vuelvo a repetir aquello que tantas veces te comenté: comprendo y siento que el mundo mediterráneo y su cálida atmósfera, tan ligada al clasicismo, a la prosa delicada de Gabriel Miró o a la tórrida Valencia de Sorolla, adquiriese una potencia en nuestro imaginario de lo español tan fuerte como el de la Castilla mesetaria del 98, por lo menos, o de la Andalucía romántica; pero a mí me gustaría que también el Mar Mayor formase parte del mismo con igual poderío que el Mare Nostrum, ese del gran océano, más salvaje, gélido y melancólico, con la otra orilla tan lejanísima y tan próxima en el sentimiento , para los emigrantes y los exiliados.
Te decía que yo, como historiadora del arte, creía que muchos ideales políticos se han plasmado en iconos, que no han sido sólo banderas, sino también paisajes elegidos por el regeneracionismo para regenerar nuestra identidad, pintados, cantados y narrados, transmitidos por los relatos hegemónicos de nuestra historia, -a los que nosotros en aquellos tiempos llamábamos predominantes-, pero otros no, se quedaron fuera. Tal vez, si tratáramos de incluir estos, si lográsemos integrarlos en nuestra iconografía emocional, podríamos arreglar un poco nuestras controvertidas e incluso enfrentadas identidades.
Me atendías, sí, a estas consideraciones, pero el mundo masculino suele ser más teórico. Aunque, a lo mejor ahora lo sentimental y lo emocional se debiera tenerse en cuenta en política, en momentos en que la identidad territorial emerge potente, a veces amenazante, en medio del mundo global.
