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El primo Antonio

viernes, 12 de mayo de 2017
Pedro, escultor, uno de los más jóvenes Torres Laureda, de la familia que vivía entonces, como sabéis, en su casaquinta de la calle Independencia, cerca de El Olivo, cuya bella hermana Elizabeth, Elita casara con el primo Julio, me avisó que
Antonio, el mayor de los García Moure, sufrió recién un derrame cerebral y está en el pabellón de Neurocirugía del Hospital Sótero del Río, camino a Puente Alto.

Esto iba yo reescribiéndolo en el magín, esta mañana de sábado, rumbo al hospital, para visitar al primo Antonio, mientras le veía, con los ojos de la memoria remota, en el patio arbolado de Chacra El Olivo, bajo las floridas acacias de la primavera, un domingo quizá, a comienzos de la década del 50’... Joven veinteañero, alto y apuesto, de hermosas facciones varoniles, cabello trigueño y ojos de un azul profundo, como los de nuestro padre Cándido. De hecho, Toño tenía un gran parecido con ese tío que los hermanos García Moure: Antonio, Julio y Elena, bautizaran como “Tío Canillo”.

Llevé conmigo un libro, para leer en el largo trayecto del Metro, pero no pude hacerlo. Me embargaba una extraña desazón, mezcla de pena y ansiedad, semejante, en cierto sentido, a la expectativa de aquellas mañanas dominicales en que el taxi del Tigre Sorrel, por circunstancias desconocidas, demoraba su llegada a buscarnos, para vivir una maravillosa jornada en la Chacra... Y mi madre me decía, con su habitual serenidad, cálmate, si ya va a venir, ayer hablé con él y se comprometió a llevarnos, no seas impaciente.

Tres cuartos de hora tardé en llegar al hospital; el Tigre Sorrel hacía en el mismo tiempo el recorrido entre la casa de Ñuñoa y la de Vivaceta con El Olivo, donde Antonio, Toño, solía abrirnos el portón, con una sonrisa cálida, pero comedida. Y mientras descendíamos del viejo Ford negro, nos saludaba a cada uno por el apodo, porque todos lo teníamos, incluyendo a nuestros padres, el tío Canillo y la tía Pecha, o por el diminutivo, que en lengua gallega trae la suave atenuación afectiva de la eñe, que nos tocaba a algunos como espontáneo regalo melódico...

Busqué la sala donde estaba Antonio. Una enfermera me cerró el paso, advirtiéndome que faltaban dos horas para el turno reglamentario de visitas. Le dije que era primo del padeciente y venía recién llegando de Buenos Aires, para verle... Toño yacía al fondo de la habitación. A su lado, Claudia, la hija menor, alta y fina, con bellos ojos expresivos y algo velados por la tristeza. Me dejó su lugar junto al enfermo. Antonio me miró, inquisitivo, y noté que el azul de sus ojos se había vuelto de un gris oscuro, y un borde opaco circundaba la córnea con esa inconfundible marca cronológica de la senilidad. Me presenté y esbozó el rictus de una sonrisa... Mundiño, dijo, y pareció alentarlo un hondo suspiro... Me tendió su mano izquierda, de grandes y gruesos dedos. Sí, el parecido ahora era perfecto, como si fuese un retrato redivivo de los últimos años de nuestro padre.

En el patio de la Chacra éramos luego recibidos por tía Naulina, por abuela Elena, tía Alicia, tía Elena... Las mujeres constituían el ánima hospitalaria de la casa, eran el anuncio de los primores sorprendentes de la cocina gallega. Sus saludos traían el acento de la lengua campesina y rumorosa de Galicia, resurgida aquí, en un rincón de la América del Sur. Estaban también la Nena, con sus grandes trenzas doradas, y Julio, airoso mocetón rubio. Nos regalaban a cada uno el saludo y el nombre y el apodo, como rito inolvidable de congratulación.

Desde el fondo del lecho la cabeza del primo Antonio pugna por alzarse hacia mí. Los recuerdos se avivan en el viejo brasero de la memoria... Eugenio estuvo ayer a verme, dice, venía de Salamanca... Eugenito vino, muy cariñoso. Y luego me pregunta por todos los demás: Toño, la Carmenche; sonríe y dice la “reina mora”, Marito, Juan Luis, el “Cavich”, Fernandito, el “Penano”, Beatriz, la “Tatís”... Eran lindos aquellos días de la Chacra... Una vez te pegué un pelotazo en la cara, ¿te acuerdas?

