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José María

viernes, 17 de febrero de 2017
José María nació el miércoles 2 de agosto de 1989, en la clínica Santa María, en Santiago de la Nueva Extremadura. Era un día soleado y cálido, pese a la estación y un escritor amigo, a quien no veo desde esa época, me dijo, en la puerta de la Casa del Escritor: -¡Qué bello día para nacer! Así vino al mundo el hijo primogénito de Marisol. En la primera casa que habitamos, calle Los Jazmines, Ñuñoa, cerca de Avenida Grecia y del Estadio Nacional, creció sus años de la temprana infancia.
José María
Me esperaba por las tardes, con un gorro de pirata y una capa, las espadas listas para que nos trenzáramos en lucha de torpes espadachines, atacándonos con dos barcos hechos de sendas mesas de centro volcadas en el living. Mi torpeza en estos lances era mayor que la de él y yo recibía duros golpes en los dedos de mi mano derecha… Recuerdos indelebles de aquellas batallas… ¡Capitán, capitán!

Marisol eligió su nombre y yo estuve de acuerdo, porque era el mismo de nuestro tío Pepe (José María Moure Rodríguez), el benjamín del tronco familiar paterno. A los cinco años concurrió a un jardín infantil, revelando dotes histriónicas y un incipiente buen oído para la música, herencia de suyo materna, pues su madre aún cantaba por aquellos días, regalándole dulces canciones para acunarlo.

Luego, lo matriculamos en el colegio Rudolf Steiner, feliz ensayo de educación “alternativa” en Chile, aunque con las limitaciones propias de todo intento innovador en un país todavía clerical, sumido en el conservadurismo pechoño y en el “milagro” neoliberal. Pero para José María –y más tarde para Sol- resultaría una buena experiencia. De hecho, en sus aulas emergió la acendrada vocación musical de José María, merced a los primeros ejercicios en flauta dulce.

En 1998, cuando José María contaba con apenas nueve años, le traje una gaita desde Galicia, obsequiada por ese gran caballero galaico que es Fernando Amarelo de Castro, entrañable amigo… Con ocasión de las gestiones para llevar a cabo nuestro proyecto del Centro de Estudios “Rosalía de Castro”, en Santiago de Chile, le solicité el instrumento. Fernando me respondió, con un dejo de reticencia: -Vamos a ver, Moure, ¿cantos anos ten o teu fillo? –Cumprirá nove, axiña. –Pouco tempo é para un gaiteiro… Bueno, home, imos ver que se pode facer…
Ahí quedó el asunto. Mientras hacía la fila para embarcarme de regreso, en Lavacolla, escuché que alguien voceaba mi nombre. Me volví. Un joven funcionario de la Xunta de Galicia traía en sus manos un voluminoso paquete. Era la gaita de José María. Fernando Amarelo jamás iba a faltar a su palabra.

José María inició su aprendizaje, en 1999, con Andrés Soberón, profesor y destacado músico, de origen asturiano. (En este caso se cumplía aquel viejo dicho: “gallegos y asturianos, primos hermanos”). Nuestro hijo demostró natural aptitud para el difícil instrumento de origen celta y ha llegado a ser un notable intérprete.

A poco andar, siendo todavía un adolescente, creó el grupo de música céltica “Breogán”, bisoña agrupación que le abrió las puertas de la música escénica y grupal. Fue una linda época, porque José María se dio maña para mantener la cohesión del grupo y llevarlo a un buen nivel, pese a que eran todos muy jóvenes, casi unos niños, diría yo… Luego vendrían otras bandas, en la búsqueda del difícil estilo y de la fiel cohesión entre pares de oficio.

Ante la elección de una carrera universitaria, José María optó por la música, ingresando al Conservatorio de la Universidad de Chile. Pese a que compartíamos su decisión, en “cuerpo y alma”, Marisol y yo le advertimos acerca de las dificultades de estudiar en Chile una carrera de Artes, y más aún de pretender ejercerla como medio de subsistencia. Pero lo acendrado de su vocación, más la irrebatible porfía gallega que él lleva en sus genes, le permitieron concluir de manera brillante sus estudios musicales y producir su primer disco, “Asómate”. Acaba de terminar un Magister en Música en la Universidad Alberto Hurtado y firmó recién un nuevo contrato para impartir clases en un colegio de excelencia en Quilicura, pese a que su camino no es la pedagogía, sino la composición musical, según afirma a menudo.

Todo este preámbulo para contarte –fiel amigo lector- que José María se ha marchado de casa, para vivir su propia vida. Bueno, tiene 27 años, está grandecito para volar por su cuenta… Aunque mamá Marisol no lo siente así y ya lo echa de menos, como si se fuera a vivir al África… (Él es muy apegado a su madre; claro, de ella mamó no sólo la leche nutricia, sino el zumo maravilloso e intemporal de las más grande y enigmática de todas las artes: la música, así es que el vínculo afectivo es muy fuerte…)

-Pero, vamos, no es para tanto, Marisol, si su nueva casa está en la misma vieja Ñuñoa donde vivimos y no vamos a perderle de vista.
Anoche, su hermana Sol, al observar las cajas con las pertenencias de José María, arrumbadas junto a la puerta de salida, no pudo contener las lágrimas.

A mí, amigo lector, todo esto me tiene sin cuidado… Pero esta noche dejaré abierta la ventana del departamento que mira al sur. Quizá entre la bruma de los incendios del verano escuche yo el llamado vibrante de su gaita gallega.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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