
Cuando encontré un billete de avión entre las páginas del libro bonjour tristesse supe que Françoise Sagan lo había escrito únicamente para mí. Un billete a Italia con un ramo de flores, una gran caja de bombones, lencería fina recién estrenada y la cara lavada de una niña de 19 años que no necesita acicates. Me escapé de casa para encontrarme con Mauro en Roma, la ciudad eterna. Soñaba sólo con estar en sus brazos y que el resto del mundo se olvidara de mí. Sagan, me decía, entre páginas, que el amor era eterno como Roma, en sus líneas me contaba lo contrario. Yo no lo creía. Era imposible que hubiera mezquindad en el amor. En Roma no había nadie esperándome y en mis manos tenía un papel con un teléfono falso. No volví a Roma hasta 50 años después. Allí supe que en ciertos lugares dejamos siempre un poco de nuestra alma. Mis sentimientos y mis llantos volvieron como un boomerang a ahogarme entre las piedras.