Se ha escrito de esas pichangas memorables, que podían durar un día entero, de los condumios pantagruélicos y las matanzas de puercos y muchas de las aventuras de la infancia... Yo admiraba profundamente al primo Antonio, por su belleza viril, por su inteligencia, que derrochaba en el tablero de ajedrez... Él me instruyó cómo mover cada pieza y aprovechar las facultades de sus desplazamientos. Aprendí las primeras partidas tradicionales y el “mate pastor”, del que fui víctima varias veces. Le vi jugar con padre Cándido, con Julio, con Mañungo, con tío Jorge y con la dulce Carmiña; era imbatible.

-Gracias por venir, vuelve, Edmundito... Y me preguntó por mis libros y le prometí traérselos, aquellos que hablan de la memoria de la tribu que integramos un día los García Moure, los Bordalí Moure, los Díaz Moure, los Moure Oportot, los Moure Navarrete y los Moure Rojas... Claudia me dijo que ella había tenido uno en sus manos... Entonces, apelo a las viejas palabras y a los nombres amados, sobre todo el de Naulina, para que las dulces sílabas abran un poco más la esclusa de la memoria, y Antonio, Toño García, nuestro querido primo, recuerda y pugna por revivir, diciéndome saldré de esta, Edmundito, Mundiño... Por supuesto que sí, le digo, pero tendrás que ponerte al día con los asados y vinos que me debes -que nos debes-, quizá como parte de esa alegría que has escatimado en tu vida solitaria, a causa de algún dolor secreto; no lo sabemos, es misteriosa la vida, primo Antonio, y de pronto nos hacemos viejos sin que nadie nos haya advertido que la miel de los días, el aroma de las frutas, el olor de los besos robados a la adolescencia, las palabras únicas que aprendimos a conjugar en la infancia, desaparecen tras una puerta que un viento aciago clausura, de golpe, para nosotros... -Yo cumplí ochenta y cuatro, nací en 1930... Tienes apenas una década más que yo, primo Antonio.

Regreso algo triste, pero una vieja esperanza me sopla al oído la palabra resurrección, aunque la reemplazo por el verbo gallego “agromar”: estallar, brotar, surgir los renuevos en la primavera. Como fuera cada año, en Chacra “El Olivo”, ¿verdad, primo Antonio?

Camino a la última visita, abordo el tren del Metro hasta Puente Alto, y desde allí, en un microbús, llego hasta la villa de San José de Maipo; son cerca de dos horas de viaje, aliviadas con la posibilidad de la lectura... Luego de ascender -con cierta dificultad, debido al asma que se me ha agudizado en los últimos meses-, camino por un largo callejón que trepa hacia el viejo sanatorio de la montaña, el Hospital San José, donde se recluía, hace un siglo, a los tuberculosos –tísicos, como se les llamaba-, padecientes de aquella terrible enfermedad asociada a los románticos, y llego hasta el pabellón Roosevelt –todo un símbolo para la lucha contra las limitaciones neuromotoras-, donde se acoge a los enfermos bajo tratamiento rehabilitador.

El primo Antonio estaba recostado sobre la cama del fondo, junto a la ventana que mira hacia el monte, amplia vista de árboles frondosos, entre los que sobresalen dos enormes acacias.

-¿Te acuerdas de las acacias de Chacra El Olivo?, le pregunto.
-Claro que sí... Las que rodeaban la glorieta donde los mayores se entreveraban en la brisca, los fines de semana... Sí, este aroma me trae muchos recuerdos.

En tres meses que no le veía, es palpable el deterioro físico del primo Antonio, la acentuada delgadez y el color cerúleo en su rostro aguileño. Pero está lúcido y se anima luego de haberme reconocido. Me coge la mano derecha entre las suyas, agradeciéndome la visita, mientras esboza el rictus afanoso de una sonrisa.

-¿Trajiste tu libro? Léeme, por favor, el capítulo de Los Primos. Me vuelvo hacia el único vecino de cama, un viejo tendido de espaldas, con sondas en la nariz, y le pregunto si no le perturba que lea a viva voz... No, me dice, en un murmullo que es de asentimiento. La Voz de la Casa vuelve a oficiar el relato de nuestras generaciones por el sencillo rito de las palabras.
A medida que transcurre la narración, con el rabillo del ojo observo la expresión del primo Antonio... Está emocionado y sus ojos se humedecen levemente. Suspira y vuelve el rostro hacia la ventana, haciéndome un ademán para que continúe leyendo. Hay una breve pausa en la que el primo Antonio mueve sus manos en ademán resignado. El compañero de pieza deja escapar un suspiro.

