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Anónimos con nombre y apellidos

lunes, 02 de julio de 2018
La punta del iceberg, eso es lo que conocemos de la mayoría de las personas que nos rodean. Una pequeña parte de un todo que se encuentra, en su mayoría, sumergido. Compañeros de trabajo, vecinos e incluso familiares con los que nos cruzamos con relativa frecuencia son buena muestra de esta realidad, personas de las que apenas podríamos escribir unas líneas si nos propusiésemos hacerlo. A veces conocemos la mejor cara de esas personas, la que se esfuerzan en mostrar. En otras ocasiones, vemos tan solo aquello que queremos ver, lo que nuestros esquemas mentales nos conducen a ver (travesuras del sistema atencional), o lo que la visión interesada de otros nos sugiere. En todo caso sólo conocemos unas pocas piezas del puzle, lo que en la práctica convierte a esas personas en desconocidos, cercanos desconocidos. Apenas sabemos qué cosas les apasiona hacer o qué es aquello que detestan, qué recuerdan de su infancia y qué preferirían olvidar. Ignoramos en qué piensan los domingos por la tarde, si es que piensan, qué canciones los ablandan o qué nombres de persona, al pronunciarlos, les evocan recuerdos que jamás compartirán. Desconocemos todos esos detalles, y lo mismo les ocurre a ellos con nosotros.

Y sin embargo, a pesar de esa falta de información, a menudo necesitamos situarlos, ponerlos en una categoría, al igual que sucede cuando entramos en una biblioteca; necesitamos saber si el libro que tenemos delante nos “habla” de arte o música, si se está escrito en prosa o en verso… Pero la vida real se parece poco a las bibliotecas, y al carecer de toda esta información tendemos a catalogar a nuestra manera. Lo hacemos a través de etiquetas, pequeños juicios rápidos que hacemos de las demás personas partiendo de la poca información que tenemos de ellos. Como ocurría en aquella novela de Saramago, Ensayo sobre la ceguera, donde el autor decidió no poner nombre a ninguno de sus personajes utilizando en su lugar etiquetas como “el médico” o “la mujer del médico”, nosotros a menudo nos valemos también del recurso de las etiquetas para describir a los anónimos que nos rodean, aunque los nuestros sí tengan nombre y apellidos. Esa etiqueta nos da una “ilusión de conocimiento” que, aunque sesgada, nos tranquiliza.

Sin embargo, a veces el destino, por azar o por venganza, nos pone a prueba dejándonos ver un lado de esa persona anónima que desconocíamos; un gesto amable del que creíamos tosco, un comentario lúcido del que parecía torpe, o una zancadilla del candidato a santo que nos rompe los esquemas. Ese detalle incómodo que nos alerta de que el libro estaba mal catalogado, que debe ser cambiado de sección o que contiene matices que lo hacen inclasificable. Esa revelación que hace que uno se sienta filósofo por un día al confesarse a sí mismo que, respecto a las personas, yo sólo sé que no sé nada.
Riera, Martiño
Riera, Martiño


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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