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Memoria y homenaje

viernes, 12 de febrero de 2016
El próximo jueves 4 de febrero se cumplen diez años del pasamento de la periodista gallega, gestora cultural, actriz de teatro y meiga de afición, Micaela Souto Portela (1926-2006). Según sabemos, ella nació en A Coruña, el 20 de noviembre de 1926. Luego del asesinato de su padre -violinista y maestro de escuela-, a manos de los ‘camisas azules’ de Falange española, tomó el camino sin retorno de la emigración, en noviembre de 1936, cuando era una niña de apenas diez años, junto a su madre y dos hermanas mayores, a Buenos Aires, la “Quinta Provincia”, donde vivió hasta los veinticinco años, para pasar a Chile en busca de mejores horizontes. Periodista autodidacta, escribió crónicas y crítica literaria en distintos periódicos chilenos, entre los que cabe señalar El Mercurio, La Nación, Fortín Mapocho y La Época.

En junio de 2004, se la dio por muerta en un naufragio, en el mar de Chiloé, debido a que entre los restos de la catástrofe se encontró una zamarra suya en cuyo interior estaba su cédula de identidad. Un año después, el cronista que esto escribe recibió una carta de Micaela desde Puerto Williams, la villa más austral del mundo, el finisterre de los finisterres. Entonces supo que ella había sobrevivido al naufragio de la goleta Marisol y que la prenda del hallazgo se la había prestado al patrón del barco, el chilote Andrade, para protegerle de unas fiebres malignas.

El 4 de febrero de 2006, murió Micaela en su casa de Isla Navarino, de un paro cardio-respiratorio. En el huerto de su último lar reposan sus restos, ornados por una sencilla lápida de granito que reza:

Aquí yace Micaela Souto Portela
más amante de las letras que de los hombres.
Aventurera de los vientos, encontró refugio
en el último de los confines.

En vida, Micaela tuvo fama de meiga (bruja gallega) o de meica (curandera mapuche) en la comuna de San Bernardo, donde vivió hasta diez años antes de trasladarse definitivamente a Chiloé y en postrer viaje, a Puerto Williams.

Amigo lector, por estimarlo pertinente, y como un homenaje a su memoria, incluyo en este escrito de circunstancia el relato que viene a continuación, obra del gallego orensano, Rafael Rojas Burela, hoy con paradero desconocido en el ancho y ajeno mundo, quien fuera entrañable amigo de Micaela y camarada de este servidor…


El agente y la meiga cronista

“Nada es más fantástico que la realidad”.

Una fría tarde de mayo de 1983, el agente Romo, oficial adjunto de la policía secreta, tocó la campanilla en la verja de la casa de Micaela Souto, sita en la villa de San Bernardo. Luego de tres sonoros intentos, apareció Sebastián, el enano que servía de mayordomo a la meiga, vestido con ropas de terciopelo verde y un bonete rojo.

–¿Qué desea, señor?

El esbirro, un tanto desconcertado, preguntó por la señora Souto.

–¿De parte de quién?

–Del Ministerio del Interior, Oficina de Comunicaciones y Censura Gráfica, -habría respondido Romo.

El enano le hizo pasar a un amplio salón en penumbra, ofreciéndole asiento. Romo permaneció de pie, inquieto, algo mareado por efluvios de hierba quemada y vapores de orujo que impregnaban el ambiente. Un largo maullido le sobresaltó. Desde los cortinajes bermejos surgió un enorme gato negro, con las pupilas encendidas como ascuas, mirándole con amenazante fijeza. La puerta de vidriera azulada se abrió para dejar paso a Micaela. Si el agente tuviese en su magín palabras adecuadas para describirla, habría dicho algo como esto: “La mujer era alta y gruesa, de rostro alargado y ojos azules que resaltaban bajo su negra cabellera sujeta en un moño. Parecía una figura surgida de estampas del siglo XIX, como esas damas de alcurnia y mundo que precedían tertulias literarias y se codeaban con lo más granado de la intelectualidad. Irradiaba belleza madura circundada por un aura de sólida prestancia…”

–A qué debo el honor– recuerda haber escuchado Romo.

