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La esquiveta marraqueta

viernes, 15 de abril de 2016
A última hora, ciencia, arte y religión, todo ha de comparecer ante el Tribunal de la Lógica.
Juan de Mairena

Escuchábamos decir, cuando niños, que cada recién nacido venía con “una marraqueta bajo el brazo”. Este aserto popular, en el que algún día parecimos creer, se fue tornando dudoso a medida que conocíamos las caras menos amables de la realidad. Aquella afirmación solía unirse a otra frase al uso: “Dios proveerá”. En algunos casos, ésta semejaba cumplirse con ejemplos más o menos cercanos y circunstancias favorables, pero la vida y esa dama terrible que llamamos Historia, volvían a desmentirla, una y otra vez.

Ahora bien, la marraqueta, conocida también como “pan batido” o “pan francés”, es el pan predilecto de los chilenos. La comemos tibia, recién salida de la panadería por la mañana, y a menudo aún crujiente tras la hornada de la tarde. Es un lujo –si cabe la expresión- que el pueblo se da, compensando tantas otras limitaciones. Un kilo de pan corriente cuesta un dólar y medio; está al alcance de los pobres y acompaña cualquier guiso, porque a todo le viene bien. Incluso puede ser el único alimento sólido, acompañado de una taza de té. Somos los mayores consumidores de pan per cápita y uno de los máximos bebedores de té, aunque ni por asomo seamos los “ingleses de América”. Es, con toda propiedad, “el pan nuestro de cada día”.

La marraqueta es una bendición, sobre todo por las mañanas, y si le agregas algo de mantequilla o la untas con margarina no demasiado tóxica, se transforma en un desayuno frugal, pero alentador, junto a un humeante café sucedáneo o a un té popular. Quizá esta aparente abundancia hizo nacer la equívoca frasecita de la guagua o el bebé bien premunido al nacer, aserto que tiene, como casi todo, intención ideológica y política, fomentada por los credos religiosos y por los dueños de la tierra: todo embarazo es augural, porque puede transformarse en mano de obra barata.

Sé que aún mucha gente cree en el providencialismo benefactor, aunque no conozca la marraqueta… Ante ello, surgen preguntas sin respuesta: ¿Dónde estaba la Providencia en Auschwitz o en Treblinka? ¿Dónde está cuando naufragan las pateras llenas de emigrantes en el Mediterráneo? ¿Acaso esa entidad sobrenatural no se entera que dos millones de niños mueren cada año de hambre y enfermedades curables?

La réplica de los creyentes es tan insondable como su fe: “Esos son daños provocados por los seres humanos, debido a nuestro proverbial egoísmo y limitada condición”. Y vendrá enseguida la teoría del pecado original, con sus complementos de premio y castigo y esos extraños lugares fuera del espacio-tiempo, el Paraíso y el Infierno. Los ejemplos de Sodoma y Gomorra, que nos enseña la Biblia, son elocuentes, como el histórico de Pompeya; asimismo los apocalípticos terremotos que padecemos los chilenos, con regularidad casi providencial…

Pero si ese Dios nos creó, ¿no tiene también responsabilidad sobre nuestros actos y sobre lo que nos acaece? –No señor –nos retrucarán, porque Dios nos otorgó el libre albedrío. El círculo se cierra y no hay nada que decir. La circunferencia dogmática parece clausurarse a cualquier cuestionamiento. Las posibles fisuras serán selladas con los providenciales milagros y con otros actos, no menos herméticos, atribuibles a la “misericordia divina”.

En suma, debemos agradecer todo lo bueno que nos pasa a ese Innombrable, pero nunca achacarle nuestras miserias y desgracias… Corre pues, el enigmático Señor de Barbas, con todas las ventajas, esta deidad que recibe tantos nombres, cuyos fieles disputan y defienden la suya como única y verdadera nominación, algunos hasta inmolarse y aniquilar a otros, de paso, para refrendar su fanática supremacía.

Nuestro planeta Tierra, al parecer única residencia posible de la llamada Humanidad, enfrenta hoy problemas pavorosos, sociales y telúricos. Entre los primeros, las masivas migraciones de los desheredados y hambrientos de Asia, África y América morena; la sobrepoblación del mundo, que se torna incontrolable; el hambre, la enfermedad y la falta de oportunidades para millones de individuos; las periódicas guerras, alentadas y financiadas por las grandes potencias. Entre los segundos, el calentamiento global, la polución atmosférica, el derretimiento de los hielos, la escasez de agua potable y la desertificación de grandes superficies.

La organización de la sociedad global, vale decir la política globalizada de las diversas instituciones súper estatales, no está capacitada para resolverlos; ni siquiera para paliar los efectos inevitables de algunos de estos problemas. Como medidas extremas, surgen las voces airadas y coléricas de quienes aún manejan las riendas del orbe y continúan disfrutando de odiosos privilegios, para proponer, sin ambages, soluciones radicales: alzar barreras, construir muros, defenderse a toda costa de esas oleadas de pobres que –como en la canción de Serrat- inundan y congestionan el recibidor, o sea, la antesala de la mansión del rico. La creciente alza de popularidad política de un sujeto como Trump, en el corazón del imperio estadounidense, junto al avance de grupos de extrema derecha en Europa, y el endurecimiento de Turquía, en su puerta oriental, guardada por los actuales mercenarios, herederos del imperio otomano, para impedir que los migrantes de Siria, Irak o Afganistán traspasen las fronteras, a cambio de pagos y beneficios de intercambio económico para el Estado turco, son patéticas señales del fracaso de las entidades internacionales, como la ONU, entre otras, para proveer siquiera mínimos paliativos humanitarios.

Son demasiados los niños que carecen hoy de su indispensable marraqueta, e innúmeros los individuos adultos que ni siquiera pueden llevarse a la boca un mendrugo de pan. En nuestro Chile, nos vanagloriamos de haber acabado con la extrema pobreza, asunto que es un sofisma más entre los muchos conjugados por la demagogia estadística, esa suerte de religión laica con la que se nos quiere convencer, a diario, que tenemos que ser felices y sonreír, como cuando se nos entregaba en el plato una tibia y olorosa marraqueta para comenzar bien el día...
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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