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Los Primos

miércoles, 26 de abril de 2017
Julio

Julio es alto y corpulento, de ojos muy azules -como los de Papá y Tía Naulina-. Es un agresivo mocetón que despliega su poderosa vitalidad para dominar al resto de los primos, incluso a Antonio, el mayor de todos, algo tímido e indeciso, pese a su recia contextura y a una inteligencia que sobresale, cuando juega al ajedrez con los mayores. Pero Julio ejerce sobre los menores una particular fascinación, porque es simpático, agudo e irónico, ocurrente instigador de las mejores y más cáusticas fechorías.

(Llegamos temprano, el domingo, mis padres y los ocho hermanos; unos en micro y los demás en el amplio taxi de "Tigre" Sorrel, el famoso alero derecho de Colo-Colo, cuya compañía constituye el mayor de los honores y un anticipo de lo que será el memorable partido de fútbol que jugaremos en la cancha predilecta...).

-Edmundito, usted se me pone al arco, y sin mariconadas ataje lo que venga; Sergio adelante, de "lauchero" y sin comerse la pelota el huevón; Manolo atrás, en la defensa, que pase la pelota pero no el jugador, duro a las canillas carajo; Tonito, usted maneje el juego como sabe hacerlo; Mario y Eugenio adelante, y el primero que alegue, para afuera... El Penano y el Coipo no entran, son muy chicos y no quiero problemas con los viejos; Antonio, ponte al lado izquierdo, y si no te gusta no juegas... Listo cabritos, yo hago la media cancha con Toñito; al toque mis leones, a pisarla...

(En la terraza, los mayores se entreveraban en reñidas competencias de "julepe" y "brisca rematada", jugándose el excitante albur a los oros, las copas, los bastos y las espadas, mientras bebían grandes vasos de cerveza y las disputas eran un diapasón de risas, exclamaciones y protestas).

Los rivales en el fútbol son algunos trabajadores de la Chacra y amigos del barrio, con uno que otro primo incorporado a destiempo, como Jorge, airoso rebelde, ajeno a horarios e imposiciones, como Iván Torres Laureda, el más forzudo de aquellos valientes donceles de la bola de cuero.

Después del mediodía, el marcador verbal arroja una cuenta fabulosa: cuarenta y ocho a cuarenta y cinco... Se suspende la brega para almorzar en larga mesa ubicada bajo los parrones. Ahora, todo el encanto del día se concentra en la mesa; el aroma de los guisos gallegos es incomparable; fiesta legre del pimentón, el ajo, la cebolla, el azafrán, los chorizos, el tocino, los garbanzos... El plato de fondo es la suculenta empanada gallega, en la que Tia Alicia prodiga su arte y su sapiencia. Los rostros se encienden, la salsa inunda las comisuras; Julio pide repetición varias veces y continúa comiendo luego que todos hemos terminado.

Sin el aconsejable descanso acometemos el segundo tiempo. Un entrevero en el área. Sergio se la lleva, disimuladamente, con la mano –como un Maradona cualquiera- y anota el gol número sesenta y ocho. Airadas protestas y garabatos de los azules. Sergio afirma la legitimidad del tanto, pero Julio, en magnánimo arranque (vamos ganando por siete goles de diferencia), perdona el gol a los rivales. Sergio lo increpa, en uno de sus habituales arrebatos. Dos bofetadas de Julio y el moreno primo rueda por el suelo...

(Sergio fue siempre así: decidido, pendenciero y tozudo, con unas ansias de triunfo a toda costa. Hizo muchas cosas antes que sus coetáneos, como cuando se entusiasmó con Amelia, atractiva mujer madura que vivía cerca de las bodegas. A medianoche, el primo se escapaba por la ventana y ambos se reunían en la pieza de las monturas, entre los cueros y las pellizas, en medio de un olor grato que incitaba al contacto febril de los cuerpos. Nosotros, llenos de envidia y admiración, aguardábamos a que volviera para inquirir aquellos secretos nebulosos).

El partido continúa... setenta y seis a setenta y tres. Los ánimos están caldeados; llueven las patadas, menudean los roces y encontronazos. Jorge afina su puntería e iguala las cifras. Cunde el desconcierto en las filas de los rojos.

(Jorge Bordalí Moure era un adolescente turbulento y temerario. Delgado, alto y buenmozo, de rasgos morunos y viriles, hacía suspirar a las primas y amigas y vecinas. De pronto, montaba al potro Indio Manso "en pelo" y se lanzaba al galope por los potreros, unido con destreza a la cabalgadura, saltando cercas como una tromba. Nada parecía capaz de detenerlo, salvo la muerte prematura...).

Noventa y ocho a noventa y ocho, último gol gana... Son las siete y media de la tarde. La pelota, casi desinflada, apenas se ve. Jorge corre por un costado, elude a dos adversarios y enfrenta a Manolo en la zaga; dos fintas exactas, un amague y listo... El pelotazo me da en plena boca y me introduce con balón y todo, en el arco.

La hinchazón de mis labios no tiene importancia. Lo trágico es haber perdido y quedarse, por lo menos una semana completa, con el estigma de la derrota.

Un grito fortísimo nos sobresalta. Julio está en el suelo, agarrándose un pie con ambas manos, revolcándose de dolor. Sergio se ha tomado desquite dejándole caer, sobre el pie izquierdo, una enorme piedra. El dedo chico es masa tumefacta.

Los mayores acuden en tropel. Se busca a Sergio, pero el primo ya atraviesa el canal como un celaje y se pierde en los confines de la Chacra. Tía Alicia lo llama a gritos y su voz recorre el campo y vuelve en la impotencia del eco.

La última "pichanga" del verano ha concluido. Pasarán varios meses antes que volvamos a reunirnos. Hay rumores de que Chacra El Olivo será vendida. Ya las poblaciones urbanas la cercan por los cuatro costados.

Entrada la noche, comenzamos a despedirnos junto al portón. Julio, con el pie vendado, pero sonriente, nos dice, con un dejo melancólico, que suena extraño en él: -Vuelvan pronto, serán largos los domingos sin ustedes-... El primo Antonio, a su lado, levanta la mano en ademán de despedida: -Vuelvan... Mundiño, jugaremos una partida de ajedrez, te lo prometo-.

Y fue la postrera y gloriosa pichanga en los patios bulliciosos de la casona de Conchalí.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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