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Sueños de un hincha rojo

viernes, 29 de abril de 2016
El primer sueño

Sueños de un hincha rojo
Cuando cumplí siete años de edad, es decir el 4 de febrero de 1948, mi padre gallego me regaló una tenida completa de nuestro equipo favorito, la Unión Española. Por aquella época vivíamos en Chacra El Olivo, en Vivaceta, cerca de la Plaza Chacabuco, donde se levantaba el viejo estadio Santa Laura, casi contiguo al estadio de la Universidad Católica. Como mitad chilenos y mitad españoles, la mayoría de nosotros –treinta y siete primos hermanos- éramos hinchas de la Unión, aunque había algunos, como mi hermano mayor, Antonio, que se adscribían a Magallanes, la vieja academia, como entonces se decía… Y también militaban colocolinos, dando fe que el club del aguerrido cacique era –y sigue siendo- el más popular y multitudinario de Chile.

Nuestras pichangas de aquellos días eran memorables. Una hora después de terminado el almuerzo, sabatino o dominical, iniciábamos un partido que duraba hasta la hora del crepúsculo. Los primos mayores, que eran cuatro, se repartían entre los dos equipos contrincantes. El resto, los de edad mediana (entre siete y doce años), nos alineábamos en ambas escuadras, mientras los más pequeños quedaban fuera, en una especie de banca generacional, esperando la oportunidad de que algún titular defeccionara, ya fuese por lesión, abandono o expulsión de parte de los mayores, dueños de la cancha y de la pelota. (Allí no había democracia que valiera, ni derechos del niño, ni misericordia alguna).

Antes de empezar el partido, bautizábamos a los equipos: Tigres contra Halcones; Aguiluchos contra Pumas… El primo Julio, quien sería más tarde escritor, decidía aquellas denominaciones, según su inspiración imaginativa y metafórica.

La tarde que estrené mi uniforme deportivo era la misma de mi cumpleaños. Mi padre me instó a comportarme a la altura de las circunstancias. Me vestí con esas prendas olorosas: camiseta roja, de mangas cortas, con el águila negra ribeteada de amarillo sobre el corazón, pantalones blancos, medias negras con borde superior rojo, zapatos de fútbol negros, con largos estoperoles de cuero claveteados en la suela; eran botines monumentales, uno o dos números mayores a mi calza del pie, “crecedorcitos”, como decía mamá, para que me durasen un par de temporadas.

Vino el sorteo; mejor dicho, la adjudicación a viva voz de los puestos y funciones, hecha por Julio, Toño, Mañungo y Jorge, los grandes… Para mi disgusto, me correspondió el arco, lugar que no me acomodaba, menos con esos zapatos que se resbalaban sobre la tierra suelta o chocaban con los numerosos pedruscos de aquel campo, tan lejos de ser una lisa carpeta verde, como era el caso de Santa Laura, donde desde la orilla de la cancha yo aspiraba el aroma del césped húmedo, sobre todo en primavera, cuando papá me llevaba a las reuniones dobles del Santa Laura… Una vez, en la entrada de la tribuna, saludó a Julio Martínez, y me lo presentó como a un gran periodista, hijo de españoles, igual que yo…

Me ubiqué entre los dos palos (el arco no tenía travesaño, apenas dos coligües que hacían de improvisados verticales), y comenzó la brega, con nueve jugadores por lado, porque la extensión de la cancha no llegaba a los sesenta metros de longitud… Goles iban y venían; la cuenta, o el “escór”, como decíamos, alcanzaba guarismos propios del basquetbol… Pasadas las ocho de la tarde veraniega, íbamos empatados a noventa y ocho… Tía Alicia, desde la galería de la casa, con su cantarino acento gallego, nos dio a gritos la orden de finalizar. Julio respondió diciéndonos: -“último gol gana, mierda”-… Se produjo un entrevero en nuestra área chica; mi hermano Antonio, con hábiles fintas, quedó a cinco metros del arco que yo defendía, pero al levantar su pierna derecha para patear el pesado balón de cuero número cinco, el primo Sergio lo enganchó desde atrás, cometiendo un penal que ni el peor árbitro se hubiese negado a sancionar.

Julio se ubicó a nueve pasos de distancia. Me acomodé, dispuesto a llevar a cabo la atajada de mi vida. El primo se veía enorme, mucho más que su metro ochenta de estatura… Tomó distancia, dio cuatro pasos hasta el balón y pateó… La pelota me dio de lleno en el rostro, comprometiendo mi corta y blanda nariz y mi boca núbil.

