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Señor, sálvame

domingo, 13 de agosto de 2017
Esas palabras –“Señor, sálvame”- resuenan de muchas maneras en la vida de un creyente.
Pedro las gritó llorando mientras se hundía en su mar de negaciones.
Yo las he gritado tantas veces que he perdido la cuenta de mis naufragios.

Mi fe es siempre demasiado pequeña para impedir que me hunda, pero es suficiente, Señor, para que aún te llame cuando empiezo a hundirme.

Al oír el evangelio de este día, no es el grito de Pedro lo que oigo, no es tampoco el mío: es el grito de los pobres, de los arrojados al mar por la codicia de unos, la legalidad de otros, la indiferencia de todos.

Hoy, dentro de mí, el evangelio no evoca el mar de Galilea, ni la imagen entrañable del mar de Arousa que me vio nacer, sino que evoca aguas que son de muerte para una humanidad sacudida por las olas de la desesperación.

Miles de manos tendidas en busca de pan, miles de miradas clavadas en la mía en busca de piedad, miles de palabras de humildes cuentacuentos, miles de esperanzas concentradas en una súplica, eso evoca hoy en mí el relato evangélico, eso entiendo que es un sencillo, creyente y sobreentendido: “Señor, sálvame”.

Entonces recuerdo, necesito recordarlo, cuántas veces has extendido tu mano, me has agarrado y de nuevo me has subido contigo a la barca. Y me asombro de que hoy seas tú el que tiende la mano para que yo te agarre, para que yo te dé esperanza, para que yo te suba a la barca y puedas vivir.

Hoy a la Eucaristía llevaremos nuestro grito y nuestro amor. Y volveremos a agarrarnos fuertemente: asombrado tú de mi poca fe, asombrado yo de poder amarte en tu cuerpo, en tu Iglesia, en tus pobres.

Yo sé que mañana sólo me preguntarás: “¿Me amas?”

En el día de Santa Clara: ¡Señor, llévame contigo!

Voy a imaginar por un momento dirigida a todos los fieles aquella carta –la cuarta- que Clara de Asís dirigió a Inés de Praga:

“Ahora, al escribir a tu caridad, salto de gozo y exulto contigo con el gozo del espíritu, porque tú, esposa de Cristo, renunciando a todas las vanidades de este mundo, te has desposado admirablemente… con el cordero inmaculado, que quita los pecados del mundo.

Dichosa, en verdad, aquella a la que se le ha dado gozar de este sagrado banquete, y apegarse con todas las fibras del corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, cuyo amor enamora, cuya contemplación reanima, cuya benignidad llena, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo ilumina suavemente, cuyo perfume hará revivir a los muertos, cuya visión gloriosa hará dichosos a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial”.

Más que estar en las palabras del mensaje, Cristo es el mensaje, y está en Clara que lo envía, y está en Inés que lo recibe.

Asociados a la presencia de Cristo que todo lo envuelve y todo lo penetra, aparecen la danza y el gozo.

De Cristo se siente el amor, la benignidad, la suavidad, el perfume.

Su contemplación, reanima; su recuerdo, ilumina… su visión gloriosa será el cielo de los bienaventurados.

Ahora, la hermana Clara escribe:
“Mira diariamente este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo y observa constantemente en él tu rostro, para que puedas así engalanarte toda entera, interior y exteriormente, envuelta y ceñida con variedad de galas, y adornada, como corresponde a la hija y esposa amadísima del Rey sumo, con las flores y los vestidos de todas las virtudes”.

Cristo Jesús es el espejo en el que la esposa se ha de mirar; él es el ejemplo que la esposa ha de imitar.

Y se nos invita a contemplar con la gracia de Dios “la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad” que resplandecen en todo el espejo, es decir, en toda la vida de Jesús de Nazaret.

No podré seguir a Jesús si no me miro en Jesús.

Tarea de toda la vida para los fieles es hacer posible un «sí» de corazón a Jesús de Nazaret.
Y también eso intentamos decir cuando pedimos: ¡Señor, Llévame contigo!
Agrelo, Santiago
Agrelo, Santiago


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