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A modo de recuento

martes, 05 de enero de 2016
Esto de los balances no me gusta mucho, debido a que mi oficio de subsistencia: contable o contador, me obliga a resumir, año tras año, los números del ejercicio comercial, para articularlos en un balance de ocho A modo de recuentocolumnas, según los preceptos árabes de la partida doble y la rigurosa normativa tributaria. Por lo tanto, me quedaré con un breve recuento de algunos sucesos de este 2015 que fueron significativos para mí.

Desde Vigo, Galicia, recibimos, como residente “a tiempo completo”, a nuestro caro amigo y paisano, Antonio Chaves Cuiñas, compañeiro de Begoña Pereira. Este Antonio cumple a cabalidad la condición fundacional de los gallegos, que establecen, en cualquier lugar donde fijan su residencia, una suerte de segunda patria, con nuevo cuño y visión enriquecida… Mientras Begoña se mueve como una trucha del alto Miño, entre los complejos vericuetos y espacios abiertos de la medicina social, Antonio pinta, escribe poemas e investiga sobre autores chilenos que descubre con ojo avizor y conciencia alerta, de manera incansable, con asombrosa vitalidad y certera pertinacia… No sin suspicacias y resquemores, que en nuestra república –o aldea- de las letras suelen abundar, reptando muchas veces en la Casa del Escritor, donde las murmuraciones de pasillo crecen, se mueven y alborotan como las olas de un mar proceloso... Pero Antonio posee el arma inigualable de la retranca gallega; mira, observa, sonríe, y lo más que dice, o musita muy baixiño, es: “Manda carallo…” Y aquí no ha pasado nada, demos vuelta la página y vamos a lo que sigue… Una buena sonrisa cuesta menos que un rictus amargo y suele allanar caminos pedregosos.

En marzo 2015 iniciamos nuestro ciclo “Conversemos de Literatura”, en el salón de actos de Simpson 7, bajo el lema: “La palabra crece y fructifica en la Casa del Escritor”, con la figura inmortal de Gabriela, y luego, desde el abril lluvioso del Noroeste atlántico, trajimos hasta aquí a su hermana de oficio gallega, Rosalía de Castro, para continuar con la voz poética entrañable de Efraín Barquero. En mayo recordamos a Rolando Cárdenas e hicimos vibrar la cadencia nostálgica de sus poemas australes, entre amigos y colegas, en la Casa del Escritor. En junio, nuestro amigo Hernán Ortega llegó desde Olmué para hablarnos, con propiedad y hondura, de Martín Cerda, nuestro Montaigne criollo.

En el frío julio del Sur, agasajamos a Manuel Silva Acevedo, quien nos brindó su acerada poesía, no exenta de humor. En agosto, el aún joven y controvertido poeta, Víctor Hugo Díaz, envidiado por muchos y denostado por algunos, leyó sus mejores poemas, mientras hablábamos de poesía, estética e intenciones líricas. En septiembre, saltamos a la narrativa y recibimos al eximio cuentista Rolando Rojo.

Leímos algunos de sus cuentos y escuchamos sus vívidas historias en el exilio de la pampa argentina, entre nazis camuflados y aristócratas rusas que seguían encendiéndole cirios a su malogrado Zar. En octubre, invitamos al poeta Horacio Ahumada, quien se hizo humo por aquellos días, tornándose inhallable; pero, una vez más, comprobamos que los poetas son menos necesarios que la poesía, y nos arreglamos para que sus versos inundaran la sala de reuniones, donde nos cobijamos con unas botellas de buen vino obsequiadas por ese fino anfitrión, de estirpe gallega, que es Guillermo Martínez Wilson, que extrae mostos de buena estirpe desde su chistera de mago panadero.

En noviembre, cerramos nuestro ciclo anual de “Conversemos”, con la figura indiscutida del poeta, maestro e investigador, Naín Nómez, presentando su extraordinario libro Exilios de Medusa…

Diciembre nos ha caído encima, con su canícula despiadada y sus apremios de Navidad consumista. Pero hemos continuado con las tradicionales tertulias de los lunes, a las siete en punto de la tarde, en el Refugio López Velarde –cuando se puede- lugar que aún no recupera el esplendor de los 80, cuando nos sentábamos a conversar con Stella Díaz Varín, con Yolanda Lagos, con Paz Molina, con Jorge Teillier y su hermano Iván, con Pepe Cuevas, Aristóteles España, el Mono Olivares y Rolando Cárdenas; con los entonces jóvenes José María Memet, Francisco Véjar, Gonzalo Contreras, Horacio Eloy, Eduardo Robledo…

(Las omisiones corren por cuenta de los estragos de la memoria, nada más). Pero no olvidaré mencionar a Carmen Luz, eficaz diagramadora de invitaciones virtuales a los encuentros de los jueves con aire vallejiano.

Tuvimos la grata compañía, sobre todo durante el primer semestre, de nuestro amigo cordobés, Gregorio Dobao, de mi ex alumno y compañero de tertulias, Cristián Loyola, y la presencia cordial del poeta Benito Moreno, a quien tenemos considerado para nuestro Ciclo 2016 de “Conversemos de Literatura”, que vamos a iniciar en enero, con Marina Latorre y Raúl Cañete… Animador permanente fue Juan Pablo del Río, y menos asiduos, aunque fieles, Marcelo Jarpa y Raúl Muñoz, bajo el ojo escrutador de la cámara activada por Ricardo San Martín, el fotógrafo a jornada completa de la Casa del Escritor… Y Magdalena, ofreciéndonos sus breves versos, sonrisa incluida, a cien pesos la hoja volandera…
Asimismo, compartimos los días miércoles, en el Centro Cultural de España, las entretenidas tertulias que moderan Manuel Andros y Cecilia Almarza. Asistimos a variadas lecturas poéticas y fuimos también protagonistas, en una jornada memorable, junto a mi hijo músico, José María. La culminación de este ciclo poético tuvo lugar el miércoles 16 de diciembre, con el homenaje a nuestra querida amiga, la poeta Paz Molina.

En esta provisoria “recolleita verbal” no haré alusión a mis crónicas semanales, porque ellas son parte de un ritual casi cotidiano. Ni mencionaré las numerosas “correcciones de texto”, hechas por encargo de editoriales o encomiendas de escritores amigos… Me quedo con la cosecha vibrante de los nombres de mis amigos, aun a riesgo de incurrir en omisiones graves, pero ellos –los ausentes de nominación- sabrán perdonarme, como lo hicieran otrora con otros olvidos, bajo las sombras de un tiempo aleve.

Después de largos años, he vuelto a la Casa del Escritor, mi segundo hogar, muchas veces, y, en ocasiones extremas, el primero. Recuerdos gratos y también decepcionantes, en esa mezcla agridulce de la existencia, pero casi todos intensos, para que la memoria los registrase de manera indeleble; para que algún día seamos capaces de volcarlos, junto a muchos otros provenientes de mis pares de oficio, en un libro que los atesore, como testimonio fructífero, para disfrute de las nuevas generaciones de escribas. “Memorias vivas de Simpson 7”, bien podría llamarse esa obra de colectiva remembranza…

He regresado a esta Casa -donde hace veintiséis años bautizáramos, Marisol y yo, a mi hijo músico, José María-. Retorno sin aspiraciones de figuración ni de poder, sólo con el propósito de entregar, sobre todo a los más jóvenes, parte de esa experiencia, literaria y humana en la lectura y el coloquio sin pausa, acopiada a través de cuatro décadas, bajo el móvil compulsivo del amor por las palabras, cuyo único premio es el limpio y callado regocijo que nos entrega la porfía de su culto misterioso.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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