–Bueno, señora… me han encomendado la misión de conversar con usted sobre algunos escritos de prensa que el Gobierno considera impropios y aun ofensivos para el Capitán General–, respondió el agente. Micaela le invitó a sentarse con breve ademán. Luego, se arrellanó en una silla turca de gran tamaño, clavó los ojos en Romo, diciéndole:

–No escribo para ofender ni molestar a nadie, sino para decir mi verdad, algo que vengo haciendo desde los quince años y cuyo ejercicio continuaré hasta mi muerte. A estas alturas de la vida, sólo le temo a los malos recuerdos que suelen agitarse por la noche. ¿Usted no padece pesadillas, señor Romo?

El agente sufrió involuntaria sacudida en su asiento. La incomodidad se le iba haciendo insoportable, quería concluir aquella maldita comisión cuanto antes. Dijo, con un hilo de voz:

–Señora, en el último de sus artículos, que tengo en esta carpeta, marcado con líneas rojas, dijo usted del Presidente de Chile que “El actual mandatario impuesto no ha experimentado la anagnórisis en el mediocre y forzoso ejercicio de su autoridad omnímoda”. -¿Puede usted decirme qué significa anagnórisis…? Lo de omnímodo ya pudimos descifrarlo…

Micaela respondió:
–¿Acaso no tienen un buen diccionario en la Casa Palaciega?

Y Romo habría retrucado:
–De haberlos, los habrá, pero mi General no tiene tiempo para consultarlos ni menos sus asesores, atareados como están por controlar a los malignos enemigos de la Patria.

Micaela se levantó, y llena de orgullosa dignidad dijo al enviado:
–Un escritor –en este caso escritora o simple cronista– que se precie de su oficio, no entrará en explicaciones de sus palabras ni de sus giros idiomáticos ni menos aún de la trama de su estilo.

Antes de que Romo respondiera, ocurrió algo imprevisto. El gato gruñó como si emprendiera felino ataque, saltando sobre el ancho sofá azul; desde allí se lanzó sobre un espejo ovalado y convexo (como los de Valle-Inclán) y atravesó el vidrio, desapareciendo tras su propia imagen.

El pavor habría hecho temblar a Romo como si fuera presa de incontenibles tercianas. Se levantó, dejando su carpeta con las “pruebas” del delito sobre el sofá, dirigiéndose a la salida. Esta vez, le acompañó hasta la verja una anciana que se apoyaba en un báculo de esos que usaban antaño los peregrinos de Compostela y que llamaban bordón.

Mientras abría la verja, la anciana mujer dijo a Romo:
–Que tenga un viaje feliz. Dele saludos al Señor Santiago.

Se dice que Micaela nunca más fue molestada por los servicios de seguridad; que el implacable jefe directo de la organización, el rubicundo comandante Contreras, habría considerado que aquellos textos de la cronista gallega eran escasamente leídos, y menos comprendidos por los lectores, sobre todo los de uniforme… Por lo tanto, no había peligro implícito para el Capitán General ni para su gobierno, y que ella quedaba eximida de toda culpa, aunque debiera ser observada con regularidad.

De regreso en palacio, el agente Romo desempolvó el diccionario en dos tomos de la Real Academia Española, edición 1980, que doña Lucía empleaba para poner sus macetas de geranios, y buscó la palabra anagnórisis… Leyó para sí: “Es un recurso narrativo que consiste en el descubrimiento, por parte de un personaje, de datos esenciales sobre su identidad, sus seres queridos o su entorno, ocultos para él hasta ese momento. La revelación altera la conducta del personaje y lo obliga a hacerse una idea más exacta de sí mismo y de lo que le rodea”.

Aquella noche, el agente Romo durmió sobresaltado y pasó largos periodos de duermevela. Al levantarse, tras el prolongado sonido del despertador y los apremios de su mujer, tomó la irrevocable decisión de no comentar nada de esto al Capitán General… Era preciso evitar que éste tropezara en el diccionario con el significado de anagnórisis y le urgiera la manía de ponerlo en práctica.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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