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Interpelar al lector

viernes, 26 de febrero de 2016
La interpelación al lector es antiguo ejercicio. Cervantes lo ejecutó, con singular maestría y humor, en su Ingenioso Hidalgo, en juego combinado con los otros narradores que le asisten y reemplazan a través de la obra monumental; asimismo, con las interpelaciones que Don Quijote profiere a Sancho, como si hablara a todos los simples de la tierra, poniendo su afán y esperanza en la persuasión por el verbo. (Unamuno, en su réplica al feroz Millán Astray, deja en claro que la única victoria posible para el entendimiento humano es la de persuadir). Al final de la novela –bien lo saben ustedes, caros y sagaces lectores- Sancho interpela a Don Quijote y, por intermedio de él, a quienes abandonaron los ideales para refugiarse en las seguridades ramplonas del reino de este mundo, porque el caballero andante, es decir el que reflexiona, no puede interrumpir su peregrinación activa y valiente por todos los caminos.

También existen los poetas que interpelan a través de sus versos. Rosalía de Castro es una de ellas; lo es Gabriela Mistral. Ambas hermanas de oficio se atreven a interpelar a Dios, a enrostrarle, con dolor y sutileza, despojadas de soberbia, las injusticias que se cometen a diario bajo sus plantas, sobre todo el silencio y el penar de los inocentes.

Interpelar al lector es invitarle a compartir el proceso dual de la escritura, completándolo en sus vacíos, omisiones o inseguridades. Hay escritores –como Carlos Penelas- que interpelan al lector y le reprenden, en una suerte de llamado de atención, para que caiga en cuenta de las palabras que se le dirigen, para que sea capaz de apreciar el sentido que late detrás o bajo ellas. De lo contrario –es el caso de las crónicas de Penelas- sería mejor que no leyera, que cerrara la página bajo el desprecio terrible que significa “hablarle a la pared”, o “escuchar detrás de una tapia”, aunque es posible que en ocasiones las piedras capten más que los individuos humanos en este tiempo de terrible incomunicación, de deslenguaje, como escribiera un mentado profesor de semántica.

La interpelación –tal y como la entiende mi amigo Penelas- es la base de la educación griega, pues la mayéutica consiste en preguntar de manera inteligente, provocando el debate fructífero, que sólo se genera a partir del “júbilo de comprender”, otro de los condicionantes esenciales que parecen ajenos a nuestro tiempo, donde todo está dado para que nos apropiemos, con total desvergüenza, de lo que otros han construido y acopiado. Y, lo que es peor, copiar, calcar, recortar sin digerir lo que hurtamos a la despensa intelectual de grandes o medianos creadores; sin asimilar ni comprender, porque carecemos de lenguaje, en el sentido de la imprescindible dualidad hablante-escucha.

Ante nosotros se alza, amigo lector, el problema del entendimiento de la palabra, al parecer insuperable en el actual contexto de comunicación. Hablo del idioma que conocemos, del que nos hemos servido para la transmisión de la cultura y del conocimiento pragmático, durante doce siglos, y que hoy va siendo sustituido por formas y expresiones desarrolladas en el espacio virtual cibernético y en la jungla urbana globalizada. Es posible que llegue a articularse una nueva habla, capaz de contener y expresar ideas y conceptos; asimismo, apta para el amor, la poesía y la esperanza. Por ahora estamos en el vórtice de dos formas de expresión: una, en apariencia agotada; otra, en ciernes, aún no expedita. Entre ambas, tantea una generación que no entiende a sus mayores ni es comprendida por éstos. Replicarás con acierto -caro lector- que se trata de un fenómeno recurrente en el humano devenir. Y lo es, sólo que hoy la fisura parece demasiado honda y devastadora.

Recientes estudios y encuestas educacionales realizados en Chile, revelaron que los profesores de enseñanza básica y media sólo manejan un tercio de las materias que deben enseñar, y que dos tercios del alumnado que postula a la universidad son incapaces de asimilar cabalmente un texto de dos carillas, escrito en el castellano de Borges y de Neruda…

Pero no todo está perdido; no puede estarlo, mientras continuemos con el ejercicio necesario y vivificador de la interpelación, que es como el pulso del intelectual inquieto. Camino con Carlos Penelas –en sentido figurado, porque estoy en el lado oeste de la cordillera- pero le acompaño en su deambular interpelativo por las calles de Buenos Aires. Y le escucho, con atención y afecto:

La perversión idiomática posee sus figurones, sus parnasos, sus carraspeos hipócritas, sus pactos. Vocaciones admonitorias nos hablan de revolucionarios, de víctimas, de vigorosas hazañas. Un maccarthismo de izquierda. Debo enfatizar: generaciones traicionadas. Cada uno es un precursor del doble discurso. Degradación, agotamiento; un engranaje de engaño y fraude. Una vez más: escarapelas melancólicas y teorías reivindicativas.

Confieso mi perplejidad ante las masas imbéciles y ante el individuo imbécil. Asco, aburrimiento, mal humor. Creo en el poema, en la búsqueda estética y ética de cada línea, de cada silencio. La creación tiene sus raíces en la fugacidad del amor, en el compromiso y entrega por el otro, en el misterio que inaugura el enigma. Se une talento y disciplina, se advierte la palabra como acto, la obra provista de humanidad nos eleva. Sólo a partir de la creación el hombre se pone de pie, se siente libre. Cambia la mirada, cambia el tono de voz, la manera de caminar.

Me preguntas –alerta y avisado lector- ¿cuál es la solución?

No la tengo (tampoco Penelas la tendrá). Salvo este fuego que me consume y que quisiera traspasar a otros, con la empatía de los viejos maestros que todavía puedo oír y entender en noches de duermevela.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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