Fue un gol espectacular, con pelota y arquero al mismo tiempo. Me levanté con la cara ensangrentada, pero sin chistar. Para colmo de males, al caer de espaldas rasgué el pantalón blanco, emporcándolo en una bosta fresca que alguna vaca, adversaria de mis colores, había depositado tras del arco.

-La cagaste, huevón –me gritó el primo Antonio. Era verdad, por partida doble…

Nunca fui lo que se decía: “bueno para la pelota”. No me faltó empeño ni resolución, pero carecía de talento. Años después, cuando cumplí los quince, hablé con un condiscípulo de apellido Lamadrid, que jugaba en las inferiores de Unión Española, para que me probaran… Él fue escueto y rotundo: -No pierdas el tiempo, cabro, dedícate a otra cosa.

Menos mal que yo había ido despertando poco a poco de aquel sueño infantil, buscando otra senda en las amadas palabras.
 
El segundo sueño
            
Mi hermano Antonio compraba todas las semanas la revista Estadio. Leíamos con avidez las crónicas y comentarios, sobre todo a Renato González, “MísterHuifa” y a Julio Martínez, “Jota Eme”. Toño encomiaba aquellos textos tan bien hilados, emocionantes, que podían sustituir a la perfección la falta de imágenes, que solo conoceríamos en 1962, con los primeros televisores blanco y negro los que nos permitieron entrar –virtualmente hablando- al campo de fútbol, donde se medían aquellos colosos mundiales: Brasil, Checoeslovaquia, Alemania, Italia, España y… Chile.

Entonces, soñé con transformarme en periodista deportivo, cuando aún no eran colegiados... Escribía los nombres de los jugadores y me sabía de memoria las conformaciones de todos los equipos de primera división. Recortábamos con Toño sus figuras, y en grandes cartulinas armábamos alineaciones ideales y las hacíamos enfrentarse entre sí, aunque siempre ganaban las que dirigía Toño…

Sin embargo, vislumbré la concreción de mi segundo sueño, en 1961.

Yo tenía veinte años y trabajaba en la ferretería de mi padre, donde conocí a casi tantos personajes como después iba a frecuentarles en el bar Unión Chica, Bar Amigo, Marabú y en otros templos de húmeda feligresía. Un amigo, tres abriles mayor, las oficiaba de bisoño periodista deportivo en el “Diario Ilustrado” (periódico ultramontano y escasamente ilustrado). El reportero de marras, no obstante su juventud, cargaba con dos años de casado y tenía una pequeña hija. Pero el hombre no creía en la monogamia y llevaba meses cumpliendo su descreimiento: mantenía una amante en el puerto de Valparaíso (“amo el amor de los marineros, que besan y se van/ dejan una promesa y no vuelven nunca más”) y debía recurrir a renovadas artimañas para viajar y volver, como simple marinero urbano; entonces, se tardaba tres horas en llegar a la perla del Pacífico.

Una tarde, mientras bebíamos cerveza en el bar “Punta de Diamante”, Paradero 27, me planteó urgente solicitud: -“Mira, tú sabes que yo cubro las reuniones dobles del Santa Laura, los sábados por la tarde. Hago el reportaje de los partidos, tomo nota de las jugadas más importantes, de los goles e incidentes, y luego redacto mi crónica, que debo entregar en el diario, escrita a máquina, antes de las once de la noche, para que se publique en el suplemento dominical. Bueno, necesito que me reemplaces, uno que otro sábado… Llevarás mi credencial, y como ambos tenemos el mismo nombre, no habrá problemas.” –Pero, tocayo- le dije, yo no tengo ninguna experticia como periodista deportivo… “-Te gusta el fútbol y sabes redactar, tienes buena pluma... Además, voy a pagarte lo que corresponde por cada reunión. ¿Qué más?”.

El sábado siguiente, me colgué al cuello la credencial, que no llevaba fotografía, y partí a Santa Laura, con lápiz y cuaderno de notas, nervioso como novia primeriza. Ninguno, entre la decena de periodistas de la tribuna de prensa, pareció interesarse en “el cabro del Ilustrado”. (En esa época no existía el gremio de los periodistas, y era un oficio sin diploma, como lo es aún el de escritor, aunque aquellos reporteros solían escribir mejor que algunos titulados de hoy). Luego de cumplir acuciosamente mi cometido,  regresé a casa y llené tres cuartillas en la Underwood de mi padre. A las diez de la noche, había entregado mi primera crónica, en las oficinas de “El Diario Ilustrado”, en calle Moneda, a un paso de la Casa de los Presidentes.

