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Perdónenme los villancicos

martes, 13 de diciembre de 2016
Recuerdo con nostalgia aquellos días en los que el belén era sinónimo de amor y los villancicos lo eran de alegría. Por entonces mis sueños me permitían decorar la noche con sonrisas, crear montañas de pan de azúcar, vestir los ríos con miel, llenar la mesa de la cena, además de la familia, con los pobres desvalidos…

Yo oía cantar a las estrellas, veía bailar a las figuritas de barro camino del Portal y me gustaba abrir caminos de esperanza para que Jesús no se enfriara.

Siempre quise remedar el aliento del buey. Eran días de ternura y fraternidad, de besos y abrazos, de hogares humildes donde se conjugaba el verbo compartir. Escasos en lujo y riquísimos en generosidad.

Con los años los sueños se fueron aparcando y sólo la convivencia con los niños le permitió a uno convertirse en Baltasar, ese rey negro que tanta simpatía despierta por ser, quizás, el representante de las sociedades marginadas. Desde esa atalaya, la vida cambia de color para resplandecer la inocencia, ese color tan sincero y limpio al que llaman pureza. Y con ellos vuelve el hombre a recuperar la ilusión y a seguir llenando el belén de ovejitas con pajarita, gallinitas ciegas y algún perrito cantor. Es posible que los ángeles existan y a los pastores les regalen ordeñadoras porque las lavanderas también tienen lavadora. Una sociedad justa necesita equilibrio.

Ahora el cuento se marcha a tierras de Alepo donde el abeto se convierte en fúsil, las sonrisas del cielo se trocan bombarderos, los coches en tanques, el espumillón en bombas de racimo y los regalitos en bombas. Es allí donde duelen los horrores de la guerra, los niños con los rostros ensangrentados, los miembros amputados, la siega de la metralleta, la destrucción como paisaje. Es el lugar donde la música es sonido de sirenas y rumor de bombardeos, donde el turrón se llama hambre y la avaricia se abre camino disfrazada de ideologías o religiones.

Es allí donde debe nacer Jesús y a donde han de llegar los Reyes Magos para llevar nuestra solidaridad, nuestro amor sincero y sobre todo la Paz. Esa paz que llevamos pidiendo desde nuestra infancia y que tanto tarda, esa paz que necesitan tantos pueblos y que tan reiteradamente pedimos para nosotros, esa paz por la que claman tantos hombres, y con ellos tantos niños, que viven en la desesperanza. Vaya para ellos el aliento del buey y nuestro amor deseoso anhelante de Paz.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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