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El pozo de Uxia

martes, 29 de diciembre de 2015
Tal vez muy pocos hoy en día sabemos donde esta Piago. Tal vez muy pocos sepan lo que significó para nuestra infancia y para nuestros jóvenes e hijos. Debido a que a la mayor parte de los jóvenes de hoy, ese nombre no les dice nada.

Se encuentra en el rio Navea , más abajo de Guístolas, entre Puente Navea y el puente de lo que entonces era una carretera ( hoy OU-536 ). Y no era ni más ni menos que la presa o embalse de un molino, el molino de los "Estamperos”.

Piago era, en aquel entonces, un lugar idílico y paradisiaco de aguas cristalinas, rodeado por una exuberante frondosidad que esparcía por sus riberas sabores y aromas de frescura. En sus aguas bailaban peces y truchas. Pero bailaban, por encima de todo, nuestras ilusiones juveniles cuando, después de una larga caminata, los niños y niñas nos sumergíamos en sus aguas aquellas tardes de verano. Allí, arropados por la sombra de los sauces y almendros, dejando que nuestros corazones danzasen de alegría, tratando de despertar sentimientos y emociones indescriptibles.

Bueno, allí en ese lugar tan bucólico y celestial, sucedió hace mucho tiempo esta historia.

Un poco más abajo de Piago, cerca del puente de la cual es hoy la carretera OU-536 , había un molino de piedra que aún se pueden ver hoy en día las paredes. Fue el molino más conocido de toda la región. Fue uno de los pocos que trabajó todo el año. Tenía una clientela regular y segura. Allí acudían los habitantes de todo el ayuntamiento de Trives, San Juan del Río e incluso de Manzaneda, Caldelas y Queixa. Siempre estaba trabajando, día y noche, sin descanso ni calma.

Entonces el dueño del molino era el Conde de Penafurada, el Señor de Pedreira y propietario de Reboledas, descendiente del famoso Don Ramiro Casavella, que tenía un palacio en Freiría, junto a la ermita de San Amaro.

El conde era de carácter hosco y ácido. Tenía fama de aprovechado, buscavidas mujeriego, goloso y glotón, como pocos. Se cuentan muchas historias en las que salen a relucir sus bravuconadas y abusos en contra de sus atemorizados vasallos.

Tenia el molino a su cargo el señor Fortunato da Ponte, que vivía en una choza, nunca terminada de construir muy cerca del molino, no lejos de las casas de Ponte Navea. Estaba viudo desde hacía ya algunos años y se sentía hacia el conde odio y rabia enfermizos. Por ser el causante de la muerte de su esposa, que era muy guapa y garbosa. Decían las gentes de la región que el conde habían estado esperando durante mucho tiempo, la oportunidad de hacerla suya, como había hecho con total impunidad a muchas otras.

Dicen que una tarde, cuando iba sola hacia el molino, y cogiéndola detrás de una valla, se abalanzó sobre ella como un perro enfermo. Y allí mismo la violo en contra de su voluntad y utilizando todas las fuerzas para poder vencer su resistencia física. La mujer luchó hasta el último aliento sin poder librarse... Entonces, cuando él se fue, todavía tuvo fuerzas para arrastrarse a través de las piedras del camino. Por la mañana del día siguiente, los vecinos encontraron su cuerpo. Estaba en un hueco de tierra y piedras derrumbadas en el río.

Fortunato era un hombre ya entrado en años. Caminaba con los hombros caídos. Desde que había enviudado, se sentía solo y huérfano. Vivía como ausente, retraído y encerrado en sí mismo. A veces hablaba con las piedras, con las serpientes, con los peces, con el fuego en la chimenea o con el viento que entraba por la ventana.

Ese dolor de soledad le hacía daño en el corazón. Pero le dolía más el odio, grabado en su cerebro, que le corroía por dentro. Era como si tuviera un agujero en el pecho que se va ensanchando llenándolo todo, incluso hacia el interior.

Lo único que le hacía compañía, su único amor, su mayor ilusión, era una hija, aún más bella que su madre; una chica que iba a ser la flor más codiciada de la región y que la vida la había llenado de miedo y ansiedad. Por lo tanto vigilaba sus pasos como si fuera el tesoro más preciado, vigilando que ningún -Conde o el caballero – la fuesen hacer una desgraciadita.

Fortunato tenía que ir a la ciudad algunas veces. Y tuvo que pasar ese día. Un hijo del conde, joven robusto y bien hecho, acertó a pasar al borde del molino cuando Uxia, hija de Fortunato, estaba con la falda recogida, lavándose las piernas en el remolino que formaban las aguas el río.

El joven, desde que vio a la chica que era como el sol que brillaba en el cielo, sintió un dulce y apetitoso escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Vino a ser como un fuego que le hizo hervir por dentro, como un anhelo que le llenaba de alegría y pasión.