-Qué bien lo pasábamos en esas reuniones en la Chacra... De eso no queda nada, todo fue vendido para construir nuevas poblaciones, ¿verdad?
-Sólo permanece la vieja araucaria del pozo, primo... Cuando pasas por Vivaceta, a la altura de calle El Olivo, aún puedes ver los grandes copos verde oscuro del espinudo follaje.

El primo Antonio desteje los recuerdos en el ovillo remoto de la memoria.

-Yo compartía la pieza con el abuelo Cándido. Tenía entonces quince años y por las noches me hablaba de su Galicia natal, de la villa de Chantada, donde él tenía muchos amigos para compartir las tertulias y el tute... De madrugada, caminábamos hacia el cerro de Renca, él con su escopeta del 16, yo con mi honda pajarera. A menudo yo le advertía la presencia de las aves. Era certero, de un tiro limpio las derribaba... A veces abatía especies no comestibles, quizá por puro gusto de cazarlas.

-No conocí al abuelo Cándido. Murió cuando yo tenía cinco años, así es que apenas recuerdo su maciza figura, en la puerta de la galería de Chacra El Olivo... He escuchado comentarios negativos sobre él...

-De los que no le conocieron. Es fácil hablar de los otros y contar historias a base de nuestro egoísmo... Antes que te marches, te contaré una historia que me relató el abuelo Cándido:

EL LOBO DE VILAQUINTE
“-...Solo porque ustedes, Antonio, Julio y Elena, son mis nietos, les contaré la historia del cachorro de lobo que recogí, allá, en la aldea de Santa María de Vilaquinte...

“-Yo tenía entonces tu edad, Antonio, diez años, aunque debía cumplir mi labor de pegoreiro, pastor de ovejas, sacándolas a diario, de lunes a domingo, porque ellas no saben de feriados ni de días de descanso, para llevarlas a pastar al monte y luego traerlas a la majada, cuando cae la tarde y las primeras sombras anuncian el crepúsculo.

“-No, a tu abuela no le agradan estas historias mías, pues ella fue criada aquí, en la gran ciudad, como una señorita de familia bien, y ese mundo aldeano le resulta muy ajeno; además, dice que yo invento cosas, quizá porque no sabe que reconstruir la memoria remota es siempre fabular, pues los recuerdos son como el agua que escurre entre los dedos...

“-Abuelo, no se vaya por las ramas y cuéntenos de una vez la historia, mire que luego se aburre mi hermana Elena.

“-No, yo no me aburro; eso te pasa a ti, Antonio, que solo piensas en jugar al ajedrez, o a Julio, ansioso por escuchar el fútbol por la radio.

“-Calma, calma niños. Prosigo con la historia: Una tarde brumosa de mayo, mientras buscaba escarabajos en el monte y las ovejas pacían a su antojo, escuché débiles gemidos provenientes del bosque cercano. Caminé, provisto del palo que me servía de apoyo y corrector de las ovejas ariscas, hacia el lugar donde ubicaba aquel ruido persistente... ¡Oh sorpresa! Bajo un árbol derribado, en una especie de guarida que apestaba a orines y a pelambrera sucia, había un cachorro, un lobezno
de color café rojizo que tiritaba, con sus ojos desorbitados por el miedo y el abandono. Observé el contorno con precaución, porque la loba podía estar cerca...

“-Claro, abuelo, la madre no abandona así no más a sus cachorros.

“-Llevas razón, Nena... Pero el pequeño estaba solo y la loba pudo haber sido abatida por campesinos de la aldea, dos días atrás, después que matara al ternero de Juan y María, paisanos nuestros más pobres, que apenas poseían una vaca y un viejo caballo de tiro. El lobo -o la loba-, habría herido también a la vaca lechera en los ijares, tal vez cuando ésta protegiera a su becerro...

Juan disparó dos veces su escopeta, pero la fiera desapareció en el monte, mientras una partida de hombres se alistaba para darle caza.

“-Bueno, abuelo, ¿y qué pasó con el cachorro?

“-Paciencia, Toño, deja fluir la historia que todo lleva y trae su tiempo... Cogí al cachorro y lo acomodé en mi zamarra. Me percaté de que el crepúsculo se precipitaba hacia la noche. Reuní al piño de ovejas y apuré el paso; eran cuatro kilómetros hasta la casa, poco menos de una legua según la medida aldeana. Media hora más tarde se dejó caer una intensa lluvia, acompañada de truenos y relámpagos. Tras la ladera del cerro, en el último recodo, divisé las luces mortecinas del lar. Duque, nuestro perro guardián, comenzó a ladrar, enloquecido, pugnando por deshacerse de la soga que le ataba a la base de la noria. Mi padre asomó su alta figura en la puerta, mientras su voz tronaba: -“Manda carallo, ¿son horas de llegar con las ovejas?” Y mientras el piño entraba en el corral, él las iba contando, una a una. Cuando la última lanuda hubo desaparecido tras el portalón, mi padre rugió: -“Aquí falta un cordero... Lo perdiste en el monte, cabrón”.

