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La ilusión de las ilusiones

viernes, 08 de abril de 2016
La escritura no es más que
la sierva de la palabra.

Roland Barthes

La desazón angustiosa que el ser humano padece, ante la inevitable decrepitud y la muerte, le lleva a buscar una supuesta salvación que tendrá como premio posible la inmortalidad individual. El instrumento redentor es la palabra revelada, que contiene admoniciones y códigos de conducta cuya obediencia agradará a esa divinidad inefable y enigmática, predisponiéndola a entregar el premio aguardado, más allá de la finitud, en la otra orilla.

La palabra, por lo tanto, no solo es ese medio de comunicación que le asignamos, sino un código cifrado que los elegidos desentrañarán para la mayoría de oyentes ignaros, llevándoles a comprender algunos de sus presupuestos, porque el secreto de sus interpretaciones hace que no podamos alcanzar su completa revelación por el simple hecho de escucharla o de leerla. Revelación y ocultamiento, a la vez. Es decir, nada está dicho o escrito de manera definitiva.

En su ensayo Variaciones sobre la Escritura, Roland Barthes nos dice:
“Algunos lingüistas defienden con agresividad la función comunicante del lenguaje: el lenguaje sirve para comunicar. El mismo prejuicio existe entre los arqueólogos y los historiadores de la escritura: la escritura es lo que sirve para transmitir. Sin embargo, deben reconocer –frente a la evidencia- que la escritura a veces (¿o siempre?) ha servido para ocultar lo que se le había confiado. Si la pictografía es un sistema sencillo, particularmente claro, cuando se pasa a un sistema difícil, complejo, abstracto, diversificado en numerosos signos gráficos que a veces llegan al límite de lo descifrable (ideografía cuneiforme), vemos que es justamente la legibilidad lo que los escribas sumerios descuidaban a favor de cierta oscuridad gráfica. La criptografía sería la vocación misma de la escritura (encriptar: ocultar de la vista del neófito; resguardar el uso hermético de los signos). La ilegibilidad, lejos de ser el aspecto deficiente, monstruoso del sistema de la escritura, demostraría en cambio su verdad (la esencia de una práctica puede estar en el límite y no en el centro). Los motivos de ese ocultamiento pueden ser diversos y variar según los lugares y las épocas: motivos religiosos, si se trata de una relación iniciática mantenida celosamente apartada de todo contacto profano, de una comunicación tabú con los dioses; motivos sociales, si se trata de garantizar a la casta de los escribas, representantes de la clase dirigente, la protección de ciertos secretos, de algunas informaciones, de determinadas propiedades.

“Estamos habituados, en virtud de los valores democráticos (y tal vez, en un sentido más amplio, cristianos) a considerar espontáneamente la comunicación más grande como un bien absoluto y la escritura como una adquisición del progreso. Y esto significa olvidar una vez más el otro aspecto del fenómeno: la verdad negra de la escritura. Durante milenios, la escritura separó a los iniciados de aquellos que no lo eran (la masa de los hombres); representó la propiedad (con la firma) y la distinción (existen formas de escritura primitivas, vulgares y escrituras refinadas); aún hoy, cada fenómeno de dominio, de secesión y, por así decirlo, de clandestinidad, está ligado a la posesión de una escritura (los algoritmos de la matemática, de la química, de la botánica, la escritura musical, simbólica, astrológica: en cuanto una ciencia tiende a constituirse, sus inventores le crean un hermetismo gráfico, como sucede en la actualidad con la semiótica narrativa, donde el relato es traducido en símbolos gráficos); en los manuscritos (que van desapareciendo), cuanto más difíciles de leer son las escrituras, más “personales” se las considera y evidencian el estilo impenetrable del individuo…”


Pero hay otra forma de redención, la colectiva, que está unida a la expresión por la palabra escrita, en las formas y ámbitos de lo que conocemos como literatura, y que ha derivado en la ilusión de transformar el mundo por medio del lenguaje bien articulado –calidad que se presupone en todo objeto de auténtica creación literaria- que llegará a muchos seres humanos, concienciándolos respecto a la necesidad de redimirse en virtud de imprescindibles cambios sociales acaecidos en las estructuras del poder.

Aquí quisiera detenerme, paciente lector, para entregarte algunas reflexiones en torno a la vieja cuestión de la literatura como factor de cambio social, desde los románticos hasta nuestros días, y quizá aún antes, desde la época de ese soñador de lo imposible que fuera Miguel de Cervantes y Saavedra (a cuatrocientos años de su último viaje)… Aunque quizá él persiguiera –sin proponérselo según intención propedéutica- la enseñanza a través de su obra monumental como el fruto de la paradoja de su personaje y hermano, el Caballero de la Triste Figura: el aprendizaje por el opuesto del modelo.

Pero la “cuestión social” no existía en la época de Cervantes, y si la palabra escrita tenía importancia, ella era mucho más jurídica que literaria. Los Cervantes y Saavedra, así como los Cortina, buscaban, bajo el imperio de esa palabra hecha documento de refrendación histórica y luego auto de derecho, su limpieza de sangre, la acreditación definitiva de ser “cristianos viejos”, sin mácula de ascendencia judaica, asunto que jamás lograron, aunque los cervantistas más ñoños aseguren aún la “pureza cristiana a todo trance” del Manco de Lepanto.

Dos siglos más tarde, un pensador francófono, de origen suizo, imbuido en las ideas iluminadoras de la Ilustración y luego precursor del Romanticismo, Jean-Jacques Rousseau, publicará, en 1762, sus obras cruciales y revolucionarias, El Contrato Social y Emilio o De la Educación. El impacto de sus libros en una sociedad convulsionada, que veintisiete años más tarde, en julio de 1789, daría inicio a la Revolución Francesa, le acarreó el desprestigio de la clase dominante, bajo la égida de Iglesia católica y Monarquía, al punto que debió exiliarse. Para Rousseau, como para los enciclopedistas, el conocimiento iluminará al hombre y le conducirá a una vida mejor y virtuosa (esto ya está, como ideal, en Aristóteles). Pero el escritor francés va más allá: la educación será una herramienta para liberarle de todos los yugos. Así lo expresa:

“Grotio niega que los poderes humanos se hayan establecido en beneficio de los gobernados, citando como ejemplo la esclavitud. Su constante manera de razonar es la de establecer siempre el hecho como fuente del derecho. Podría emplearse un método más consecuente o lógico, pero no más favorable a los tiranos.
“Resulta, pues, dudoso, según Grotio, saber si el género humano pertenece a una centena de hombres o si esta centena de hombres pertenece al género humano. Y, según se desprende de su libro, parece inclinarse por la primera opinión. Tal era también el parecer de Hobbes.
He allí, de esta suerte, la especie humana dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos. Como un pastor es de naturaleza superior a la de su rebaño, los pastores de hombres, que son sus jefes, son igualmente de naturaleza superior a sus pueblos. Así razonaba, de acuerdo con Filón, el emperador Calígula, concluyendo por analogía, que los reyes eran dioses o que los hombres bestias”.


Los románticos, herederos directos de Rousseau, tomarán sus banderas, para crear conciencia de los problemas sociales a través de la difusión de un arte comprometido con las luchas sociales, sobre todo por medio de una literatura que diese cuenta de la denuncia de esa realidad, sin por ello desmerecer el valor estético de sus creaciones ni su carácter individualista.

El propósito redentor de esta corriente iba a ser asumido por el llamado Realismo Socialista, con una intencionalidad y una meta diferentes: consolidar la ideología y los logros de la Revolución Soviética de 1917. Sería la piedra angular de la cultura política durante el régimen dictatorial del Iósif Stalin (1941-1953), bajo cuyo férreo mandato se rechazaron y combatieron, por decadentes y aburguesados, el Impresionismo, el Surrealismo, el Dadaísmo, el Expresionismo y el Cubismo; no sólo repudiados ideológicamente, sino purgados muchos de sus cultores, por “enemigos de la revolución”, otros, confinados en Siberia o desterrados. En esto coincidiría el jerarca georgiano con su enemigo político y militar, el austriaco Adolf Hitler. El odio contra los artistas e intelectuales les unía, cumpliéndose, una vez más, el aserto demoledor de Albert Camus: “El poder y el arte se mueven por carriles paralelos; cuando llegan a confluir, siempre es en desmedro del arte”.

Que alguien me diga si alguna vez los poderes del reino de este mundo han sido orientados, en alguna dirección o sentido, por la influencia de las artes. Sostengo que nunca. Por el contrario, en muchas ocasiones y tiempos y lugares, el poder de turno ha manipulado el arte y forzado a sus cultores con objetivos a menudo deleznables, aun cuando se invocase la dudosa teleología del “bien común”.

Por otra parte, nadie ha cogido un fusil tras haber cerrado la última página de una novela “comprometida”, o luego de haber meditado los versos incendiarios que un poeta escribió junto al fragor de las trincheras. Es que el arte literario suele surgir lejos de las barricadas; no es un reportaje en medio de la acción ni una arenga en la plaza de las manifestaciones, sino una criba lenta donde se maceran las uvas de la esperanza o del fracaso –sobre todo del fracaso-, y esto es un proceso individual donde nadie nos acompañará, enfrentados a la desnudez huérfana de la página en blanco.


Hoy estuve en un café del barrio “Bellas Artes”. En los mantelillos de papel de estraza había una caricatura de Fernando Pessoa –asiduo de bares y cafés- y un breve poema escrito por el vate portugués.

Éramos cuatro en la mesa. Fuera de mí, nadie pareció percatarse del poeta-contable de la Rúa dos Douradores ni menos de las palabras del poema manchado de gotas de café. (Menos mal que estamos en el barrio de las artes –me dije- y no en las pragmáticas callejuelas de La Bolsa), mientras leía en silencio sus versos lúcidos:




Desde la terraza del café miro trémulamente hacia
la vida. Poco veo
de ella, salvo el bullicio. Un marasmo como un
comienzo de borrachera
me aclara el alma de las cosas. Fuera de mí transcurre,
en los pasos de
los que pasan, la vida transparente y unánime.
En este momento, los sentidos se me han
paralizado y todo me parece
otra cosa: mis sensaciones son un error confuso.
Abro las alas y no me
muevo, como un cóndor ficticio.
Hombre de ideales como soy, ¿quién sabe si mi
mayor aspiración no es
realmente permanecer siempre aquí, sentado a
esta misma mesa de este café?


Si bien hago mía también la sentencia de mi admirado Camus: “El escritor está llamado a ser testigo insobornable de su tiempo”… Ser capaz, en suma, de ver, sentir y padecer la propia circunstancia, y denunciar las miserias y atropellos a la dignidad humana. Pero, en ningún caso, transformarse en panegirista de un partido o en panfletario de los empeños transformadores, por justos y necesarios que sean o parezcan. El escritor tiene que ser fiel a sí mismo y al amor por la verdad y la belleza que extrae o desgarra de sus palabras. El acto de la escritura y su fruto son engendrados en la soledad absoluta.

(No dejo de pensar que Fernando Pessoa también hubiese sido expurgado bajo los cánones pedestres del poder de su tiempo).

Y quizá también esta modesta crónica de las postrimerías geográficas y literarias…
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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