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Huellas de peregrino

jueves, 05 de enero de 2017
Este año me cuesta responder a la llamada. El sonido de las trompetas romanas suena muy débil, en manos de legionarios que completan su ronda sobre las almenas del castillo. Se me hace difícil acudir a una cita a la que no he faltado desde que tengo uso de razón. Desde que mi madre me regaló la luz y me posó sobre una cuna, con el mismo cariño que María lo hace con su hijo en un hogar tan humilde, y al tiempo tan lleno de amor. Ese hogar que ilumina al mundo desde hace más de dos milenios.

Desde el corazón de Lucus Augusti, también bimilenaria, escucho ese eco metálico y marcial de la trompeta, al que se suma por las noches la suavidad elegante de una flauta. Conozco la aldea, y también la comarca, y no consigo recordar quién la toca y desde qué lugar lo está haciendo. Tal vez sea un pastorcillo acurrucado tras la casa del panadero, que mientras, aviva la leña en el horno de ladrillo cocido. Agita astillas de abedul para prender la lumbre, y va introduciendo tarugos de mayor grosor para lograr las brasas que necesita. Sus movimientos, siguiendo un ritual preciso y paciente, son siempre velados por la atenta mirada de su esposa, que incansable, sigue preparando la masa de centeno.

Tal vez alguno de los serradores aprovecha un breve descanso y arranca a la flauta su melodía nocturna. Sus compañeros afilarán las sierras para tenerlas a punto al alba, con el canto del gallo iniciarán la tarea con nuevos troncos de rudo y nudoso castaño. La hilandera los había visitado aquella misma tarde, tras entregar un encargo a Pilar, la tejedora, que aún aprovecha la luz de los candiles para rematar una manta de lana. Teté, pues así se llama la hilandera, les contó que la familia recién llegada, se había instalado en el antiguo pesebre de los Domínguez, con tal fortuna, que la joven había alumbrado a su niño allí mismo. Sin duda una bendición, un hermoso motivo de alegría para un pequeño pueblo de campesinos acostumbrados a trabajar de sol a sol. Al parecer José es carpintero, podrían regalarle unos buenos tablones para que acondicione su inesperada morada. Seguro que Varela los cepillará con agrado sobre su banco, como cepilla cada tabla, como acaricia cada sueño desde hace ya décadas. Y seguirá haciéndolo. Siempre.

Mi mente sueña. Recuerdo al zoqueiro, a los leñadores que, hacha en mano, no son capaces de derribar el árbol del que tiran y tiran, al pescador de las mil truchas, a su camarada erguido sobre el batuxo, deseando cambiar las redes de anguila por las de los capitanes mariñanos. Lobos de mar que combaten al Cantábrico más allá de las montañas que envuelven y abrazan a la llanura más noble de entre las tierras gallegas. Aquí, tierra adentro, el muiñeiro consigue moler cada grano del tesoro más valioso. Sin cosecha no hay pan, y sin pan: el hambre. Hambre de fe, desolación del que no cree cuando tiene ante sus ojos lo necesario para creer, para atender a quien le llama, para no olvidar. Si uno tiene ante sí un escenario tan majestuoso como el que ya avista la caravana real, ha de saber ver y no sólo mirar, ha de pararse un instante y observar. Da igual que uno nazca en Oriente o en Occidente, no importa en color de la piel si el que mira no se da cuenta, si no ve, que el verdadero refugio se ofrece a aquel que ni siquiera lo solicita, a aquel que simplemente lo necesita.

El búho sí observa, no entiende de fronteras ni desea conocerlas. Para él, su universo no es el que alcanzan sus ojos desde Begonte hasta el molino de viento, ni siquiera hasta las cumbres nevadas. Su territorio va más allá de los océanos, llega hasta allá donde emprenda viaje todo hombre o mujer que siga una estrella. La rapaz nocturna mueve su cabeza emplumada sin pausa. Sus ojos saltones fijan la mirada en un vecino que acaricia a su perro, luego en una mujer que siega mientras su compañero afila su propia guadaña, en los herreros que martillean sin cesar sobre el yunque, en el anciano que hace compañía a la hilandera, contándole los mismos cuentos de cada noche. Haciéndola sonreír con su pasado, marcándole el camino de esperanza del futuro.

Oscurece pero la actividad continúa en todos los hogares. El llanto del niño rey se escucha al tiempo que la cascada vierte salvaje un torrente de agua pura y cristalina, que hará rebosar cada uno de los regatos. Los pájaros entonan sus últimas canciones del día, el pastor silba haciéndoles el coro siguiendo idéntico compás. Y el búho se toma un descanso. Todo parece estar en orden pero luego, como buen vigía y protector, ha de comprobar si el recién nacido está bien, y si los camellos han alcanzado al fin su destino con los regios visitantes sobre su lomo. Y ha de hacerlo antes de que las tinieblas ganen definitivamente la batalla. Cierra los grandes ojos y yo abro los míos. Ahora no es la flauta, ni los trompeteros del Imperio, escucho sones mucho más reconocibles para mí.

El tañido de la campana gana protagonismo ante un primer trueno que anuncia la inminente tormenta. Los acordes de antiguas gaitas entonan sus notas más tristes, tan distintas a las que en primavera fueron alboradas y muiñeiras cargadas de ilusión y alegría, de baile y de risa.

Entonces, el silencio. Un silencio intenso y reverencial que se extiende bajo la cúpula estelar begontina, sumiendo la aldea chairega entre la paz y la calma, resonando por cada rincón de la comarca y bajando aguas abajo, mecido por el Miño hasta los pies de las murallas augustas.

Paseo sobre el puente romano, con las termas a pocos metros y la ciudad iluminada a mi espalda. Me detengo sobre losas hoy renovadas, justo sobre las que un día formaban parte de la calzada número XIX, aquella que unía la capital imperial de Gallaecia con Brácara Augusta, al norte del hermano Portugal. Un viento suave eleva con gracia varias hojas de roble, herencia de un otoño extraño y demasiado largo que no acaba de rendir su bastiónal invierno. Extiendo la mano diestra y una de ellas se posa sobre la palma. Es ahora cuando comprendo, cuando escucho el sonido del cuerno de combate que sin duda proviene de los verdes castros. He de atender la llamada, tengo que acudir a mi cita, seguir esa senda de peregrino en la que cada Navidad estampo mis huellas.

Soy consciente de la razón de mi retraso. En otras ocasiones estaría esperando ansioso a que el Domínguez Guizán abriese sus puertas, y desde luego volvería más de una vez y de dos durante la temporada de apertura. Pero en los últimos doce meses se me atragantaron las uvas, se ha ido gente querida, amigos, la abuela… ¡Ay, la abuela! El alma de los festejos familiares, y entre todos ellos éste tan especial, el que asoma con Santa Lucía y se retira como la bajamar cuando enero toca a su fin. Ese oleaje manso y lleno de belleza, ya que está asegurado su regreso una vez descontemos las siguientes tres estaciones. Ellos son los que nunca fallan, los verdaderos magos de este milagro hecho con figuras e imaginación, con el tiempo del reloj de arena tiempo y el esfuerzo de sus manos. Ni uno ni el otro caen en saco roto pues tras el cariño de los arreglos, la preparación y el montaje, su obra cobra vida.

El cestero respira armando un nuevo capacho, para que en otoño su hermano recoja las castañas que luego asará. Los maestros alfareros bromean mientras dan forma al barro con la sabiduría de los años y la experiencia de sus arrugas. Su propia madre se esmera con el cedazo, cribando las mejores semillas para sembrar forraje o legumbres. O sus sobrinos gozando en los columpios, y deseando salir corriendo para conocer al nuevo pequeño de la aldea, intrigados por la procedencia de sus padres, sorprendidos por el lugar en el que aquella mujer tan bonita había decidido dar a luz a su hijo. Un lugar todavía más modesto y pobre que sus propias casas, ya de por sí sencillas, pero su hogar. Allí son felices, y la felicidad de un niño no puede trocarse ni por el regalo más lujoso que destile la imaginación. Su inocencia, su sonrisa rebosante de sinceridad, son el mayor don que recibenpadre y madre al acogerlos por primera vez en su regazo. Y su responsabilidad.

Como es la mía, mi responsabilidad, aceptar la herencia y seguir llevando a mis hijos, y ahora a mis sobrinas, a ese portal del tiempo que traslada Belén a la chaira, y Begonte a Palestina y Tierra Santa. Y no sólo llevarlos, ese peregrinar resultaría demasiado sencillo, sino enseñarles a ver y no mirar, a comprender lo que tienen ante sus ojos. A sentir.

Esta noche, huérfano de abuelas, estoy convencido de que el abuelo que también falta tuvo algo que ver con la llamada, quizá tocando la flauta tras la casa del panadero. O más allá de la aldea, en Damil, o junto a la talla de Virgen del Rosario. Quizá haciendo sonar aquel cuerno guerrero desde Viladonga, o desde más lejos, Goiriz, el castro de San Simón da Costa... Esta noche sé con certeza que la vía láctea ha adoptado nuevas estrellas, y que éstas me guiñarán un ojo cuando asista al cambio de guardia de los soldados de Roma, cuando disfrute del ocaso y del alba relevándose sobre el prodigio electrónico. Sentiré el mismo temblor de siempre, esa emoción, cerraré los ojos para respirar profundamente y escuchar.

Tras unos segundos, tras un sentimiento imposible de describir, buscaré entre las casas iluminadas por las velas, alguna de ellas exporta el aroma inconfundible del capón asado. Lo cocina Domingo. Lentamente en la lareira, sabedor de que muchos vecinos y visitantes disfrutarán compartiendo de nuevo mesa con él. Serán muchos los llamados a su ésta, como son muchos los llamados a la del risueño hijo de María. Seguro que José ha aprovechado los tablones, y esa mesa es tan grande como comensales acoge. También buscaré un carro, con el deseo de que ese carro cante una vez más para Manuel, y cante una vez más para todos nosotros. Lo hará, pues nunca ha dejado de hacerlo.

Demasiadas razones para que las huellas del peregrino no demoren más su marca en el camino. Demasiada emoción al dejar resbalar un par de lágrimas que jamás serán olvidadas. Y volver a dar pasos hacia esa estrella, que siempre regala su fulgor sin pedir nada a cambio.
Núñez, Pablo
Núñez, Pablo


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