“-Me cogió por el cuello de la zamarra. El lobezno cayó al suelo, con un aullido sordo.

–“¿Qué es esto? ¡Pero tú estás loco, langrán, perdiste un cordero y nos traes un lobo!”. Su enorme mano se abatió sobre mi cabeza, lanzándome al suelo. Mi madre se reunió con nosotros, alarmada por los gritos.

–“No lo golpees, hombre... Déjalo ya”...

“-Abuelo, ¿estás llorando?

“-No es nada, Nena... Son los ojos que me arden un poco.

“-Sigue, abuelo... ¿Qué pasó con el lobezno?

“-Después de una ardua discusión, nos quedamos con el cachorro. Lo criamos como a un perro y él se dejó domesticar sin problemas. Mi padre lo bautizó con el nombre de “Lóstrego”, que en lengua gallega significa relámpago. Nunca se hizo amigo de Duque, nuestro can; quizá éste desconfiaba, instintivamente, del lobo...
Las dificultades surgieron con los vecinos de la aldea, porque Lóstrego, fiel a su condición, aullaba por las noches, sobre todo cuando había luna llena... Vino a vernos el alcalde del pueblo y pidió a mi padre que se deshiciera del lobo, llevándolo lejos, a la zona montañosa donde habitaban sus pares. Mi padre se opuso, porque los lobos de la manada lo matarían. Era asunto complicado haber asumido aquella nueva identidad canina.

“-¿Y qué pasó entonces, abuelo?

“-Un domingo, en que había feria en la vecina aldea mayor de Erbedeiro, preparamos la carreta y partimos de madrugada, llevando parte de nuestra cosecha para venderla allí... Mi padre encerró a Lóstrego en la palleira, sí, en el granero, y dejó amarrado a Duque junto al fogón, para que cuidara la casa de posibles intrusos.

“-Esas ferias, abuelo, ¿eran como las que tenemos en el barrio cada sábado?

“-Algo distintas, Nena; eran puntos de encuentro de los campesinos que vendían sus productos y animales. Se comía y bebía, se bailaba, pues la feria era también sinónimo de fiesta agraria... Había gaiteros, bandas de música, acordeones y guitarras.

“-¿Y tú, tocabas la gaita?

“-No, yo siempre fui muy desafinado...

“-Abuelo, termina por favor con la historia.

“-Vale, Toño, aquí remato. Regresamos al anochecer. No escuchamos los ladridos de Duque. Al llegar al portal oímos un ronco y permanente gemido. Mi padre abrió la puerta e iluminó la estancia con su lámpara de kerosén. Duque temblaba y gemía, aterrado. De súbito, mi madre gritó: -“Manuel, han derribado la puerta de la palleira”. Mi padre corrió hacia allá y yo le seguí, angustiado. Sobre la paja ensangrentada yacía el lustroso cuerpo del lobo, acribillado por tiros de escopeta.

“-¡Qué pena, abuelo... qué pena más grande!

“-No llores, Elena, Nena... es solo un viejo y penoso recuerdo... Nunca supimos quién o quiénes ultimaron a Lóstrego. Sospechamos de varios vecinos, incluso del alcalde, que era un cacique autoritario e implacable, pero en aquel ambiente era imposible averiguarlo... Ahora, cuando escucho aullar a los perros, me viene a la memoria la soberbia estampa de aquel lobo al que quise como a uno más de la casa.

“-La próxima vez, abuelo, nos cuentas una historia más alegre, por favor...

“-Así será, Antonio, Toño... aunque cuando el emigrante se hace viejo no es fácil rescatar de la memoria los recuerdos felices”.

Se cumple el horario de visitas. Toño García Moure se ve cansado. Me despido. Su ancha mano derecha, que ha recuperado la movilidad, coge mi brazo, agradeciéndome la breve compañía.

-Volveré pronto -le digo-, quizá el domingo que viene.

Es la misma despedida de cuando nos marchábamos de la Chacra, hasta que ya no quedó nada de esos patios sembrados con la nieve que formaban los copos aromáticos de las acacias. Desde la puerta hago volar el gesto de un beso...

Aburiño, pronuncio, como dicen los gallegos en su propia versión cariñosa del adiós.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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