Inés siempre olía a sardinas. Las traía a clase rebozadas, fritas y apretadas en su cuaderno de líneas azules. Cuando, a la hora del recreo, se las comía, en su lugar quedaba una mancha de grasa entre las hojas que borraba todas las líneas. Era el momento de poner a secar el

cuaderno al sol para que la capa de grasa se fuera expandiendo por la libreta. Entonces aparecían los mapas del mundo. Jugábamos a descubrir países entre los restos de las sardinas. Nos ayudaba una bola gigante del mundo con los países coloreados que habíamos comprado en la librería. Siempre encontrábamos a Uganda, con forma de avellana, o Hungría que parecía media salchicha. Rodeábamos con un rotulador negro los restos de grasa y nos salía un curioso mapamundi. Se mezclaban países de los cinco continentes: un asiático, al lado de un africano y rodeado por un europeo. A los pocos meses teníamos muchos mundos posibles que guardábamos cuidadosamente en una carpeta. Algún día los visitaríamos todos saltando de un continente a otro según nuestra propia concepción del mundo. A Inés la cambiaron de colegio al año siguiente. Yo, después de 50 años, sigo adorando el olor a sardina frita.