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El trabajo y los dones

miércoles, 24 de mayo de 2017
"Por la atmósfera esparce sus fecundos olores una lluvia de axilas...", canta el poeta Miguel Hernández, elogiando el trabajo en su húmedo signo; agua fecunda que va y viene de la tierra a los hombres, para vestirlos con "una blusa silenciosa y dorada".

De ese aroma viril sabíamos en casa. Mi padre lo repartía. Al regresar de sus labores en el huerto, los fines de semana, mezclándolo con otros olores asociados al pan, al vino, al amor... Y aun cuando arribara de la fábrica, en el rito diario de tantos años, podíamos sentir, entre jabón y agua de colonia, aquel perfume espeso y primigenio que su piel prodigaba, y que él parecía recuperar de su antiguo oficio de labrador.

-Arriba flojos, es una cochinada estar acostados a esta hora...
Las ropas caían al pie de la cama, y era preciso levantarse no más allá de las ocho, aunque fuera sábado o domingo. En seguida, el reparto de tareas en la quinta: alimentar gallinas, gansos, patos, cerdos y perros; aporcar la tierra, desmalezar, ir por el agua de riego, limpiar cauces y defender de otros regantes las breves horas de uso asignado. (Toño era el único que se sustraía a esa servidumbre, aduciendo la urgencia de sus estudios).

No nos gustaba aquello. Hijos de la pequeña burguesía, chilenos de clase media, teníamos necesidades y expectativas muy distintas a ese quehacer agrario que era apenas nostalgia irremediable.

Mi padre luchaba contra aquel rebelde mestizaje, donde su origen parecía perder la partida, procurando hacernos apreciar el trabajo físico, goce de tierra húmeda en las manos, aire de fríos amaneceres que evocaban la aldea gallega, ese mundo extraviado en sueños remotos que él pugnaba por recuperar.

Sin embargo, en algunos de nosotros fue afincándose aquella enseñanza primitiva y, al filo de la edad madura, comenzaríamos a gustar el placer del esfuerzo, más allá de juegos y deportes practicados asiduamente en torno a la casa.

Un llamado hondo apremiaba los músculos; una poderosa energía hacia irrupción en los miembros, exigiendo su alta cuota de movimiento para volcarla en la superficie salobre y agraria. Nos planteábamos desafíos de resistencia y rapidez: arar con una simple azada los camellones de la pequeña viña; delinear surcos de sementeras y huertos; desbrozar bordes de acequias y senderos; realizar en tiempo récord la poda de parras y frutales.

Cada año, al llegar el invierno, se mataba dos cerdos en engorda. El día elegido era un sábado. Muy temprano, se iniciaban los preparativos. Atilio lucía su destreza con el cuchillo del sacrificio. Había que introducir la filosa hoja por la base inferior del cuello, con certera hendidura que culminara en el centro del corazón; de este modo, toda la sangre del animal fluía en los recipientes, para procurar la sustanciosa materia de las morcillas. Papá y Tía Alicia se encargaban de la elaboración de los embutidos, seleccionaban cortes adecuados, separando distintos tipos y calidades de carne, dejando a Tía Naulina el posterior aprovechamiento de perniles y lacones; se aderezaba los anchos jamones ahumados que decorarían la despensa con incitantes formas perladas de sal, junto a ristras de encarnados chorizos, rajas de tocino y carnosos costillares adobados en ají chileno.

Sudores, respiraciones agitadas, rostros encendidos, eran el preludio del opíparo convite. El tío cura vertía el aguardiente para iniciar los aperitivos, secundado hábilmente por el "padre" Rolando, quien, después de cada libación, exclamaba: -Que se haga la voluntad de Dios... Las primas se arrebolaban bajo nuestras miradas anhelantes y el continuo acoso de los chistes de doble sentido, en los cuales sobresalía la chispa de tía Alicia.

Inaugurábamos el almuerzo con crujientes chicharrones, pan centeno y vino de botija, para continuar con anchos filetes de lomo y papas asadas. La sobremesa se prolonga hasta el atardecer, en medio de risas, chanzas y canciones. -Algo habrá que picar antes de irse a la cama, -sugería Tía Alicia. Al ponerse el sol, dábamos cuenta de un costillar con arroz azafranado y pimentones fritos, mientras el vino prodigaba sus besos dionisiacos por el viejo agasajo de la sencilla abundancia. (Quizá tocábamos reminiscencias de arcaicos rituales, luchando para aplacar en el presente sus secretos apremios).

Indalecio entonaba lánguidas baladas, achispado por las libaciones, levemente melancólico, pero contento de compartir la pródiga mesa que le traía a la memoria bulliciosas alegrías de su tierra catalana, cuando era tiempo de cosechas, y hombres y mujeres resumían en júbilo geórgico el arduo peso de las faenas.

-Pra a mata dos porcos..., decía mi padre, y ya pensábamos en futuras ocasiones memorables del calendario; fechas que eran culminación de meses de pacientes preparativos.

Pero a veces la alegría mostraba su oscuro revés.
Fue en el último año, cuando se vendió la casa-quinta. En el ancho mesón yacía Rasputín, enorme berraco que curvaba tablones con el peso de sus carnes opulentas. Había engendrado bellos y robustos ejemplares. Fiero amador, le teníamos respeto, pero no podíamos eludir su muerte propiciatoria...

Atilio introdujo hasta el mango el largo cuchillo. Rasputín se estremeció en la agonía de un espantoso berrido; tuvimos que emplear todas nuestras fuerzas para inmovilizarlo. Al retirar el arma, nos dimos cuenta que el flujo de sangre era débil y escaso, poco para tan inmenso bruto... Cuando el hilo rojo se interrumpió, agarramos al cerdo de las patas, cola, cabeza y lomo y lo dejamos caer en la artesa colmada de agua hirviente, para concluir la limpieza. Un chapoteo desesperado siguió a esta operación; la artesa se volcó con estrépito. Rasputín se revolvió en supremo espasmo, mientras se enderezaba como un poseso, lanzándose luego en desenfrenada carrera hacia el fondo de la quinta, con los perros acosándole, en atroz barahúnda...

Cayó en la acequia grande, expirando con ronco estertor. Luego de arduos esfuerzos, logramos arrastrarlo hasta el mesón, para continuar la tarea interrumpida, en medio de un silencio cariacontecido.

Aquella fiesta no tuvo la algazara de las anteriores. Algo penoso se había infiltrado en el ambiente. El vino no pudo obrar milagros, y terminamos en el torpe desaliento del alcohol, despidiendo aquellos dones que habíamos aprendido a recibir del recio sudor hermanado a nobles oficios terrestres.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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