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La etapa más dura

viernes, 31 de agosto de 2007
Detuvo el paso cuando divisó la cruz de piedra que señalaba la proximidad de la posada y se preguntó si la escena volvería a repetirse una vez más. Todo aquello no tenía lógica y por más que lo había razonado consigo misma no fue capaz de encontrarle una explicación coherente. Sintió la tentación de dar la vuelta, desistir del viaje y regresar a la rutina de cada día, las amigas, las copas, el aburrimiento. Pero la jornada, a pesar del cansancio, había merecido la pena y pensó que, si le tocaba repetirla de nuevo, no le iba a importar demasiado.

Se había pasado el año preparando la peregrinación a Compostela con su compañera de trabajo. En el último momento, el esguince desafortunado de su colega la puso en el brete de tener que decidir entre posponer la aventura un año más, hasta las siguientes vacaciones, o bien emprender el camino ella sola. Pero había sido tanto el entusiasmo vertido en los preparativos que no dudó un momento en enfrentarse a la aventura en solitario –nadie está realmente solo en el camino de Compostela- prometiéndole a su compañera repetir con ella la experiencia, de nuevo, al año siguiente.

A lo mejor, tenía algo que ver el hecho de haberse pasado la noche prácticamente en vela con la emoción de iniciar el camino; puede que, al final, todo aquello no fuera más que una ensoñación matinal, un estado de duermevela. O tal vez era algo más profundo; uno de esos fenómenos que ocurren sin que jamás se les pueda atribuir una razón lógica. En todo caso, ahora que, al fin, había arrancado, tampoco quería darle más vueltas al asunto.

Cuando se puso en marcha la primera, tras calzarse las gruesas botas nuevas, cargar la mochila a la espalda y empuñar el bordón, aún no había amanecido. Recordaba haber comenzado la caminata en plena oscuridad, consciente de cada uno de los pasos, acera adelante. Las botas pesaban y resonaban contra el adoquinado con chasquidos de metal y así, paso a paso, había ido dejando atrás las calles mientras se acercaba a los límites de la ciudad. Luego, echó a andar carretera adelante hasta dar con el primer enlace que la condujo al camino de los peregrinos.

En cuanto los primeros rayos de sol se asomaron por su espalda, había extraído el mapa del bolsillo exterior de la mochila y lo había abierto teniendo buen cuidado de orientarlo correctamente: el borde derecho del mapa hacia la luz naciente de modo que tanto el camino verdadero como el trazado sobre el papel extendían ante ella los mismos quiebros sinuosos. Luego, había tomado su libreta de anotaciones para cotejar con el mapa los posibles lugares de descanso y refresco. Había repasado los cálculos de distancias y tiempos, las curvas de nivel y los llanos y, una vez comprobado que todo concordaba, había proseguido la marcha hacia su primer punto de parada.

La jornada había ido transcurriendo según lo previsto. Ella comprobaba cada rótulo de pueblo, cada nombre de río, en su mapa y en su libreta; consultaba el reloj a cada rato y ajustaba el ritmo de su marcha a los tiempos programados en su cuaderno. A veces, otros peregrinos la adelantaban o era ella la que superaba a algún otro caminante pero había caminado tan ensimismada en sus cálculos que ni se había percatado de la existencia de la gente a su alrededor.

Al atardecer, había avistado la cruz de piedra que anunciaba la proximidad del albergue donde había programado pasar la noche. Se aseguró, una vez más, de que los cálculos encajaban y apuró el paso para llegar cuanto antes y conseguir una cama en la que reposar tras la ardua jornada. Había sido en ese momento cuando el anciano peregrino sentado en la base de la cruz le dirigió la palabra.

- Buenas tardes, joven . ¿Qué tal ha ido tu etapa?
- Todo según lo previsto -ella había mostrado su libreta con gesto triunfante-. He cubierto mis treinta kilómetros en el tiempo correspondiente y ahora voy a reservar mi plaza en el albergue para descansar.
- Estupendo -le había replicado el viejo con un gesto divertido-. Pero no te pregunto por números y marcas sino por “tu” etapa.

Ella se había quedado pensativa. El énfasis en el “tu” le había sonado a algo mucho más íntimo y profundo que la simple mecánica de una caminata regulada por trayectos marcados y horarios estipulados.