La chica, dándose cuenta de la presencia de aquel joven impetuoso que la miraba intensamente, se sintió avergonzada y temerosa. Se puso colorada como una cereza y trató de escapar corriendo.

El joven, riéndose de los miedos y sonrojos, corrió detrás de ella. Y la alcanzo en el momento que ella iba a entrar en el molino, impidiéndole cerrar la puerta con la punta de su bota de montar.

Una vez dentro del molino y pasados esos primeros momentos de tenso estupor, comenzó diciéndole pequeñas cosas dulces y amorosas para que ella fuese perdiendo su miedo y adquiriese una dosis de confianza. Por lo tanto, al mismo tiempo que hablaba con ella le hacía caricias y mimos tocándole suavemente con sus manos las mejillas sonrosadas.

La niña no sabía nada de las cosas del amor. Poco a poco se fue dejando engañar por sus anzuelos. Ingenua y sin recursos, cayó en su hechizo. Rápidamente hipnotizada por sus ojos azules, por esa sonrisa amplia y abierta como un sol de verano, rendida por esas manos limpias y fuertes que nunca iba a trabajar la tierra pero rozaban y acariciaban con amoroso encanto. Aprisionada por las palabras y caricias de aquel joven, le hacían despertar en el corazón sensaciones y sentimientos inesperados y desconocidos para ella, se fue abriendo a las nuevas emociones y sensaciones que no supo o no quiso reprimir.
En este desconocido e incognoscible despertar del amor, bailando y jugando con los ojos, las palabras y las caricias, fueron pasando las horas, estaba huyendo el tiempo ... hasta que los dos cuerpos se fusionaron en un abrazo muy fuerte y sellaron su pacto de amor con un largo y cálido beso, apasionado y apasionante, prometiéndose una eterna felicidad, por más que la vida diese tantas vueltas como daba la rueda de molino.

Desde ese día, los dos jóvenes amantes, poseídos de una pasión desenfrenada, alentada y desesperada, se dedicaban a procurarse ocasiones y sitios propicios para verse a hurtadillas, sin ser visto por la gente.

Unas veces, esperaban a que su padre estuviese ausente. Otras veces se tenían que esperar cuando ella iba a lavar en la presa del río. Pero mucho más ardientemente ansiado, codiciado y deseado era cuando ella caminaba por el bosque delante de Fraga da Pena Folenche, juntando ramitas secas, hojarascas y helechos para encender el fuego en el hogar. Cogidos de la mano, jugando y llenándose de alegría, viviendo los secretos más íntimos de la montaña, experimentando su amor que les llenaba al máximo de felicidad y placer. Mientras tanto, entre los arbustos y las cumbres de robles y castaños cantaban y saltaban los jilgueros, los gavilanes y ruiseñores.

El padre, que siempre andaba vigilante y con la mosca detrás de la oreja, comenzó a tener sospechas. Le daba el corazón que algo sucedía. A la moza el amor le brillaba en los ojos, los labios y la sonrisa de sus mejillas. Por más que tratase de ocultarlo, lo cierto era que las llamas candentes que hervían dentro de su pecho la delataban y se ponía de manifiesto la fuerza de la pasión que anidaba en su interior.

Entre una cosa y otra, el padre vivía en la ansiedad y la intranquilidad. Imaginó que su hija también había caído en las redes del demonio. No había otra explicación, ella también sucumbió al hechizo del malnacido que tenía por arriba.

Un atardecer, casi de noche, la chica fue a una cita con su novio en el lugar habitual. El padre la fue siguiendo a escondidas. Y verifico por sus propios ojos que se reunía con el hijo del conde en el medio del bosque, al verlos admitió perder el rumbo. La ira y el coraje que sentía hicieron que se volviese loco e incluso perder el derrotero.

Enojado por el odio y la ira, la venganza arelando, uno tenía que esperar la oportunidad, anidada escondido detrás de algunos de tojo. Haciendo un valiente, deje que el tiempo que sea favorable.

Ya había oscurecido cuando el muchacho regresaba de su encuentro con la moza. Iba alegre y confiado por la vereda, silbando una canción, ajeno a todo menos a las experiencias amorosas que había experimentado.

Cuando llegó a su altura, el molinero enfermo de rabia saltó sobre él. Y, sin una palabra, clavo un cuchillo en todo el corazón. Sólo un hilito de sangre salió de la herida mortal. El silencio y la ausencia de testigos mantenían oculto el sangriento hecho.

Un día después, por la madrugada, los criados del Conde, cuando llegaron de abatir un jabalí, encontraron el cuerpo sin vida, aún con una sonrisa en sus labios novio. En el silencio frío de la madrugada, el aire olía a hierba fresca y recién cortada.
Rápidamente tomaron el cuerpo del joven y regresaron al Castillo. El conde tenía la sospecha de que el molinero debía tener algo que ver con el suceso.

Pero el dolor por la pérdida irremediable de su hijo aunque no primogénito le impidió actuar inmediatamente. Habría tiempo para hacerlo.