Y así, durante mes y medio, con la excepción de un sábado, suplanté a mi ardoroso amigo. Me sentí orgulloso cuando me dijo que le había llamado el director de deportes para decirle: “-Han mejorado bastante sus crónicas, fulano, aunque le recomiendo que trate de omitir ciertas alusiones literarias, porque los lectores del fútbol no son precisamente intelectuales, y la pelota no es para ellos la carga planetaria de Hércules”.

Dos o tres sábados más tarde, mientras ordenaba mis notas, en el entretiempo del segundo partido, escuché detrás de mí una voz de mujer, rotunda y amenazante, que preguntaba: “-¿Dónde está Zutano X?”. Me volví, con la credencial a la vista. La joven esposa de mi tocayo –a quien yo no conocía- me espetó: “-Así que tú eres el cómplice del sinvergüenza de mi marido. Ustedes los hombres son unos hipócritas de mierda, tapándose siempre uno a otro las cochinadas”. Y paseó su fulgurante mirada por los rostros cariacontecidos y temerosos de los colegas, entre los que estaban Jota Eme, Míster Huifa, el locuaz Segio Brotfeld, y el mismísimo Sergio Livingstone (que no escribía tan bien como los tres maestros, “leyendas del periodismo deportivo”, como alguien apuntara)... Luego, dio media vuelta y abandonó la tribuna.

Mi carrera u oficio de periodista deportivo había terminado, como uno más de mis variados emprendimientos, aunque esta vez –atenuante al fin- fuera solicitado como favor providencial para un amigo en apuros, fidelidad que no debe soslayarse.

(Al cerrar el presente texto, recibí una llamada de su hermano menor, comunicándome la muerte del periodista jubilado, por un coágulo que se le depositó en el pulmón, no pudiendo ser conjurado a tiempo. Me dirigí a la Unión Chica. El Wenchi, propietario de estirpe asturiana, ya lo sabía. Bebí dos cañas de vino tinto, a su entera y eterna salud, como a él le gustaba, cuando cumplíamos el rito del aperitivo, antes de zamparnos unos callos a la madrileña y dos botellas de Santa Emiliana cabernet... Y me llené de su recuerdo, de aquellos días remotos en que jugábamos al fútbol… Era buen gambetero, rápido, hábil con ambas piernas, y acostumbraba a meter goles de media cancha, poniendo el balón en el preciso lugar donde mueren las ánimas, en ese vértice terrorífico para los arqueros, hoyo negro entre vertical y travesaño. También me vino a la memoria la promesa que él hizo a su madre, a los dieciocho años, después de la primera borrachera, que jamás, nunca, iba a beber durante el Mes de María, que, como sabéis, comienza el 8 de noviembre y culmina el 8 de diciembre. El Periodista Deportivo cumplió a cabalidad el juramento; incluso, en el año 2000, cuando se vaticinaba el fin del mundo, el juicio final y la eclosión de los astros, él pasó, de un año a otro, uniendo dos fiestas marianas sin probar gota de alcohol, proeza que este escriba miserable no sería capaz de cumplir, ni por una semana… Pasamos años sin vernos; Cronos también es cabrón con las viejas amistades, pero un día nos topamos en la vorágine del centro y retomamos el diálogo. Nos reuníamos, los viernes, cuando había pescado en el Círculo de Periodistas; los jueves, al mediodía, en Nueva York 11…

Buscábamos partidos interesantes, como Colo Colo contra la U. de Chile, o Barcelona contra Real Madrid, o la Unión Española contra Palestino. Y los comentábamos, él, jubilado de su oficio, yo, convaleciente de mis sueños perdidos.

A veces con el hijo periodista, que buscaba reeditar la publicación “Alto Deporte”, creada por su padre; o con su hermano Benjamín, nos trenzábamos en discusiones sobre la contingencia, y terminábamos hablando de la pasión universal del fútbol, tan comprensible para güelfos como gibelinos.

Deja uno de verse por algún tiempo y te encuentras con que la Parca se ha llevado a un amigo entrañable, como si no le bastase con aventar nuestros sueños. Nosotros, contestatarios y rebeldes, desde aquellos tiempos de las pichangas fabulosas, ¿a quién podemos reclamarle?

Después de todo, al Gran Árbitro del Universo nadie puede discutirle una sanción, por errada que nos parezca.

Ahora, este viejo escriba sólo sueña con una nueva estrella de campeones, prendida en el corazón de esa águila bravía que es y seguirá siendo la Unión Deportiva Española.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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