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La dudosa metafísica

viernes, 10 de junio de 2016
La trascendencia individual a una vida más allá de la muerte es la promesa básica de las grandes religiones monoteístas. Para la mayoría de ellas, este beneficio sin par se obtiene como recompensa por el buen comportamiento en la existencia terrenal; no obstante para algunos credos, hijos de Calvino, se trata de una gracia que está en manos de la divinidad, a su completo e inescrutable arbitrio.

A los expoliados de la Tierra, que han sido y siguen siendo la inmensa mayoría, los concesionarios de Dios en este mundo les ofrecen la posibilidad de liberación y felicidad absoluta en el otro… Es decir, sus padecimientos en este valle de lágrimas tendrán una recompensa inconmensurable, siempre y cuando, claro está, se atengan al orden preestablecido y no caigan en el pecado revolucionario de pretender cambiar las estructuras.

El asunto del Paraíso (con mayúsculas, si es eterno) ofrece dudas y provoca contradicciones, tanto en los fieles creyentes como en los escépticos, quizá por lo feble de sus argumentos frente a la razón y a la propia naturaleza. Los seres humanos quieren vivir, incluso en las condiciones más extremas de sufrimiento y martirio, se aferran a la vida, como náufragos a la tabla de salvación. Ejemplos huelgan, pero recordemos el infierno de Auschwitz y cómo esos judíos, gitanos o polacos, empleaban toda clase de artimañas y recursos para mantenerse con vida, aunque fuese para padecer hambre, escarnio y tortura.

Por otra parte, podemos apreciar de qué manera individuos que se proclaman creyentes a toda prueba, defienden con dientes y uñas sus bienes y prebendas terrenales, dejando de lado aquel beneficio de la inmortalidad dichosa –o posponiéndolo para futuras pruebas-, cuando ven amenazados sus propiedades y beneficios prácticos. Como decía una vieja campesina de la Galicia profunda: -Por moito que falen do Paraíso, ninguén quere morrer para chegar ou non a el-. Cierto.

En un curioso y breve libro, especie de antología de textos sobre el tema, Del Paraíso y del Infierno, compilación de Jorge Luis Borges, se cuenta una historia atribuida a Mahoma, el profeta del Islam, cuando allá por finales del siglo VII de nuestra era, buscaba adeptos para su causa en la Península Arábiga y en el Norte de África. Reunido con un grupo de beduinos, les hablaba de las bondades de la Yanna, aquel jardín de las inacabables primicias feraces, que describe el Corán, donde las almas residirán desde la resurrección prometida, de acuerdo a la ponderación de sus hechos en este mundo.

Aquellos esforzados y libertarios nómades del desierto se mostraron reticentes con Mahoma. Uno de ellos, tal vez jefe, interrogó al profeta: -Y en ese oasis de las delicias que nos ofreces, ¿habrá caballos? –Por supuesto –respondió Mahoma, habrá corceles alados que te llevarán a donde quieras. Y el hijo del desierto le retrucó: -Los caballos que a mí me gustan no tienen alas.
Escepticismo primario, dudas de la razón práctica que parecen esfumarse en individuos que hoy, en pleno siglo XXI, se inmolan bajo una carga de explosivos, asesinando de paso a centenares de personas, para acceder con toda propiedad a esa Yanna que les espera, cual guerreros predilectos de Alá… Aunque algunos de ellos, en último instante, desistan de activar sus cargas letales y opten por continuar su vida en el valle lacrimoso.
Jerarcas, empresarios exitosos, deportistas de elite y oportunistas paniaguados de la sociedad globalizada eligen la seguridad de otros paraísos, menos etéreos, en donde resguardar sus patrimonios –por lo general, mal habidos-. Para su beneficio tangible están estas innumerables islas de nombres exóticos y de realidad algo remota, aunque hoy la cibernética ha hecho del planeta una simple pantalla computacional donde las distancias se anulan a la velocidad de la luz.
Antigua y Barbuda, Curazao, Aruba, Islas Cook, Islas Caimán, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes, Malta… Ínsulas preciadas en cuyos bancos el dinero escapa a enojosos tributos y a imposiciones fiscales que persiguen, de manera errada y expropiadora, subsidiar a los menos afortunados, olvidando que el único camino para la posible equidad es el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece el –hasta ahora- mejor sistema inventado por el hombre: el liberalismo económico.
Ayer estalló una noticia ampliamente difundida en la prensa internacional:
La desclasificación de cuentas secretas en paraísos fiscales pone al descubierto el enriquecimiento de principales líderes chinos y sus familiares. Según analistas internacionales, las revelaciones reafirman los niveles de corrupción en China, en un nuevo caso que pone en juego el prestigio de las grandes potencias económicas en disputa.
El sistema de censura informativa, denominado el Gran Cortafuegos de China, no logró impedir que se dieran a conocer las sociedades secretas que familiares de los principales líderes – entre ellos el cuñado del presidente Xi Jinping – crearon en Islas Vírgenes.9

¿Dónde queda el trascendental propósito de la “equidad socialista” para estos nuevos mandarines de la hoz y el martillo?

Pareciera más aberrante aún, proviniendo de dirigentes de una potencia que aún se declara “comunista”, aunque su economía está cada vez más orientada al libre mercado, pero la variedad de los nombres no deja títere con cabeza, ni etnia ni Estado ni nacionalidad: Putin, Almodóvar, Messi, nuestro Zamorano, y tantos otros que irán surgiendo a medida que los documentos desclasificados vean por completo la luz en los diferentes espacios mediáticos.

Ahora bien, el escándalo es tan transversal que va a esfumarse con la misma celeridad con que fue desvelado. Estamos, como se dice, curados de espanto, neutralizada toda capacidad de asombro frente a una corruptela que, al igual que Internet, traspasa todas las fronteras y todos los modelos, poniendo en tela de juicio cualquier posibilidad de redención, sea ésta metafísica o de futurismo revolucionario, salvo quizá la del terror fundamentalista, cuyo miedo parece exacerbar el avaro propósito de poner a salvo esa efímera, pero gratísima fe: Mamón o el dinero a buen recaudo.

Quizá nuestros contemporáneos, perdidas ya las creencias que recibieron en su juventud, que mamaron en casa y que les fueran reforzadas en la Iglesia y en el colegio, tampoco hayan leído la primera meditación de Descartes:

Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto, negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser que poseo —ya lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una enlazada secuencia de las cosas— será en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe…

Todo pareciera, pues, volverse dudoso, amigo lector, incluso estas palabras que pugno por desgranar, como una reflexión inquieta ante el aparente caos de la posmodernidad incrédula, al borde del nihilismo, y que pudieran ser una ilusión más, que nos invita a concluir, con Antonio Machado:
Anoche soñé
que oía a Dios gritándome: ¡Alerta!
Luego era Dios quien dormía,
y yo gritaba: ¡despierta!
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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