Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Segundo Aire

viernes, 18 de diciembre de 2015
A Gonzalo Contreras

El “segundo aire” es un término boxístico. Alude a esa asombrosa recuperación que llega, casi como soplo misterioso, para algunos boxeadores, al promediar la pelea, cuando ya parecía que les Segundo Aireflaqueaban las piernas y el resuello se volvía compulsivo estertor… Entonces, de pronto, el púgil semiabatido comenzaba a moverse con inesperada agilidad, mientras lanzaba golpes rápidos y certeros, poniendo en serio riesgo al oponente, que ya confiaba, a lo menos, en una holgada victoria por puntos. Uno de estos especialistas en revivir, luego de muchas trompadas y acosos contra las cuerdas, fue Humberto Loayza, a quien vi pelear muchas veces en el cuadrilátero de calle San Diego.

Sobrino del famosísimo Tani Loayza, no heredó su estatura pugilística, aunque era más alto y pesado que él. Bravo y resistente arriba del cuadrilátero, boxeaba con la guardia invertida, debido a su condición de zurdo. Su mejor pegada era el hook al hígado, más bien dicho, al plexo solar. En ocasiones, cuando iba perdiendo la pelea, parecía apelar a ese “segundo aire”, sacaba fuerzas de flaqueza y metía la izquierda, con golpe corto y seco, a la cintura del oponente, que se derrumbaba en vías del fatídico nocaut.

En junio de 1956, consiguió pelear en el Luna Park de Buenos Aires, con el púgil argentino Lausse, con escasa fortuna para el chileno, a quien no le sopló el providencial segundo aire ni se le dio la oportunidad de meter su golpe letal. En el décimo round, Lausse lo noqueó, luego de una andanada de ganchos, conquistando el campeonato sudamericano de peso mediano. (Escuché la pelea por la radio y luego leí la crónica de Julio Martínez en revista Estadio).

En los años de mi remota juventud y fugaz soltería, yo acostumbraba asistir a las veladas pugilísticas del teatro Caupolicán, los viernes por la noche. Hablo de finales de la década del 50, del pasado siglo XX, “cambalache frenético y febril”. Después del cierre de la ferretería familiar, en el paradero 27 de Gran Avenida, abordaba el microbús, hasta San Diego con Avenida Matta… Recuerdo a Julio Cofré, a Germán Pardo, a Alberto “Ventarrón” Reyes, que fuera campeón latinoamericano de peso gallo.

Alberto Reyes era cliente de la ferretería. Una noche de invierno de 1956 o 1957, mientras practicábamos incipiente y desordenado boxeo, en la bodega del negocio, que nos servía también de gimnasio, entró “Ventarrón” a comprar, y se sorprendió al vernos con los grandes guantes negros, tirando las manos con evidente torpeza.

-¿Qué hacen ahí, cabros?

-Practicamos boxeo –respondí, con el aplomo de un supuesto veterano en aquellas lides.

-¿Boxeo? –espetó el campeón del peso gallo. –Gualetazos es lo que están pegando… Yo les voy a enseñar cómo se boxea...

Así empezó el paulatino entrenamiento. Alberto Reyes venía los miércoles, entre las ocho y las nueve de la noche, para instruir a media docena de bisoños y ávidos peleadores. Aprendimos los rudimentos del duro deporte, creado por el marqués de Queensberry, padre del célebre amante de Oscar Wilde, como “arte de los puños”… Pararse con los pies en posición de ele, las rodillas levemente flectadas, el torso agazapado, el brazo izquierdo –si eras diestro- alzado en ristre poco más arriba del mentón, el derecho protegiendo el otro lado del cuerpo y, sobre todo, el rostro, para detener los golpes de la mano izquierda del rival. La “guardia clásica”, como se estilaba entonces.

Enseguida, cómo mantener las manos dentro de los guantes: nunca rígidas ni empuñadas a morir, como creíamos, sino sueltas, listas para apretarse al momento de propinar el golpe, acción que debía llevarse a cabo con un movimiento continuo y eficaz del hombro, el antebrazo y el brazo, para que la mano enguantada llevase todo el peso del cuerpo en el puñetazo… Y nunca lanzar un solo golpe, sino a lo menos tres o cuatro, tras el “un dos” que es el silabario del boxeo, para abrir la guardia del rival.

