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Otro terremoto

martes, 22 de septiembre de 2015
Anoche, pasadas las 8:00 PM, estaba yo de espaldas en mi cama, iniciando el reposo, cuando sentí que algo se movía bajo la colcha. Percibí que era un sismo, pero no le hice caso, hasta que el movimiento fue creciendo en fuerza y horizontalidad. Me levanté; en el pasillo topé con Marisol, que abandonaba la cocina, hacia la puerta de salida. Había varios vecinos en los umbrales y una vecina que bajaba, como un celaje, desde el tercer piso. Comentarios, risas nerviosas, pero la sacudida continuaba, eterna en sus dos minutos y diez segundos de duración… Se abrieron las puertas de los muebles de cocina y los cajones, algunos libros cayeron del estante, entre ellos, el tomo de Ensayos de George Orwell, los cuentos eróticos de Rolando Rojo, cuadros que perdieron su compostura… Nada grave, a pesar del tremendo susto.

No se cortó la energía eléctrica ni el agua ni el gas, hasta los teléfonos estaban funcionando. ¿Quién puede hablarnos de imprevisión a los chilenos? Un terremoto grado 8,4 Richter, con epicentro en el Norte Verde, provincia de Coquimbo; 7,6 en Santiago. En cualquier otro lugar del mundo esto hubiera sido una catástrofe de proporciones, con miles de fallecidos y centenares o miles de casas destruidas. (Pudimos comunicarnos con nuestros hijos, que estaban en la universidad, bailando cueca en una fonda académica).

Bueno, no ha sido tan halagüeño, después de todo. Más de un millón de personas evacuadas a lo largo de cuatro mil kilómetros de litoral, ciudades y villas con serios destrozos y devastaciones producidas por el maremoto o por el colosal temblor telúrico. Muertos que no alcanzaron la decena. Un millar de albergados en edificios públicos, damnificados del comercio que claman a las autoridades por ayuda. Claro, tenían todo preparado para iniciar los festejos de Fiestas Patrias, al día siguiente, 17 de septiembre, que se extenderán -pese a todo- hasta el domingo 20… Y la dicha, en esta sociedad nuestra, se mide por las “cuentas alegres” de los comerciantes. Lo contrario es lo más parecido a la crisis o al caos.

Por la mañana, en el Metro, rumbo a mis habituales quehaceres contables, observo a los innumerables chilenos que viajan hacia sus labores cotidianas, transcurridas apenas doce horas del siniestro telúrico, con absoluta normalidad, como un día cualquiera, la mayoría de ellos sumidos en el mutismo cetrino de la estirpe, los menos hablando en voz baja, con esa especie de pudor nacional por alzar la voz, salvo cuando se ingiere bebidas alcohólicas y aflora un raro desplante que exhibe cierta dosis de agresividad a punto de estallar. Algunos comentan el sismo de la noche anterior, como una anécdota más, intrascendente y trivial, señalando el lugar y la circunstancia en que les sorprendió el terremoto. Luego, la conversación deriva hacia lo importante: de qué manera vamos a celebrar las Fiestas Patrias, estos tres días y medio de jolgorio nacional en fondas y ramadas, en el campo o en la playa, en casa de amigos o de parientes; qué carne tenemos adquirida para el infaltable asado y los choripanes y la chicha y el vino…

Y no es casualidad que el trago que más se bebe en estas fiestas y en otras populares, como el Año Nuevo, sea el llamado “terremoto”, que consiste en un gran vaso de vino pipeño (vino nuevo de la cosecha que se guarda en toneles llamados pipas), mezclado con helado de piña y unas gotas de licor amargo, pócima que se vende a destajo en locales de parranda o se consume en casa, hasta que produce efectos más demoledores que cualquier hecatombe.

Se trata pues, de una alegría casi forzosa, que palpita entre el sobresalto y el abandono, entre la exaltación volcánica y la laxitud terrestre… Quizá por eso nuestro color o tinte nacional más común es el grisáceo, tanto en el vestir como en el pintar casas y lugares, como si con eso pudiésemos pasar inadvertidos ante la periódica furia de Gea: “Tranquilo, mi viejo. Si no pasa nada…”, “afírmese, comadre, es un remezoncito no más…”.

Y surgen los chistes en las “redes sociales”, las malas alegorías y las asignaciones aleves de la desgracia… Los derechistas más resentidos afirman, con el desparpajo propio del ricachón en crisis económica, que la culpa es de la Presidenta Bachelet, porque es “yeta”, omitiendo que los terremotos ocurren desde hace miles de años, y que los conquistadores españoles conocieron aquí el del 11 de septiembre de 1552, quizá como premonición o nefasto vaticinio de catástrofes destructivas que se producirían en futuras fechas fatídicas. Porque, como apunta la Memoria Chilena, de la Biblioteca Nacional:
Los terremotos han sido una constante en toda la historia de Chile. Ubicado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico, Chile es una de las regiones más sísmicas del planeta. Bajo su territorio convergen la placa de Nazca y la placa continental americana, provocando periódicamente movimientos telúricos de diversa magnitud que en ocasiones desencadenan gigantescas catástrofes. Con el pasar del tiempo, los terremotos han pasado a formar parte de la identidad colectiva de los chilenos, quedando registrados en la cultura popular a través de la tradición oral. Desde tiempos prehispánicos, los pueblos indígenas tejieron una red de interpretaciones simbólicas y religiosas frente a los terremotos. Para la cultura mapuche, por ejemplo, fueron percibidos como manifestaciones de un desequilibrio cósmico que debía ser recuperado a través de ofrendas y ritos propiciatorios a los dioses y a los espíritus de los antepasados. Ya durante los primeros años de la conquista, los españoles debieron sentir los efectos devastadores de la actividad sísmica propia de esta región.

Hay quienes atribuyen los terremotos a los cambios bruscos del clima. Otros se apoyan en resabios del trasnochado catolicismo providencialista, para explicarlos como consecuencia de los pecados y la maldad de la criatura humana. (Si fuera por eso, ha mucho tiempo que no existiríamos sobre la faz de la tierra)… Mientras tanto, los científicos se devanan el seso procurando predecirlos, para alertar a las poblaciones en riesgo inminente, pero la Tierra no entrega de buen grado sus terribles enigmas, ni siquiera a los mentalistas o agoreros de salón. Ante sus poderes desatados, volvemos a la condición de niños indefensos.

Por eso no es raro que, en medio de los atroces remezones, hasta el más empedernido ateo suelte una oración remota, invocando al San Miguel de su infancia segura y a sus huestes apaciguadoras… Yo le digo a Marisol que hay que empezar a preocuparse cuando advirtamos, en el piso del departamento, el agua espumosa y salina del mar que comienza a invadir este Santiago del Nuevo Extremo. En ese punto, tendremos la certeza de que Chile es ya una simple faja de cordillera sumergida en el océano proceloso.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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