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Umbral y Madrid; Muertos y resucitados

lunes, 02 de enero de 2017
Sostengo que los buenos novelistas o cronistas son mejores testigos del devenir que los historiadores, y es bueno acudir a ellos para conocer sucesos y apreciar interpretaciones valederas, aun cuando toda escritura lleve su sesgo, porque hasta “cantar a la rosa” es un acto político, según Vicente Huidobro. Por acción u omisión, todos estamos “comprometidos”.

Es lo que siento y aprecio, en cuanto a testimonios veraces, cuando leo a Francisco Umbral, el gran cronista del Madrid de la segunda mitad del siglo XX. Por eso, no me canso de recomendar su Trilogía de Madrid -aunque Bolaño refunfuñe desde la eternidad literaria-, editada por primera vez en 1984… La encuentras en librerías de viejo, amigo lector, por la mitad o menos del precio de una cajetilla de cigarrillos, en la edición de bolsillo “Literatura Contemporánea; Seix Barral”.

Hace poco, reproduje para mis asiduos un artículo de El País, donde se habla del desprecio de Franco por José Antonio Primo de Rivera (su ideólogo señorito y socio golpista), ultimado en Madrid el 20 de noviembre de 1936. Mi amigo Gregorio no quiere saber nada del caudillo gallego, ni siquiera oírlo mentar; mi amigo Sergio establece diferencias ideológicas entre el pequeño Paco Dictador y José Antonio, fundador del “glorioso Movimiento”, presuntamente iluminado (como Jaime Guzmán en Chile). Yo no puedo evitar las apostillas, que suelen ser lo mejor de la pasión literaria (e histórica). Por eso, replico aquí parte del texto en que Umbral describe el funeral de quien gobernara, con mano de hierro, escapulario al cuello y comunión diaria, a la díscola España, durante cuatro décadas:

Franco muerto en la plaza de Oriente. El cielo negro de la mañana. Noviembre era una candela sombría en manos de Nuria Espert, vecina de la plaza con bella cara de máscara y pantera. La ausencia de Bergamín, el eterno ausente/presente de la Historia, en su buhardillón que daba a la plaza. Alegorías de carboncillo y estatuas de espuma, ángeles de plomo, sin despegar las alas, por el cielo bajo de palacio…

Franco muerto en la plaza de Oriente. Su mandato había sido un plazaorientalismo, un asambleísmo de derechas por el que se tomaban las grandes decisiones nacionales ante los sabios ágrafos con manta y patriotas pedáneos, traídos, en autocar de toda España. El muerto reinaba en lo que fuera su legitimidad. Otra no tuvo. Horda/hidra de mil cabezas con boina, por las esquinas, mirando el miedo. Pasaba en torno al féretro la anacrónica escolta de los moros, con grímpolas y gallardetes, cuando Solís y Cortina Mauri acababan de embarullar lo del Sahara. Augusto Pinochet, último espantajo desbadajado del cesarismo franquista, ponía su color mestizo y chileno en la palidez de las caras y las piedras.

(Costó mucho que se fuese de España, después de aquella mañana; quería quedarse y recibir honores del Rey, que se los negó, quedamente). Era una mañana a contratipo con los solos colores de la bandera roja y gualda arropando la caja del muerto…

…Franco Franco Franco. Arriba España. Vagas y ostensibles Isabelonas hacían el planto y el plante en la plaza, junto a la seráfica madre, transmutada con el siglo en san Pantaleón licuado (iglesia/convento muy cercanos). ¿En el santoral se cambia de sexo? Solitarios fiacres a lo Fernando VII se arriesgaban en la plaza llevando un llanto de niños enredado e interior al estruendo de las ruedas y los caballos… Buenos burgueses de mostacho y medio velito regresaban de mirar a Franco muerto como si saliesen de misa, confortados. Franco muerto en la plaza de Oriente. El cielo negro de noviembre…

Su mediocre delfín chileno, Augusto Pinochet, moriría también en su lecho, treinta y un años después de su referente ferrolano, igual que él, sin haber sido juzgado por los crímenes de lesa humanidad cometidos, utilizando sin escrúpulos el terrorismo de Estado para eliminar a todo el que sintiera u oliera como su enemigo ideológico. Muchos chilenos –quizá muchísimos- siguen rindiendo tributo a la memoria del dictador; aun algunos opositores suyos, como Ricardo Lagos, acostumbran reconocer sus “logros económicos”. Es una manera, quizá algo pedestre, de resucitarlo.

Ya ves, amigo lector, la muerte suele ser algo relativo. Eso pudo comprobarlo mi amigo gallego, Afonso Vázquez-Monxardín, arqueólogo, catedrático de lengua y cultura gallega, destacado investigador y ensayista, cuando vino a Chile, en 1988, para dictar un breve curso de Lengua, Cultura e Historia de Galicia, dirigido a miembros de Lar Gallego, nuestra institución asociativa, en virtud de un convenio de colaboración con la Xunta de Galicia.

Le recibimos –el directorio en pleno- en nuestra antigua sede de calle Carmen, zona céntrica de Santiago del Nuevo Extremo (o Último Reino, como la calificara el primer gallego llegado a estas latitudes, el lucense Rodrigo de Quiroga y Camba). Nada más entrar al salón de reuniones, Afonso se topó de narices con dos retratos fotográficos de sendos caudillos militares: Augusto Pinochet Ugarte, a la sazón Presidente forzoso de Chile, y Francisco Franco Bahamonde; de éste último, una foto de perfil de los años 60, con ampulosa dedicatoria de puño y letra que llenaba de orgullo a directores y socios. Uno de ellos, que había recibido aquel testimonio en julio de 1963, aseguraba que Franco le estrechó la mano, diciéndole: -“Enhorabuena, querido paisano”. (Presumía de no haberse lavado más aquella diestra bendecida).

Poco más tarde, ya en contacto con los cuarenta y pico estudiantes matriculados en su curso, Vázquez-Monxardín pudo percatarse de que el pequeño ferrolano no estaba vivo sólo en el retrato blanquinegro, sino en el espíritu y la memoria de estos paisanos suyos del extremo sur del mundo, que seguían viéndole como el “Gran Cruzado de la Fe”, ungido así por Pío XII. Y la confirmación definitiva de tamaña sorpresa iba a constatarla en Estadio Español de Las Condes, donde los viejos emigrantes de las varias Españas, sus hijos y nietos, hablaban del dictador presuntamente fenecido, como una figura admirable y de plena vigencia, de cuyo legado imperecedero ellos eran parte esencial y de suyo agradecida.

De los cuarenta y tres matriculados en el interesante y dinámico curso de Afonso, permanecimos dos hasta el final: José Bouzo Pavón, uno de los pocos que aún podía hablar en la lengua de Rosalía, y este cronista. El resto se fue desgranando. Algunos adujeron compromisos “personales” que les impedían continuar; otros manifestaron, sin ambages, su descontento por el “sesgo político” del profesor, que no narraba la historia de Galicia y de España como ellos la conocían, de fuentes más fidedignas, por supuesto, según testimonios de emigrantes enriquecidos que volvían de sus viajes de placer a la Península y daban fe del progreso y del bienestar alcanzados en la interminable era de Franco. (Y de la calidad de la comida y los buenos precios y de las mujeres púdicas y glamorosas).

Esa España “idílica” no la conocí. Mi primer viaje fue en mayo de 1983. Estuve apenas tres días en Madrid y cuatro semanas en Galicia. Amigos y parientes chilenos me reprochaban no haber recorrido más ciudades y países.... ¿Cómo no crucé a Francia o no volé a Italia? Yo les respondía que aún me faltaba mucho para conocer de Galicia, que es un territorio enorme, quizá el más extenso del planeta, con sus miles de aldeas por visitar, una a una, conversando con los vecinos, al calor de sus intemporales lareiras…

A menudo imagino que soy émulo de Francisco Umbral respecto de Santiago de Chile; camino voy de ser su cronista, como lo fuera en su época Joaquín Edwards Bello. Cuando reviso el millar de crónicas que he pergeñado durante treinta años, me siento con los méritos suficientes para serlo, aunque nuestra ciudad capital no cuente con los pergaminos cosmopolitas de Madrid ni con su tradición de cinco siglos de Corte.

Y pienso en la resurrección -no de mi cuerpo perecedero o de mi incierta alma-, sino en el renacer de las palabras, en ese modesto milagro que cada lector obra cuando hace suyos los sueños del escriba y los revive en su propio corazón, es decir en la memoria cordial que vence el olvido.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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