
Ayer compartimos -Marisol y yo- con mi amigo Oscar Pedreira Álvarez, primo hermano (curmán) de nuestro recordado Demófilo Pedreira Rumbo, en casa de su hija Marisol y de su yerno Pablo Terra, un almuerzo memorable. Marisol Pedreira cocinó una paella deliciosa, que acompañada de un espirituoso vino blanco, escanciado gentilmente por Pablo y de una entretenida conversación, articuló la grata velada.
Oscar Pedreira, coruñés, de profesión ingeniero y de largo oficio como vendedor de libros en Argentina, reside en Caracas, Venezuela, junto a su hijo. Disfrutará la canícula estival de Chile, merced a la hospitalidad de su hija, yerno y nietos (Andrea y Diego), hasta mediados de enero próximo. Nos une nuestra común ascendencia gallega y el recuerdo entrañable del inolvidable (inesquencíbel) Demófilo, ese magnífico gallego de dos mundos, como le bautizáramos en mi libro Gente de la Tierra, cuya muerte física (pasamento) parecemos no asumir, como si nuestra porfía gallega lo trajera de nuevo al permanente coloquio.
Oscar posee con su hijo una librería en Caracas, que a duras penas sobrevive en medio del desastre económico y social que padece hoy la patria de Simón Bolívar. Al concluir el almuerzo, mientras disfrutábamos un exquisito flan de leche (recordé la leche asada que preparaba mi abuela gallega en Chacra El Olivo), Oscar me distinguió con el feliz agasajo de siete libros, que paso a detallar:
Unha ducia de Galegos, de Víctor Freixanes, destacado escritor y periodista, a quien conocí en Vigo, hace diez años. Se trata de un conjunto de doce biografías de grandes gallegos de la literatura: Ramón Otero Pedrayo, Valentín Paz Andrade, Luis Seoane, Eduardo Blanco Amor, Ramón Piñeiro, Celso Emilio Ferreiro, Xaime Isla Couto, Xesús Alonso Montero, Xosé Manuel Beiras, Xosé Luis Méndez Ferrín y Monseñor Araúxo Iglesias... Con estos autores me vincula (vencella) mi amor por la palabra creadora y mi fidelidad anímica y espiritual con la lengua de Rosalía de Castro. (Esta mañana, durante mi viaje habitual en el Metro, he leído las bellas y certeras páginas dedicadas a Ramón Otero Pedrayo, el hijo dilecto de Trasalba).
...Sigo en la mención de los libros: Homes do espacio, de Lois F. Marcos, breves relatos; Adiós María, novela de Xohana Torres; Historias do Canizo, de Ánxel Sevillano; Manuel Curros Enríquez, súa vida e súa obra, de Luis Carré Alvarellos, obra editada en 1953, en Buenos Aires, la quinta provincia gallega; La Monja de San Payo, de Valentín Lamas Carvajal, el escritor ciego del siglo XIX gallego; un conjunto de viejas leyendas escritas en lengua castellana, edición de 1930, hecha en Ourense.
Dejo para el final de este escrutinio-resumen del amable agasallo de Oscar, ese libro extraordinario que mi padre leía y releía, glosando a pie de página y marcando frases, oraciones y párrafos. Me refiero a Sempre en Galiza, del gran Alfonso Rodríguez Castelao, auténtico renacentista gallego: narrador, ensayista, dibujante eximio, médico y destacado político de la II República Española, fallecido en el exilio de Buenos Aires, el 7 de enero de 1950. Se trata de una edición de 1976, auspiciada por el Centro Galego de Bos Aires. Mi padre decía que se trataba de un virtual evangelio gallego que todos los paisanos debiesen leer y conocer en profundidad. Su reflexión era quizá un resabio tardío del positivismo, cuyos mentores confiaban en la perfectibilidad humana a través de la educación.
Sempre en Galiza es una suerte de diario testimonial de Castelao, escrito en lengua gallega, a partir de sus experiencias políticas e ideológicas en esa España de charanga y pandereta que hombres notables como él lucharon por liberar y modernizar, por arrancarla de las garras de una monarquía decadente y de una jerarquía eclesiástica aun sumida en la atmósfera inquisitorial de la Edad Media. Extraigo un breve párrafo, palabras donde destella la vieja ironía galaica, que alguna vez nos leyera mi padre en la sobremesa de los domingos (la traducción es mía, del original en gallego):
Estoy lejos de mi Tierra, en Badajoz. Me cubre un inmenso fanal azul. Me encuentro en la torre de Espanta Perros y veo desde aquí las calles incardinadas de la ciudad. Una espigada cigüeña vigila desde el borde de su nido, y las torcazas chillan en el aire. En la lejanía percibo la fortificación de Elvas -la plaza portuguesa, enemiga temporal de Badajoz-Me acompaña un perro vagabundo, que me sigue a todas partes; un can nostálgico y fiel, que me mira con ojos amorosos; un perro agradecido hasta el servilismo, que por un terrón de azúcar me aguarda en la puerta del café, para hacerme compañía en el paseo vespertino... Este afectuoso animal me provoca enojo y compasión, y viéndolo tan hambriento, tan sucio y tan manso, me parece un símbolo... Aquí se muere de asco hasta el obispo.
Prosa vibrante, incisiva, a ratos descarnada, en ocasiones poética, sin falso lirismo ni efusiones edulcoradas. Es el artista pleno, a quien le duele España, como le dolía a Unamuno y a Machado. (Siento la tentación de seguir leyendo, pero mi jefe me pide la relación de los impuestos a pagar; guardo el volumen y espero, como si yo fuera Fernando Pessoa, escondiendo entre los libros de contabilidad los poemas que escribía en desmedro de la anotación compulsiva de los registros contables)
Oscar Pedreira no habló mucho esta tarde. Yo le observaba de soslayo. Sus ojos, de cuando en cuando, parecían perderse en lontananza, entristecidos por la añoranza de su patria actual, Caracas. También a él le duele su Venezuela ultrajada.
Los gallegos, apreciado lector, tenemos al menos siete patrias, como bien me lo hiciera saber, hace quince años, ese gran maestro gallego llamado Basilio Losada.
Ya te contaré acerca de eso, curioso lector, uno de estos días. Por ahora, disfruto el regalo de los libros que han llegado a mí de la mano de Oscar, un galego bo e xeneroso.