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Los días de esplendor (VII)

lunes, 16 de abril de 2018
En los días de esplendor había un entrañable vecino que todos los domingos, una hora antes de comenzar la misa, pasaba con su cayado de junquillo y su chaqueta de cuero hacia la iglesia parroquial. Allí, en el atrio, los vecinos hacían corro a su alrededor y él comenzaba a contar sus historias. Eran relatos de aventuras de su juventud, de cuando salía de parranda en su flamante caballo, relatos alucinantes más cerca de la ficción que de la realidad, porque aquel hombre era un extraordinario narrador, un gran fabulador que, en una especie de realismo mágico, mezclaba la realidad con la fantasía al igual que Álvaro Cunqueiro o Gabriel García Márquez.

Sus historias eran exageradas e increíbles, pero él era consciente de ello. En un alarde de imaginación les añadía lo que le faltaba a la realidad y así el resultado final eran historias fantásticas. En uno de sus relatos más conocidos contaba que en el canal de entrada de agua a un molino había tantas anguilas que un día se atascaron y tuvieron que estar tres hombres, tres días, con tres tridentes, desatascando el canal. También contaba que una noche oscura, viniendo de la costa, se perdió y estuvo toda la noche andando y durmiendo a la vez; de tanto andar se gastó completamente la suela de los zapatos y se despertó cuando ya estaba llegando a su casa.

Cuando labraba sus tierras, a menudo se paraba a descansar y se acercaba a la barrica que tenían en una bodega a alegrarse la vida con buenos tragos de vino. Tenía una gran amistad con un primo suyo y, aunque pasaban mucho tiempo juntos, con frecuencia se reían uno del otro por su mutua afición al vino; pero había otro vecino que les superaba a ambos en ese menester y, cada vez que se echaba un trago, alardeaba de que a sus dos vecinos les hacía daño el vino pero a él no.

El vecino entrañable, que fue uno de los personajes de la patria de mi infancia en los días de esplendor, vivía en una casa grande, tenía muchas tierras y praderas, dos cabañas, una forja donde pasaba los momentos más felices y un bandoneón que nunca había aprendido a tocar. Al llegar a la vejez, solía filosofar: “La vida del hombre es muy corta, no le da tiempo ni de hacer una cabaña”.
Paz Palmeiro, Antonio
Paz Palmeiro, Antonio


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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