Allí, desde donde ella estaba agazapada, le llegaba el olor de las rosas. No podía verlas pero las sentía y se las imaginaba. A esa mujer de vida sencilla la habían pinchado varias veces con el tallo de esa flor. El mayor pinchazo lo había sentido con el hijo muerto. Hacía ya muchos años pero la espina se había quedado en su cuerpo. No obstante le bastaba alzar la vista hacia los pétalos rojos para atenuar el dolor pidiéndole a sus otros hijos que se rodearan de personas que les quisieran. Ella lo sabía bien. Su riqueza en vida había sido atesorar ese amor silencioso que mece pero no alborota.

No me la imagino riendo, ni hablando porque nunca oí su voz. Si me la imagino caminando por la vida sin hacer ruido, sin molestar, sin llamar la atención. La veo creando a su alrededor una nube verde de dulzura, de cariño, de humanidad, de consejos inteligentes. Y por eso entre las flores respiré fuerte para que me llegara una pequeña parte de esa nube.
A la mujer la habían llevado al lugar más bonito del mundo, en donde la luna guiñaba un ojo y los árboles susurraban canciones de cuna. No hay mejor lugar para seguir sintiendo el olor de las flores -debió pensar.