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Reflexiones sobre la memoria

viernes, 11 de marzo de 2016
“Recuerda, antes que sea demasiado tarde”.
(Consejo chino)


Según hábito adquirido desde hace cincuenta y cinco años, salgo de mi casa a las siete de la mañana, para dirigirme al trabajo. Metro atestado de afanosos pasajeros; luego, preparar el asalto a microbuses del Transantiago, en calle Irarrázaval, más escasos que una sonrisa temprana. Decenas, centenares de personas en los paraderos, rostros cetrinos, con rasgos de fatalismo ancestral, resignados a largas esperas cotidianas, de ida y de vuelta… El nuestro es el pueblo de la infinita paciencia.

Haciendo caso omiso a reiteradas recomendaciones de sabios compatriotas y diligentes amigos, recuerdo, ejercito la compulsión recurrente de la memoria. Comencé a viajar en micro allá por marzo de 1963 –cincuenta años ha- desde el paradero 27 de Gran Avenida hasta el centro de nuestra gris Santiago del Nuevo Extremo. Tenía yo buen estado físico entonces, manos fuertes y brazos resistentes para colgar de las pisaderas y no soltar las manijas de hierro… Diez, quince paraderos transcurrían a veces, con frío invernal o calor tórrido, agarrado como simio a la palmera. Monótona odisea en la que consumía tres horas diarias de esta riqueza terrible y efímera que llamamos tiempo. En cinco décadas, llegaría a una cifra aproximada de cuarenta y ocho mil horas inútiles (improductivas, diría mi buen amigo Robinson, náufrago sólo en sentido orteguiano)… Bueno, al regreso podía conseguir un asiento en aquellas góndolas motorizadas y disfrutar de la lectura, lo que suelo hacer todavía en las más incómodas circunstancias.

En todo este tiempo –extenso para mí, fugaz para el Cosmos- ningún gobierno de esta menesterosa república ha logrado solucionar la grave cuestión del transporte público, aunque cabe admitir que hoy los vehículos son más amplios y cómodos que en aquellos días de nuestra perdida juventud, pero el drama cotidiano de millones de trabajadores sigue siendo el mismo y las horas de viaje pueden llegar hasta cuatro o cinco en cada jornada. (Y aunque no sea “políticamente correcto”, ¿se acuerdan nuestros ciudadanos de los nombres de Ricardo Lagos y de Michelle Bachelet asociados a esta virtual tortura?)

Nuestra capacidad de aguante es formidable, superlativa, asombrosa. ¿Será por esa mezcla de los genes de conquistadores desarrapados con los del pueblo mapuche que aún resiste la inquina aniquiladora del mestizo chileno?

En el mes de septiembre, el ejercicio de la memoria individual y colectiva ha revivido, a través de esa rara entelequia que llamamos “opinión pública”, la profunda –y por ahora irremediable- fractura histórica de nuestra sociedad. Unos llamaron a rememorar; otros recomendaron el silencio y el olvido.

¿Para qué seguir hurgando en las heridas del pasado? Para que la verdad traiga justicia y reparación moral… Pero han pasado cuarenta años y déle con la cantilena; ya está bueno; demos vuelta la hoja… Pero aún hay crímenes impunes y seres desolados que quieren encontrar a sus muertos… Sí, pero basta. También hubo muertos entre los militares. No se olvide que esto fue casi una guerra civil…

A veces yo también quisiera olvidar, como un amnésico o irresponsable más, sobre todo mis deudas, pero éstas son tan porfiadas –según palabras que parecen resonar en mi subconsciente- como los izquierdistas de este lindo país con vista al mar, que se han apoderado durante el mes de la patria de muchos medios de comunicación (ellos, que no tuvieron acceso antes, gracias a Dios y a sus acólitos Augusto y Agustín), agrediéndonos con imágenes enojosas y canciones de sesgado contenido político, cuando tenemos música tan linda y grata de oír: los Huasos Quincheros –por ejemplo-, la Patty Maldonado, la Miriam, el Pollo, el Peter Rock…

Parece que tienen razón estas voces –ahora remachadas por amigos y conocidos, de palabra y por mail- que me instan a la amnesia. ¡A mí, que le tengo pánico al Alzheimer!

Entro en el café Caribe para aventar los malos recuerdos con una taza del oloroso e incomparable brebaje (y pensar que los ingleses y los pobres de este país toman el abominable té, todo el día). Me topo con un viejo amigo hebreo (omito su nombre por temor a que sea objeto de discriminación). Me pregunta si he leído el último libro de Primo Levi, “Auschwitz”, novela-diario autobiográfica… (Como bien sabes, paciente y culto lector, Primo Levi fue un escritor italiano, de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, resistente antifascista, superviviente del Holocausto) Lo vi en una librería, me interesó, pero costaba dieciocho mil pesos, más de lo que gasto en la feria de fin de semana; también hay que comer, compañero… Si no lo puedes conseguir –me dijo- yo te lo presto; es notable, conciso, de impecable estética, estremecedor… Me gusta mucho Levi –le dije, respondiéndole como si la sana prudencia hablase por mí: -Incluí un par de epígrafes suyos en mi última obra, pero, con todo respeto, ¿qué sentido tiene seguir recordando las atrocidades del Holocausto? Eso ocurrió hace setenta y tres años… ¿Por qué no damos vuelta la hoja?

Mi amigo me miró, estupefacto… Antes de dar media vuelta y marcharse, me espetó: -Con razón me habían advertido que estabas medio gagá… (No alcancé a decirle que acababa de leer el Diario de Isaac Babel, testimonio de otro gran escritor hebreo de los brutales procesos de Moscú 1936-1938, y que podría facilitárselo)

En el baño del café me miré al espejo, mientras orinaba con cierta intermitencia. Me encontré viejo y algo estragado, ojeroso y con un halo vacuo en las pupilas.

Camino a la oficina me puse a recitar, en silencio, poemas en castellano y en gallego. Comprobé que los recordaba con absoluta nitidez.

¡Graciñas a Deus! Aún no me falla la memoria…
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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