-Para pelear bien –nos instruía Ventarrón- hay que tener firme el estómago, que no te tiemblen las piernas como niñita asustada… He ahí el secreto, porque el miedo te acecha en el vientre y puede anular toda tu potencia y paralizar tus reflejos… El miedo es el enemigo implacable del boxeador, y tú deberás advertirlo en las pupilas del oponente; si está allí, tendrás el noventa por ciento de la pelea ganada.

Cintura dispuesta y cuello flexible para esquivar los golpes; ojos de gato montés para adivinar la intención del oponente. Luego, la técnica de los distintos golpes: el jab, el swing, el recto, el uppercut, el gancho, el lateral en todas sus combinaciones, con sus correspondientes juegos de piernas… Nuestros ídolos y paradigmas de entonces eran, por orden de prelación y trascendencia: Sugar Ray Robinson –para mí el más grande boxeador de todos los tiempos-, Joe Louis, Rocky Marciano, Archie Moore, Jake Lamotta… Admirábamos sus estampas en la revista Estadio y disfrutábamos las peleas en cortos documentales que veíamos en el cine.

Yo estaba entonces en la categoría de peso welter (entre 63,5 y 66,7 kilos), y boxeaba con entusiasmo. Tenía los brazos largos para mi estatura, manos grandes y rápidas, aunque mi estómago no era del todo fuerte, carecía del coraje de los fajadores mexicanos, por ejemplo, y me faltaba la innata agresividad que ostentaba mi primo hermano, Sergio Díaz Moure, notable peleador callejero... Alguien me invitó al Club de Box México, a donde me dirigía, dos o tres veces por semana, con el pretexto de ir a estudiar donde un amigo.

Una noche, el maestro Romero, que las oficiaba de entrenador de aficionados jóvenes, preparándolos para el Campeonato Amateur de los Barrios, a nivel nacional, me sugirió reemplazar a un sparring, a la sazón enfermo, que debía hacer guantes con Carmona, un veinteañero peso welter, buena carta santiaguina para disputar el título. Yo tenía diecisiete. Acepté el reto y subí al cuadrilátero, premunido de gorro protector, como se estilaba. Carmona me hizo el amague de un swing de izquierda; de manera instintiva, levanté la guardia, y al bajar los brazos, en una fracción de segundo, me encajó un gancho de derecha que retumbó en mi oreja izquierda. Caí a la lona, algo mareado, pero me levanté en el acto.

Sentí en el estómago los dientes aciagos de la rabia. Me abalancé sobre Carmona, recibiendo un par de mamporros que no me dañaron, y le encajé siete u ocho golpes, con todas mis fuerzas, derribándolo en perfecto nocaut. Durante una semana, fui la estrella del México.

El profe Romero me instó a participar en el campeonato. Una nueva constelación se cernía sobre el firmamento del boxeo chileno. Pero mi padre gallego, que era demoledor peso pesado, opinó otra cosa, y una tarde triste me sacó a tirones del cuadrilátero, propinándome unas cuantas labazadas (golpe dado con el revés de la mano abierta, muy popular en Galicia). Y yo no iba a volver por otros…

Mi amigo Poli Délano, superlativo narrador, es amante del boxeo, que practicó de joven en Estados Unidos, en peleas no oficiales. Ha escrito vibrantes narraciones acerca del rudo y discutido deporte. Mi amigo Gonzalo Contreras, el poeta y editor, que tiene estampa de púgil mediopesado, practica el box en un connotado gimnasio de la capital. (Así pone a raya a los majaderos que pululan en la Casa del Escritor). Hace unos meses, falleció su joven entrenador, quien no pudo con los golpes bajo el cinturón que le propinara un artero cáncer.

Ahora, a solicitud de Gonzalo, leo una novela inédita de aquel preparador físico, cuya trama se desenvuelve en el ámbito del boxeo. Es un relato vívido y eficaz, que hubiese entusiasmado a Hemingway, otro gran escritor amante del pugilismo.

En esto de escribir si que no me falla el estómago y me sostienen la determinación y el coraje que brota del amor sin condiciones por la literatura, donde un segundo aire vital parece otorgar eficacia y aun lucimiento a mis precisos golpes verbales.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES