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D. Enrique, fuente, rosa y estrella

martes, 03 de mayo de 2016
Nacemos de la tierra como las fuentes, las plantas y la vida en general. Y caminamos en el río como la hojarasca. En su discurrir el agua de nuestras vidas va encontrando la niebla, esa razón limitada nuestra que cura de soberbias y vanidades y nos recuerda nuestra incapacidad para comprender los misterios de Dios, la luz, la palabra…

Caminamos en penumbra sin poder evitar las piedras, zarzas, los palos…pero también disfrutando de las flores, estrellas y las artes. Y, mientras que las unas las perfuman con su fragancia, las otras iluminan el cauce, las terceras sirven a los hombres para expresar sus potencialidades creando belleza.

Y D. Enrique Cal Pardo, sacerdote sencillo, sincero, humilde… cultísimo, sabio, investigador y acreedor de muchísimas distinciones, que de poco valen resaltar tras su óbito, era para nosotros- y uso el plural consciente de representar a más de uno- esa rosa que con su perfume impregnaba nuestras vidas del aroma de la paz y sabiduría que tanto recuerdan el “ Beatus Ille “.

La discreción, la tolerancia, la palabra justa, el consejo sugerido, el trabajo constante, amén de su propia producción-miles de libros hacen referencia a sus esfuerzos como respetadísimo investigador medievalista-el escaso apego a las consideraciones mundanas…fraguaron esa su personalidad, de ingente capacidad intelectual, para convertirla en ese capullo, con pétalos de adoración a Dios, en ese cáliz de esencia suave, tierna y amorosa. Esa flor nacida en Galdo, xardín do Val de Viveiro que decía el poeta, y patria mía por amor. Niño tiernamente trasplantado a su queridísimo Mondoñedo-hoy Hijo adoptivo de la Ciudad (mi reconocimiento y gratitud a las autoridades)- D, Enrique no sólo trabajó infatigablemente setenta años para revivir la cultura del archivo catedralicio, sino que también cumplió acertadísimamente su labor de apostolado desde su amor a la Virgen.

Allí, entregado a su gente y queriéndose mutuamente, bebió del archivo catedralicio para mostrar al mundo los desvelos de tantos y tantos historiadores y, merced a su trabajo, ser faro de nuestra Historia sin olvidar otra actividades como beber de las mismas fuentes literarias y vitales de su amigo el gran Cunqueiro o mi admirado Leiras.

Y en ese caminar de la hojarasca sumergida en las tinieblas y que, como diría el recientemente fallecido poeta Carlos Oroza, busca la luz –añado yo: mediante nuestras potencialidades-;en ese cosmos que nos recuerda nuestros límites y nos habla, aunque no queramos escucharlo, de nuestra insignificancia; en esos copos de algodón en los que vivimos, en ese suelo, al que algunos llaman valle de lágrimas y para otros es cortijo de placeres, es preciso un faro, una estrella que alumbre nuestro vivir y encamine nuestras inquietudes por los senderos limpios de la mejora de la especie humana por la vía de la cultura y de la paz. Y es aquí donde emerge en nuestra vida la figura de D. Enrique, padre, rosa y luz.

Es ahí donde el faro alumbra el curso de las hojas y nos conciencia de que cuando la rosa se marchita, fruto de nuestra caducidad, es preciso encontrar el relevo; la persona generosa capaz de entregarse al servicio de los demás con ese altruismo tan exquisito que poseía D. Enrique. Es necesario que alguien siga alumbrando vuestras vidas con ese fulgor que emanaba de su fina y sensible personalidad. Árdua tarea.

Hoy, en el paraíso de la superficialidad y la estulticia, la soberbia y la vanidad, la vagancia y la pedantería, en esta tierra de golfos y parados, de jubilados y emigrantes… y en esta sociedad absurda y vacía que nos toca vivir, sufrimos la pérdida de la rosa marchita, la fuente limpia de la verdad y la falta de luz del rosetón catedralicio,

Quiero esperar que ese Dios, al que con tanto ahínco buscó para mostrarnos a lo largo de su vida, le permita entrar en la Catedral del cielo, en la compañía de san Jaime Cabot, para seguir aprendiendo a comer ese rico pan de Mondoñedo, en forma de lecciones, y beber en esas fuentes de agua cristalina con que nos calmó la sed de paz y amor.

Nuestros corazones, de Maika y mío, quedaron huérfanos.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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