- Bueno -había empezado a decir ella-, primero he tomado dirección norte durante veinte minutos; luego he seguido la ruta hacia el oeste durante dos horas con una primera parada de quince minutos en la Fuente del Caño y luego...

Recordaba el gesto compasivo del anciano peregrino meneando la cabeza con aire triste mientras atendía a todo su relatorio. Al final, el hombre le había dicho simplemente:

- Bien, amiga mía; el caso es que todavía no has cubierto “tu” etapa.

Y entonces ella se había despertado en su cama, en su casa, en su ciudad. Junto al lecho, la mochila y el bordón y, a los pies de la cama, bien emparejadas, las botas para el camino. Miró el despertador: era la hora fijada para ponerse en marcha. Saltó de la cama y comenzó a prepararse para el viaje.

Todo aquello hubiera pasado por un sueño chocante si no fuera porque, al calzarse, comprobó que las botas ya habían sido usadas; los pliegues, las arrugas y el ligero desgaste del talón evidenciaban ya una buena caminata. También el bordón ofrecía un tacto suave en el punto de agarre; la madera estaba pulida por el roce de la mano y, en cuanto a la mochila, se adaptaba a la espalda de un modo sospechosamente cómodo, como si hubiera sido llevada a cuestas durante una larga jornada.

Sin saber muy bien qué pensar de aquel sueño tan vívido, se había puesto de nuevo en marcha. Esta vez, había caminado pensativa toda la jornada, ensimismada, dándole vueltas al posible sentido de su visión. La expresión “’tu’ etapa” se había convertido en una especie de obsesión que la abrumaba y, así, pronto empezó a notar el cansancio del camino.

Al atardecer había llegado a la cruz de piedra que señala la proximidad del albergue. No se sorprendió mucho cuando el veterano peregrino se levantó para saludarla.

- Buenas tardes, joven -los ojos del hombre brillaban con un toque de malicia- ¿Cómo ha ido tu etapa?

Ella se encogió de hombros cuando respondió:

- Me duelen los pies de tanto caminar, me zumba la cabeza de tanto pensar, no siento la espalda de tanto cargar la mochila...
- No, no, hija mía; esos son tus pesares pero no “tu” etapa.

Cuando se despertó -de nuevo- en su propia cama, comprobó que las botas estaban un poco más gastadas, el bordón un poco más pulido y la mochila un poco más sobada. Se preguntaba qué sentido podía tener todo aquella extraña pesadilla que estaba viviendo pero, echó mano de su buen ánimo y, una vez más, se dispuso a emprender la marcha para intentar cubrir -por tercera vez- la primera etapa de su peregrinaje.

Y la verdad es que hasta aquel momento todo había transcurrido a las mil maravillas: por la mañana, la había sorprendido el variado canto de los pájaros antes de la salida del sol, se había maravillado con las infinitas tonalidades del amanecer y había percibido, extasiada, el aroma de la hierba y de las flores. A lo largo de la jornada, se había ido encontrando con diversos compañeros de viaje y había respondido a todos los saludos; a veces, se esforzaba en alcanzar a los más adelantados y, a veces, se molestaba en aguardar a los rezagados. Había compartido almuerzos y cantimploras, aprendido canciones extranjeras y enseñado coplas de su tierra.

Y, así, sin darse cuenta, había llegado -una vez más- al pie de la cruz de piedra que señala la proximidad de la posada.

Titubeó un instante al encontrarse con la mirada serena del anciano que le tendía una cantimplora pero era tanta la felicidad que había recolectado en aquella jornada que la posibilidad de tener que repetirla de nuevo no le preocupaba en absoluto. Por eso, esta vez no esperó a que el viejo peregrino le dirigiera su pregunta sino que dejó la mochila en el suelo y fue a sentarse junto a él:

- ¿Y tú cómo llevas tu camino, amigo? –tomó un largo trago de la cantimplora que le tendía el peregrino y se secó con el dorso de la mano- ¿Es que nunca sales de este sitio? Si necesitas compañía, yo puedo marchar contigo mañana y ayudarte en los tramos más duros.

El viejo peregrino sonrió mientras volvía a guardar la cantimplora en su macuto:

- Hoy sí que has cubierto “tu” etapa; ahora ya estás en el camino...


Álvarez, Ramiro J.
Álvarez, Ramiro J.


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