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La Tina

viernes, 08 de enero de 2016
Mientras miraba antigüedades en una feria, observé una enorme tina de patas de león, atiborrada de cachivaches de loza y metal. Surgió un recuerdo de muchas décadas, en la casa de Ñuñoa, asociado a la memoria de mi madre, nacida en un día como hoy, el último del año, hace ciento dos diciembres.

En el galpón, donde se guardaban las herramientas, las bicicletas, la enorme lavadora hechiza donde cabían innumerables prendas de doce usuarios, infinidad de objetos arrumados, incluyendo un alambique donde Cándido gallego destilaba todos los años un aguardiente de dudosa calidad, quizá aferrándose al recuerdo del orujo que preparaban en La Touza, Santa María de Vilaquinte, Galicia profunda, en los días de su infancia remota...

Ya ven, el alambique me trasladó al otro lado del mar, cuando iba a hilvanar asociaciones con esa tina de patas de león, que se aligeraba de muchos objetos guardados en ella, para que sirviera, desde el 23 de diciembre, cumpleaños de abuela Fresia, hasta el 31 -día de mamá- y fiesta de Año Nuevo, como amplio depósito para guardar viandas, vinos y licores en abundancia, previstos para esos ocho o nueve días de celebraciones casi ininterrumpidas.

En su blanca panza descomunal se apilaban botellas de colemono, de vino blanco, bebidas gaseosas, carnes de ave, cerdo y vacuno, jaleas y postres, todo cubierto de hielo en barras y gruesa sal de mar, arropado con grandes sacos de arpillera, que aseguraban el frescor en aquel ámbito sombrío que miraba al sur.

Cuando veo alguno de estos viejos recipientes en desuso, con su acogedor espacio para largos baños de tina, hoy reemplazados por la aséptica ducha gringa, hilo de nuevo recuerdos festivos e incitantes como los de aquellos días. También la memoria recupera la imagen de mi padre, preparando su semanal baño sabatino, mientras preparaba aquel estanque de hierro enlozado, especie de animal que ofrecía su vientre al agua tibia y reconfortante y al ocasional usuario.

Después del llenado, Cándido gallego colocaba una tabla atravesada a lo ancho; sobre ella, un sencillo atril de madera, donde abría sus páginas prometedoras, un libro, cuyas hojas iba cambiando, mientras remojaba su albo corpachón, con una especie de puntero provisto de goma en su extremo, que hacía posible la continuidad de la lectura durante las dos horas o más que tardaba aquel remojo higiénico, para concluir en breve ducha, fría y reponedora.

En esa tina nos turnábamos, a diario, el resto de los habitantes de la casa, pues mamá Fresia no comulgaba con la premisa del pater familiae de que la extraña costumbre del baño diario, con agua tibia y abundante jabón, bajo la diminuta regadera, provocaba un serio deterioro de la salud, al eliminar las defensas naturales de la piel, arrastrándolas al resumidero.

A estas alturas, no estoy seguro de si la estadística de la tribu, en cuanto a deducir buena salud asociada a menor provisión de baños, se haya cumplido entre nosotros, aunque debo reconocer mi propósito de rehuir la ducha diaria, cada vez que puedo, o cuando la providencia me ayuda con cortes del suministro de ese líquido que los periodistas llaman “vital elemento”, tal vez olvidándose del más necesario y contaminado de todos: el aire.

Hace un tiempo, mientras planificábamos –Marisol y yo- la remodelación del departamento, ella me dijo: -Yo eliminaría la tina del baño...

Me quedé pensando, pasmado o atónito, por unos segundos, para responder, con una voz que salía desde las entrañas de la memoria, reviviendo su carga de aromas y primicias:

-¿Eliminar la tina? –Por ningún motivo.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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