Mando traer una caja mortuoria de nogal y poner en ella el cuerpo del joven, vestido con su traje favorito y con botas de montar. Pidió a todos sus vasallos que vinieran y se uniesen a su dolor. Y, sólo cuando la noticia de la muerte de su hijo fue conocida en toda la región, decidió llevar a cabo el plan que había meditado.

Con la altivez del que sabe muy bien lo que hace, mando a cuatro de sus criados que trajeran a Fortunato a su presencia. Ellos obedecieron. Y fueron pensando en lo que harían si Fortunato se negase a acompañarlos. Pero no fue necesario emplear la fuerza, Fortunato los acompañó sin más.

Cuando estuvo delante del conde, sitio dentro de sí una fuerza inusual e inexplicable. Soltando un puñado de palabras, dejó escapar el odio y la rabia que le quemaba el interior como una espuma de violencia y que hasta ese momento le había traído enfermo. Y allí, delante de aquel joven asesinado por sus manos, frente al palacio, los servidores y ante la muchedumbre la gente de la región, expresó públicamente reconociendo su autoría.

Fue una sincera pero fervientemente confesión, una confesión limpia y transparente. Fue la manifestación externa de que se siente libre y vacía una losa pesada que le había venido robando el aliento y la energía a lo largo de muchos años. Por lo tanto, reconoció su acción, respiró profundamente, mirando a un punto lejano, invisible, al infinito. Cumpliendo con una obligación que estaba pendiente y satisfecho por el desquite y la venganza no quería saber nada más de este mundo.

Y de hecho así fue. Antes de que la noche se hiciese dueña de la tierra, el cuerpo de Fortunato permanecía desnudo en el espesor de la parte superior del bosque, colgando de un alto roble. Ahorcado con un nudo en el cuello sin que de sus labios saliese un grito, una queja ni un suspiro.

Eugenia en un principio trató de ocultar su dolor, y ocultar su dolor bajo una capa de sucia conformidad, que convivía con su suerte. No era la resignación o conformismo. Más bien, venía a ser la aceptación personal de una predestinación mala. A veces tenía la certeza, la convicción de que los acontecimientos de la vida se van tejiendo o destejiendo de una cierta manera que no podemos hacer nada ni nadar contra la corriente ya que cualquier esfuerzo, para evitar pasar lo anunciado, es inútil y vano.

Caminando lentamente entre los olmos y los robles, meditado con frecuencia en su desafortunado destino. Hablando con los helechos y zarzas, siempre persistía en ese solo pensamiento: "Lo que estaba destinado a ser, era; y no había ninguna fuerza natural que pueda variarlo”.

Como para escapar del mundo, se volvió retraída, cerrada en sí misma. Esos ojos que anteriormente habían sido pequeños, brillantes y cariñosos como luceros del alba, se fueron cerrando. Eran unos ojos tristes, cerrados y se escondían gradualmente entre las arrugas.

La mayor parte del tiempo, Eugenia olvidó dónde estaba y vagó sin tacto ni calma, hablando sola, con sus propios silencios. En una jerga totalmente cósmica y panteísta, densamente misteriosa y fantasmal. Fue la comidilla de una mujer que ya no quepan más imágenes en los ojos, las mejillas sonrisa más, más ira en el pecho, más perdón en el corazón.

Una noche, cuando las estrellas estaban jugando con la luna robando besos a través de los alisos, Eugenia comenzó a caminar lentamente por la orilla de la presa y del río. De pronto se detuvo, con la mirada en un punto del agua. Sus ojos tristes descubrieron en el agua que hay en el medio de Piago, una luz que acechaba vacilante, como una luciérnaga.

Durante un tiempo, se mostró satisfecha, enjaulada, extática y aturdida por el hechizo. Más sólo un poco tiempo. Porque de repente delante de ella se iba abriendo un abismo vacío, un infinito vacío que la atrajo inusualmente. Envuelto en ese silencio tenso y suave, no tenía fuerzas para rechazar el encanto que iba a sufrir. El deslizarse por la pendiente y agradable nostalgia de brujas y soledad, cerró los ojos y encorvándose hacia adelante. Cariñosamente, mimosamente y dulcemente se fue dejando caer sobre el lecho de las aguas del río en un abrazo existencial y misterioso en busca de la libertad eterna. Sólo la luna y las estrellas le sonreían desde el cielo ... con un puñado de complicidad amistosa.

Años más tarde, la gente decía que en la luna llena se veía el fantasma de Uxía cariñosamente dormida en el lecho de las aguas del río.

Y aún hoy, el señor Casiano Puente, quien ahora vive en Carballal y que también era molinero dice que cada año en una orilla del río aliso, en un lugar llamado La Piago, hace su hijo una paloma blanca.

(Santiago Lorenzo Sueiro. es Presidente de Alianzagalega).
Lorenzo Sueiro, Santiago
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