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Disfrute y analogía

viernes, 24 de noviembre de 2017
Disfrute y analoga Llegó a mis manos un excelente estudio biográfico de Luigi Pirandello, uno de mis admirados maestros, a cuya obra me introdujera don Alfredo Piola, hace medio siglo. El autor, Andrea Camilleri, escritor, escenógrafo y director de teatro, nacido en Puerto Empédocles, Sicilia, en 1925 -coterráneo del dramaturgo y narrador italiano, Premio Nobel 1934- ha escrito esta especie de novela iniciática, derrochando conocimientos acerca de su maestro, gracias también al amor y a la admiración que le profesara. Una delicia de texto, puedo afirmarlo.

El padre del eximio Pirandello, de nombre Stefano, fue un industrioso siciliano, de carácter fuerte y corajudo, al contrario de su hijo, futuro intelectual, Luigi, que nació sietemesino, creciendo acomplejado bajo la sombra colosal de ese padre dominante y fiero que le inhibía, sobre todo en sus inclinaciones artísticas. Caso algo común y muchas veces compartido, en parecidas circunstancias, por uno que otro protagonista anónimo.

De esta feliz lectura, llena de fina ironía, característica de los sicilianos de buena cepa, extraigo para ti -querido lector- una historia que complemento con otra mía, aun a riesgo de incurrir en esa auto-referencia que suelen criticarme. La narración de Camilleri va en cursiva, como corresponde cuando se utiliza citas ajenas, asunto que algunos omiten u olvidan, arrogándose lo que jamás podrían pergeñar de mutuo proprio.

“Un día, a la sagrada hora de la siesta, agotado por la jornada matinal, don Stefano Pirandello no logra dormir, porque las campanas de la vecina parroquia de San Pietro repican sin cesar, con ocasión de una fiesta religiosa. Don Stefano se revuelve en la cama, de un lado para otro, cada vez más encolerizado y nervioso.

“Llega un momento en que se siente enloquecer, pega un salto de la cama, agarra la carabina, sube en calzoncillos, tal y como está, a la terraza y desde allí, dado que era hombre de gatillo fácil, dispara dos tiros contra las campanas. De las tres sonoras, le dio a la de la derecha, desprendiéndola de su amarra y provocando su estruendosa caída sobre el atrio del templo".

“Todos los parroquianos, congregados por la festividad frente a la iglesia, se alzaron tumultuosamente, furibundos, contra el sacrilegio. Y fue en verdad una gracia de Dios que el párroco, el padre Sparma, consiguiera impedir, con su autoridad incuestionable, la violencia de los fieles que se abatiría sobre la casa de los Pirandello Ricci. Hay un precio por la tregua: don Stefano pagará por una campana nueva, promesa cumplida una semana después, bajo el honor siciliano”.
(Hasta aquí Camilleri).

Mi padre gallego era de hábitos cumplidos. Levantada temprana, a las 6:00 en punto; siesta de una hora después del almuerzo; lectura de 9;00 a 11:00 PM y luego, el sagrado y prescrito reposo nocturno.

Nuestro hogar materno se levantaba en medio de una quinta de más de media hectárea, así es que no teníamos vecinos muy contiguos. No obstante, en la casa que colindaba con el límite norte de la propiedad, se instaló un club social, donde los viernes y sábado solían celebrarse reuniones del Rotary, Bomberos, Club de Leones y otras entidades de sociabilidad fiestera, pero aquellos jolgorios no constituían mayor molestia auditiva, porque una ringlera de pinos amortiguaba el ruido ambiental.

Una noche de invierno, hará seis décadas, estaba programada una cena bailable de autoridades edilicias y corporativas de nuestra populosa comuna. Don Adolfo Garín, concesionario del club, instaló un gran parlante, orientado justo hacia la ventana del dormitorio de Cándido gallego. A partir de las 10:00 P.M., la música alternada de sambas, boleros y blues atronaba más que en otras ocasiones. Mi padre cogió el teléfono y escuchamos que decía:

-Señor Garín, ha ubicado usted un parlante que da a la ventana de mi pieza… Sí, entiendo, pero le pido que cambie la orientación, porque yo me acuesto a las once de la noche y el ruido me impedirá dormir...
-Es que yo tengo la autorización correspondiente para los parlantes y la música, hasta las 2:00 de la madrugada –habría respondido el regente.
–Así será –le retrucó mi padre-, pero usted me saca esa bocina ahora mismo o yo se la bajo de un tiro.
-Usted no puede hacer eso, don Cándido, porque incurriría en un grave delito.

A las 11:05 P.M., mi padre extrajo la escopeta calibre 12 y disparó. Los sones musicales se diluyeron en lamentos de agonía progresiva… Se escucharon gritos, exclamaciones, improperios. Diez minutos más tarde, la campanilla de la entrada anunció intempestiva visita. Era Adolfo Garín, acompañado de dos policías. Mi padre abrió la verja, enfrentándoles.
-Don Cándido –dijo el sargento, con respetuosa familiaridad… -¿Es efectivo que ha disparado usted contra el Club?
-No, yo disparé contra un parlante que no me dejaba dormir.
-Usted no puede hacer eso… Tendrá que acompañarnos a la comisaría.

Al día siguiente, el concesionario acudió a conversar con Cándido gallego. Venía en plan conciliador. Aceptaría las disculpas del caso y retiraría la denuncia, comprometiéndose a dar a sus bocinas expansivas una orientación que no perturbara al colérico vecino, con la salvedad de que éste debía pagar los destrozos ocasionados. Mi padre fue tajante.
-Señor Garín, no le pagaré a usted nada… Y la próxima vez, el tiro no irá contra el parlante, sépalo bien. ¡Buenas tardes!

Al revés de Stefano Pirandello, en el caso de mi padre no hubo compensación de estropicios. Es que en nuestra comuna de La Cisterna nadie se rigió nunca por los códigos de honor sicilianos. Por otra parte, es bueno tener en cuenta que sigue siendo menos riesgoso disparar contra un club social que contra un campanario.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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