Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Los años del Seminario en Mondoñedo. 1, Lorenzana

miércoles, 23 de septiembre de 2015
A mediados del siglo pasado los seminarios de Lorenzana, dos primeros cursos, y Mondoñedo, el resto hasta doce años, eran verdaderos semilleros de futuros sacerdotes imbuidos de aquel ferviente nacional-catolicismo tan en boga. Al menos, así lo pueden considerar los sociólogos, pero la realidad quizá sea más prosaica: era el internado más barato al que podían acceder los hijos de las clases trabajadoras, ayudados por los sacerdotes de las diversas parroquias, maestros o cualquier alma pía de posibles. Muy pocos seminaristas carecíamos de beca. Por su parte, las gentes pudientes enviaban a sus hijos a internados o los preparaban en pequeñas academias locales para examinarse por libre en los institutos de las grandes ciudades.

Llegamos a Lorenzana cuando éramos adolescentes, hijos de gente humilde, y si alguien había de mayores medios, apenas se percibía. Todos, cargados con el colchón y una desvencijada maleta, llegábamos a aquel inhóspito monasteriode Lorenzana, supongo que el viejo convento se hubiese adaptado a la singular demanda, y allí, con apenas diez años, nos separábamos de nuestros seres queridos durante tres larguísimos meses que era el tiempo que faltaba para las vacaciones. Allí, entre aquellas lúgubres paredes y días de otoño gallego, comenzábamos nuestros inicios en latines y otras materias siempre aderezados con misas, rosarios… y también fútbol, ping pong y otros juegos que reconfortaban nuestros intereses de niños. Amplias salas servían de dormitorios, estudio, aulas o comedor, lugar llamado refectorio, donde siguiendo las pautas marcadas, comíamos sopa de cebolla, mi martirio, caldo aceptable, palometa con patata cocida y, los miércoles carne de caballo. A mí me gustaba. Todos vestíamos un guardapolvo gris que nos uniformaba y servía a su vez para esconder miserias u ropas buenas que también había.

Nuestros dormitorios eran corridos y en ellos había muchas camas, veinte o más. El suelo era de madera vieja y por pequeños agujeros entraban ratones que a mí me comían el pan, riquísimo pan, que guardaba en el guardapolvo. Había una destartalada ala del monasterio que se usaba como guarda maletas o arcones donde escondíamos, si no lo comíamos cuando llegaba, el paquete que mandaban nuestras familias con chorizo, chocolate o queso.

Madrugábamos sobre las siete de la mañana y nos duchábamos con agua fría. Sólo recordarlo da grima. Después recoger la cama, revisión de limpieza, llaverazo en las uñas incluido, si estaban sucias. A continuación misa, comunión y otros rezos por cualquier motivo. Se estudiaba desde temprano hasta tarde, siempre siguiendo el guion de estudio, clase, recreo incluyendo las comidas en medio. A pesar de que pueda darse una imagen de grave martirio para aquellos niños, también conviene recordar los disputadísimos partidos de fútbol, el futbolín, el tiempo de tanto ping pong, la caza de murciélagos… y los paseos, eso sí siempre alejados del mundanal ruido para evitar cualquier tentación con faldas.

Paseos larguísimos que nos llevaban por caminos rurales y nos permitían ver pájaros-había compañeros de la aldeas que dominaban muy bien el arte de encontrar nidos- y paisajes que hoy valoramos mucho mejor.

Nuestros profesores eran varios, todos sacerdotes, además de dos preceptores que rotaban y nos acompañaban toda la jornada, estaba el rector D. José María Puente, quien se conocía de lejos por su peculiar pisar, dado que era cojo. Lo veías con aquel pelo ensortijado y me parecía el Sagrado Corazón de mi parroquia, pero si se cabreaba contigo, cosa por mi parte fácil, llevabas una auténtica bofetada propia de la brutalidad de aquella sociedad. Nadie se escandalizaba de que un cura pudiera usar la violencia y a veces de qué modo.

Recuerdo y no quiero confundirlos con Mondoñedo, a D. Honorio, quizás el que más me aguantó, tan aficionado al fútbol como casi al coñac, dicho sea sin ningún reproche. Siempre le disculpé su afición al vino por dos razones: no lo consideraba un alcohólico y procedía de Aranda. Razón suficiente para mí. Era buena gente y se desvivía por comprenderme. Eso es muy de agradecer. También recuerdo a D. José Caramés, con el tiempo párroco de Boimente-Viveiro y que según me comentaron abandonó el sacerdocio. No sé si es cierto, que se murió. Quien actuó también como preceptor fue mi querido D. Manuel Roca.

Cuando te miraba por encima de las gafas caídas, con aquella sonrisa pícara ya sabías la torta que te esperaba. La vida, años más tarde, quiso llevarlo a nuestra parroquia de Galdoy allí siguió enderezándome entre clases de filosofía y ontología de Magisterio. También allí estaban D. Francisco Ron o D. César, que creo era el párroco de Lorenzana; sin embargo, lo veo, en mi memoria, en las nuevas instalaciones de Mondoñedo destripándonos a D. Quijote y sus oraciones subordinadas.

Son tantos los años pasados-casi sesenta- que ciertas anécdotas están sumamente vivas y, sin embargo, otros recuerdos se pierden no sabe uno donde. Hasta aquí, a vuela ordenador y consciente de los límites de espacio, unas pequeñas pinceladas de nuestra niñez como abrazo de gratitud a todos aquellos que con tanta generosidad nos educaron. ¡Qué Dios se lo premie!

Continuará…
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES