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El caballo de Nietzsche

martes, 27 de diciembre de 2016
Corría el año 1889 cuando Friedrich Nietzsche, que cruzaba la plaza Carlo Alberto en la ciudad de Turín, se daba de bruces con un cochero que azotaba con el látigo a su caballo que rendido, agotado y resignado, permanecía doblegado en el suelo sin fuerzas para levantarse. Nietzsche, atormentado y entristecido, herido en lo más profundo de su alma se arrodilló al lado del caballo y lo abrazó.

Hasta aquí los hechos. Lo que a continuación sucedió varía según el autor que lo relata. Unos dicen que permaneció en silencio, llorando al lado del animal, otros que le susurró palabras que solo el caballo podía oír, incluso alguno asegura que le llegó a hablar sin decir nada. Pero de lo que no cabe duda es que este episodio supuso un hecho crucial en la vida del filósofo alemán, pues fue el instante en que perdió lo que el género humano llama “la razón”, y fue esa humanidad la que lo consideró a partir de entonces un “perturbado”.

Arrodillado permaneció junto al caballo hasta que la policía lo llevó detenido por desórdenes públicos. Paradójicamente sabemos lo que fue de Nietzsche, pero nunca supimos, porque nunca nos interesamos en saberlo, lo que fue de aquel caballo, al fin y a la postre, verdadero protagonista del suceso.

Con tan solo nueve años me regalaron una escopeta de balines (afortunadamente a nadie le regalan ya semejante artefacto) y con ella maté bastantes pajarillos (gorriones, petirrojos, verderones, etc...) hasta que un día, en un barranco por encima de la playa de Las Arenas, le acerté con un disparo a un herrerillo que cabeceaba en una rama de un café bravo. Lo recogí del suelo, le soplé las plumas para ver donde estaba el impacto, y no lo encontré. No supe porque había muerto… tal vez del susto, tal vez, dada su tremenda fragilidad, a consecuencia de la onda producida por el balín. Lo enterré, y durante muchos días fui a visitarlo. Pasados los años tuve conciencia de que aquel herrerillo fue mi caballo de Nietzsche.

¿Dónde se inicia el desencuentro entre el ser humano con el resto de los seres vivos que habitan nuestro planeta?

Génesis 1:26. Y dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser vivo que habite sobre la tierra”. Encierra este mandato la mayor expresión ególatra que el homo sapiens adoptó a lo largo de su existencia y la ruptura con el resto de los seres vivos que habitan la tierra. “Y dijo Dios”… ¿qué coño iba a decir Dios? Lo dijo el hombre. ¿Y qué dijo? Pues que él, el hombre, era ni más ni menos que como Dios. No hizo Dios al hombre a su imagen y semejanza, fue el hombre el que hizo a Dios a la suya. Y además, haciéndoselo decir a Dios, para darle más credibilidad, se hizo dueño de todo lo que existía y pudiera llegar a existir bajo las aguas, en los cielos y sobre la tierra. Así, con dos cojones.

¿Cómo entendían que debería ser nuestra relación con el resto de los animales las preclaras mentes que nos precedieron?

Pitágoras consideraba que eran poseedores de un alma similar a la humana, con idéntica capacidad de amor y de sufrimiento. “Aseguraba que estábamos obligados a vivir en armonía con ellos, respetando su espacio y su forma de relacionarse y bajo ninguna circunstancia podíamos privarlos del sol, la luz, la felicidad y la duración de la vida a la cual tienen derecho”. Descartes, siglos después, por el contrario, definió a los animales no humanos como maquinas vivientes, carentes de alma y por lo tanto incapaces de experimentar dolor ni emoción. Así, sus lamentos, al trabajar, no serían tales, no serían más que el chirrido que produce una rueda de un carro mal engrasada.

No hace falta aclarar cuál de las dos interpretaciones adoptó mayoritariamente el ser humano.

La patente de corso, nada menos que otorgada por Dios, nos da derecho a exterminar especies, a matar todo tipo de animales sin otro fin que la diversión, a tirar cabras desde los campanarios, a arrancarles la cabeza a gansos sujetos por las patas a una cuerda, lancear a toros hasta su muerte, a matar caballos a latigazos. Nunca, ni en la extinción masiva del cretácico, se acercaba ni de lejos la desaparición de especies animales a la que se produce en la actualidad. Se prevé que para el año 2100 más de la mitad de las especies que viven actualmente con nosotros habrán desaparecido.

Lo que, quizá, Nietzsche susurró al oído del caballo fue una petición de perdón para él, para Descartes y para toda la humanidad.
Sampedro, Jorge
Sampedro, Jorge


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