Las manos rugosas y un silencio constante. Con sólo esas palabras se definía. Había cruzado por el mundo como un suspiro, sin hacer ruido, intentando pasar desapercibida. Era una mujer de rutinas: la leche, el

pan negro, la verdura de la huerta, la loza sucia, los calcetines mojados, el tendal, las gallinas, el cerdo. Pocas palabras más necesitaba para definir su mundo. No existía ni el descanso ni el rencor, nunca hablaba de deseo, de aspiraciones, de cambio. Su vida estaba escrita, no se había casado ni había tenido hijos, quizás se había enamorado en secreto, quizás, durante el trabajo en la huerta, observaba el humo de la chimenea de otro hogar. Un día contó que nunca había visto el mar. -Está demasiado lejos, decía- detrás de esa montaña. No lo añoraba porque no lo conocía. Si conocía el frio y la niebla matinal. Era una experta en abrazar tras una caída tonta, y en hacer pasteles para alegrar a la niña caprichosa. Una pompa de jabón se la llevó de repente, volando hacia el cielo. Eso le dijeron a la niña cuando pidió explicaciones de su ausencia. Nunca volvió a caerse pero empezó a desear poder volar.