Aún recuerdo la emoción que me produzco esta primavera ver por primera vez las procesiones de Semana Santa en Andalucía, con los pasos saliendo de la catedral y recorriendo las calles durante varios días en medio de un inmenso gentío, y el obispo contemplando los pasos desde el balcón del palacio episcopal.
Las procesiones son un acto religioso y a la vez festivo, social y artístico que los participantes se toman muy en serio; como tiene que ser. El fervor religioso que pueda tener la gente en estos actos es otro tema y no es el momento ni me corresponde a mi decir nada al respecto.
Me llamó la atención la perfección de las imágenes de los pasos, auténticas obras maestras dignas de Francisco Salzillo, la extraordinaria música y redoble de tambores de las bandas, la habilidad de los costaleros, el canto de saetas y lo elegantemente vestida que iba la gente. Algo así como un retorno a la belleza clásica.

Por ello he pensado que, con el tiempo que llevamos inmersos en la cultura del rock, del cubismo y de la escultura abstracta, algo que, después de tantos años ha perdido modernidad y ya empieza a ser decadente, estos actos religiosos, a pesar de su antigüedad, son como un soplo de aire fresco y un retorno a la belleza de siempre, porque nos permiten admirar la perfección escultórica de las imágenes, la buena música de las bandas y, en contraste con la estética imperante del "piercing" y los pantalones rotos, durante unos días ver a la gente vestida con sus mejores ropas.