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8 poemas

jueves, 23 de agosto de 2018
I.- Poema a la mujer de una buhardilla

Dijiste: “Soplo la luz insomne en esta tarde de octubre”.
Y yo: “Tómame en la mirada,
en la respiración de tu mirada
que despierta la memoria del cuerpo”.
(¿Qué harás de mí?
¿Qué tiempo crece, Señora,
en esta ociosidad, en esta tibieza,
recogida y anhelante?)
Junto al silencio que sopla en tu vestido negro
el color de una imagen suspendía tu mirar.
Había una sombra de Vermeer o Caravaggio.
Y una lámpara en ese sueño dudoso,
casi transparente.
Y un sillón blanco en el atardecer suspenso.
Y tu vestido negro, en tu vestido inquieto.
Tu mirada hacia las nubes bajas penetraba mi soledad
como ese mirar separado, callado
en una tarde de octubre en que tu mirada…

II.- Zarabanda de la lluvia

Parece huir en un sueño rumoroso, etérea,
ligeramente flotante, prematura de súplicas
como una danza de Häendel o una pintura de Schiaffino.
Llegaba con impaciente luz,
casi gozosa en ese ardor sensible
que el aire mueve en el lecho o el navío
sosteniendo la pluma y el cristal de las velas.
(¿Quería descender, la amada fantasmal, en esta voz
en esta vaguedad que toca sus caderas
con la mirada y el lenguaje de lo súbito?)
Dulcemente llegabas
en una suerte de alegría que atraviesa
el perezoso aliento del instante.
Llevaba el collar de la paloma
sin mirar la densidad que recoge el abandono.
Es entonces cuando me da su forma,
me da la belleza que desnuda la noche.
Desposesión y refugio
mientras la lluvia desordena la tierra.

III.- Obstinación de belleza

Sé que la noche fulgura en este muelle,
por eso es preciso que oculte su silencio
o que despierte instantánea, o mejor aún
que no comprenda el sueño
de tu cuerpo desnudo en esta alcoba.
Tiemblas de placer, te ahoga el abismo
y el origen cerrado de mis tanteantes dedos.
Me hablas en un idioma de velos y ternura,
en una lengua que no entiendo,
en un friulano que celebran los astros.
Ahora de súbito, cuando la noche
se instala en un confín posible,
los espejos navegan por un bosque jadeante.
Atenazados por el deseo inmóvil del Adriático.

IV.- Miro los sueños de una mujer sentada

Vi sus senos angélicos, serenos.
Languidecía la orilla entre náufragos.
La nave, ya ciega, era la inmovilidad,
el engaño de las frentes y los vientos.
Hay un lenguaje que entreteje el olvido,
un lenguaje de antiguos crepúsculos
que alumbraban la noche en crisantemos.
Un lenguaje que es metáfora y fábula.
Allí la dispersión de la memoria:
la caricia de primaveras apagadas,
una voz del exilio.
Este es el viaje dónde preguntamos
quién soy después del amor desordenado,
después del desborde de su cabellera en mi pubis.
Hay un lenguaje que nace inexplicable,
un secreto hilo, prefijado, de nuestra mitología.
Y entonces -rituales de la vida- la soledad.
La soledad, como un glaciar asomando en la mar,
en la penumbra de una sala con balcones sellados.
En la sed y el presente de una mujer taciturna.

V.- En la noche despierta del otoño

Ahora que flotan tus vestidos en las aguas,
ahora que tu voz cruza lutos y banderas anarquistas,
siento la lluvia y la derrota en este asombro,
en un parque de rostros primitivos.
Los espejos ocultan esa otra incertidumbre,
esas piedras silvestres de los montes
como si se tratase de pescadores o mujeres con velas
desaparecidos en la tormenta o en el odio.
(Esta ciudad cambió mi vida
una noche que contemplé el mar desde la niebla).
Aun rompe el tiempo el pájaro que reposa
sobre el árbol. Aún ofrece al viento el desatado
recuerdo de sus cabellos, la penetrante soledad
murmurando tus senos, sostenidos e intensos.
Y la luz silenciosa y alta del verano
vaga en este sentir melancólico, absoluto
anhelante de claridades. Impaciente.

VI.- Variaciones de la hembra

La bella mujer que murmura su fábula secreta.
La bella mujer que duerme en la nostalgia.
La mujer del bretel violeta mirando la quilla del barco.
La que insinúa el fervor del insomnio.
La bella uniendo el universo en la plegaria.
La que se hunde en dimensiones invisibles.
(La mujer que transita las calles del otoño.)
Esta mujer alimenta fatalidad y dolor.
La mujer que nombra el recogimiento.
Discurre la amada vestigios entre parvas de heno.
La hembra regresa en la inocencia y el abismo.
Bella, flotante, de apretadas nubes.
(La abandonada que brinda el gozo y el aliento.)
Su cabellera mueve los velos de la noche.
La que musita cimbrante y desvaría.
El hada del follaje celeste.
La mujer con su lengua distante, sin memoria.
La princesa, la dueña, la reina del hogar.
La mujer que hunde el vacío y el corazón.
La amante desnudándose en un hotel de Praga.
La que devora el instinto y el pudor.
La celta que evoca las gaitas y los templos.
La amante vuela en mi, desatada y ansiosa.
La que aletea palabras en poemas.
(La mujer que brota en una luz transparente.)
La mujer que ama como una madre invisible.
La mujer suave y comprensiva como una hermana.
La humedecida de semen, de olvido, de palmeras.
La humedecida de temor sobre llanadas rojas.
La bella mujer inseparable de la bondad.
La adolescente salvaje que imagina a Piranesi.
La insurrecta de plazas y guerrillas.
La que beben mis ojos en los bares.
La bastarda, la desconocida, la inconclusa.
La bella mujer que irrumpe en las fuentes marinas.
(La mujer de los muelles y las dársenas.)
La bella sobre el caballo blanco
entre las hojas, el ramo y el aire de la rosa.
La libertaria sin dioses, sin patrias, sin marido.

VII.- Palabras

Amigos, observad estas palabras
que caen en la noche. Apenas rozan la luz
de una lámpara silenciosa y antigua.
Vienen de aquellos campesinos exiliados,
llegan de agonías, de mujeres bellísimas,
de caricias que sobreviven
en talismanes o miradas melancólicas.
Observad un momento cómo llaman,
cómo acarician frente y ternura,
de qué manera nombran la insurrección.
Son palabras de un poema
que la amada no supo comprender,
palabras extraviadas en el aire y en el mar
que están aquí, en este cuarto,
sobre esta mesa olvidada del cosmos,
en esta habitación de Casa Viamonte.
Nos cuesta sentir en nuestra piel
tanta soledad y tanta urgencia.

VIII.- Carmen XXI

Ordéname este sueño, dulce Clodia,
pues tu inconstancia y tu desdén
aniquilan el deseo del lecho.
Debo confesar que hasta aquí llegamos.
He amado tus vestidos en silencio.
He besado tu desnudez como nadie.
En tu cabellera y en tus ojos, la noche
conquistó las faustas estrellas,
nombres que secretamente
confesamos al oído.
Pero ahora, debo tomar la nave
que me lleva a otra playa distante.
Y no quieres venir.
El engaño o la inconstancia
no son para los amantes que despliegan
la sorda tempestad de lo eterno.
Ni para el poeta que eleva su copa
protegiendo la rosa y los jardines.

(Carlos Penelas, argentino de ascendencia gallega, es escritor y profesor de escritores)
Penelas, Carlos
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