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Bar 'La Esquina'

viernes, 07 de agosto de 2015
Está situado en la esquina suroriente de calle 18 de septiembre con Santa Isabel. Lo descubrí cuando llegaba al paradero del transantiago D-03, que sube por Irarrázaval y me deja en Plaza Egaña, a dos estaciones de mi casa… Como no aparecía el microbús, entré en el local y pedí un vaso de pipeño, más bien una caña grande, y me senté a la mesa alargada donde se iban acomodando los feligreses o parroquianos, como una virtual comunidad de fieles, como suelen sentarse en las viejas tabernas pueblerinas de la Galicia profunda. A mi lado derecho se ubicaron dos jóvenes treintañeros, que conversaban de materias académicas. Uno de ellos nombró a don Andrés Bello y, ¡qué me dijeron!, metí baza en el diálogo y devenimos en una tertulia animada, mientras yo me repetía el pipeño y ellos daban cuenta de un litro de cerveza y de dos churrascos con palta, ají y tomate, en sendas marraquetas… Eran bisoños maestros de una universidad privada.

Entonces, ocurrió el prodigio: en el gran reloj esférico que cuelga sobre el andel de los vinos, miré la hora; señalaba las 7:20 PM, todo normal y regular y con algo de tiempo por delante para no pasarme de las 9:00 de la noche… Pero al observar el mismo reloj en el espejo que estaba a mi derecha, advertí que eran las 4:40. Muy simple, era el efecto óptico de las manecillas reflejadas en el espejo, alterando la secuencia de los números arbitrarios con que pretendemos aprehender el tiempo fugitivo.

Después del tercer vaso de pipeño, pensé en los alquimistas medievales. Ellos buscaban, además de la piedra filosofal que convertiría los metales ruines en oro de 24 kilates, encontrar una fórmula especial para la aplicación del azogue que sirve de fondo reflectante al cristal del espejo, que permitiera a los seres humanos introducirse en él, lo que garantizaría la derrota definitiva del tiempo, mediante su constante retroceso. En Alemania y en Francia se realizaron innumerables pruebas; también en España y Portugal, sobre todo por alquimistas árabes. Se dice que dos o tres de ellos, que servían al jeque de La Alambra, lograron traspasar la barrera del espejo, pero que jamás regresaron para contar la experiencia, y en la sucesión enfrentada de muchos espejos se habrían visto sus siluetas perderse en la visión infinita de los cristales multiplicados. En Chile, en la localidad de San Bernardo, una escritora y meica gallega, Micaela Souto, poseía dos gatos negros, de ojos como rubíes, que penetraban en unos espejos ovalados que ella habría heredado de don Ramón del Valle-Inclán… Y los pequeños felinos, entraban y salían de aquellos cristales, a partir de la medianoche. Algunos vecinos afirmaban que ambos gatos negros eran inmortales, porque hacía más de treinta años que Micaela los cuidaba en su casaquinta.

La conversación fue animándose en La Esquina, pero yo seguía con la mirada en el espejo, hasta que observé la equívoca hora de las 2:45, que eran en verdad las 9:15 y ya había yo transgredido en un cuarto de hora el plazo de mi regreso, ahora que el cuerpo me acompaña menos, cuando las piernas se entumecen de tantas horas sentado ingresando partidas contables, mientras en la base de la espalda siento las punzadas aleves del lumbago… Entonces pensé en los “hoyos negros”, descubiertos no ha mucho por los astrónomos, dentro de los cuales se precipitan las estrellas y otras materias cósmicas, para desaparecer en una misteriosa fusión que podría asociarse, quizá, al concepto de la nada, de la ausencia de materia, del vacío absoluto…

Tal vez eso fuera lo que me esperaría al otro lado del espejo, porque después de pedir un cuarto vaso –mas pequeño, en el inútil eufemismo del borracho- lucubré la posibilidad de aquella aventura que alguna vez experimentó la niña Alicia, creada por CS. Lewis, en el país de las maravillas. El reloj marcaba la 1:50 de la tarde, y como aún me quedaba un resto de lucidez azogada, me percaté que eran la 10:10 de la noche y que el tiempo real, una vez más, me había jugado una mala pasada.

Me despedí de los profesores de dibujo, que ya eran como viejos amigos, acogidos a la hospitalidad fraterna que nace en los tugurios donde se bebe para olvidar, pero antes pagué la consumición, como era correcto hacer a este lado del espejo, y quedamos para el jueves venidero -un buen día el jueves, según nos dejó dicho César Vallejo-, para seguir hilando libaciones tejidas con palabras de arruinada esperanza, que son las que brotan de la buena ebriedad: Jueves será, porque hoy,/ jueves, que proso estos versos,/ los húmeros me he puesto a la mala y,/ jamás como hoy, me he vuelto,/ con todo mi camino, a verme solo…

Aun tuve ánimos y fuerza para sacar un libro del morral y leer bajo la buena luz de la D-03… Una selección de “Cuentos macabros”, de Allan Poe, traducidos del inglés por Julio Cortázar… Se notaba la mano, digo la lengua certera del genio larguirucho argentino, que anduvo por tantos bares y senderos buscando traspasar los espejos, antes de escribir “Rayuela”.

Ni siquiera me percaté cuando abrí la puerta del departamento, sin titubear ni enredar las llaves. Escuché la voz de Marisol que me decía desde el dormitorio, con una retahíla, has vuelto a las andadas, tú, que ya eres viejo y está con varios achaques, cualquier día te da un patatús y te desplomas en alguna calle, y nosotros…

Sentí que sus palabras se debilitaban hasta desaparecer. El silencio me abrazó al otro lado del espejo, tras el último brindis de la esquina.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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