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viernes, 04 de marzo de 2016
¿Acaso en las voces a las que prestamos oído
no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?

Walter Benjamin


Hace treinta años, en el salón de actos de la Sociedad de Escritores de Chile, recibíamos la visita de Mario Vargas Llosa. Era un huésped dilecto, esperado en medio de esa larga noche de piedra en que vivía o reptaba la patria sojuzgada. Recordábamos al eximio novelista, sobre todo, por la “Ciudad y los perros”, quizá porque los canes rabiosos, con sus metálicos collares de puntas aceradas, se habían adueñado de la noche santiaguina, y era peligroso salir a sus rúas grises después del toque de queda; un riesgo de veras mortal que parecía revivir en las páginas magistrales de la novela. El gran escriba peruano aún no había comenzado su coqueteo con la derecha, siguiendo atávicas inclinaciones de clase, asunto que suele afectar a ciertos pares que, al revés de un Huidobro o de un Edwards Bello, son incapaces de romper la vieja servidumbre, pese al talento recibido.

Para procurar la dignidad material de aquel encuentro, habíamos hecho una colecta entre los socios de la SECH, pues, como ustedes saben, la dictadura suspendió, en 1978, la subvención que favorecía al gremio, por ley, para mantener la Casa del Escritor, y eran habituales los cortes de suministros básicos por cuentas impagas… Pero aquel día parecíamos felices y hasta un vino de honor habíamos amañado para el cálido cierre de la ceremonia.

El salón estaba abarrotado. Quedé junto a Oreste Plath y a Matilde Ladrón de Guevara, en cercanía extrema que hoy pudiera considerarse promiscua; tal era la aglomeración expectante que provocaba el famosísimo sudamericano del boom. Todos se apiñaban para admirarle, en especial la clientela femenina… Apareció delante del maestro Oreste una mujer atractiva, treintañera, como regurgitada por el involuntario roce de muchos cuerpos que buscaban espacio. Miró a nuestro folclorólogo, lo saludó con un sonoro beso, preguntándole:

-¿Usted escribe? -Sí- le respondió Oreste, y también leo.

Matilde Ladrón de Guevara rió con su espléndida y aplomada risa… La joven no se inmutó, no fue capaz de captar la fina ironía de Oreste Plath ni menos supo quién era aquel hombre mayor, de aspecto venerable y apuesto, que declaraba con olímpica sencillez su carácter de individuo alfabetizado, capaz de escribir y también de leer.

A estas alturas me asiste la duda de cuál de estos dos oficios, el de escritor o el de lector, es más difícil y necesario… A punto estoy de inclinarme por el segundo, puesto que sin lectores no serían posibles los escribas; en cambio, la lectura es un acto inevitable de interpretación del mundo, sea para entenderlo en los ámbitos de la realidad que podemos aprehender o para imaginarlo según nuestros sueños y anhelos, siempre deletreándolo en palabras, pues sin éstas no somos seres humanos, sino apenas simios titubeantes.

Si en toda una larga vida de siete décadas no se llega a dominar el oficio de escribir, tampoco se adviene a un completo dominio de la lectura… Cada día que pasa cuesta un poco más leer, y no me refiero a la amenaza, inminente y terrible, de ir perdiendo facultades intelectivas, sino al desafío colosal de comprender a cabalidad lo leído, más allá de las interpretaciones de texto al uso. Es mayor a esto el reto de las palabras, pues detrás de ellas hay varios mundos significantes que se combinan y superponen en infinitas posibilidades de entrelazamiento y sentido. Es por ello que al esfuerzo de la lectura se suma la desazón o la angustia de extraviar, en brazos de la fruición del lenguaje, otros significados o destellos que nunca saborearemos con el deleite insaciable del auténtico sibarita de las palabras.

¿Usted escribe? Y también leo, ha respondido Oreste Plath, y quizá su respuesta fue más que una simple ironía para aquella desavisada joven que buscaba, en el caso del ilustre huésped Vargas Llosa, al posible galán maduro y no al escritor avezado que tal vez no había leído. Porque el maestro Plath sí estaba enterado, tal como Borges y Flaubert, de la ardua e imposible proeza que aguarda al lector, atrapándolo en sus redes: hacer suyo lo leído.

Este reto lo apreciamos mejor en las necesarias relecturas, cuando nos enfrentamos, después de largo tiempo, a un texto que leímos, descubriendo en él otras voces, nuevas sugerencias y distintas interpretaciones. Me ocurrió con La Montaña Mágica, de Thomas Mann, que leí por primera vez a los dieciocho años. Dos décadas más tarde, me pareció otro libro, cuya impresión remota sentí desvaírse en el tiempo. Por el contrario, cuando releí Carta al Greco, de Kazantzakis, experimenté mayor conmoción y encantamiento que en la lectura original, como si recibiera el regalo de nuevas revelaciones.

¿Cuántas lecturas serán precisas para el definitivo abrazo, para que el texto, al sentirse leído como una doncellas desflorada, nos lea a nosotros y nos desnude, página a página? No tengo la respuesta y es probable que nadie la tenga… Ahora, cuando alguien me pregunte si sé leer, le responderé que estoy aún en vías de aprendizaje.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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