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Mujeres en la vida y obra de Cervantes

martes, 28 de julio de 2015
Esto en este cuento pasa:
los unos por no querer,
los otros por no poder,
al fin ninguno se casa.
De esta verdad conocida
pido me den testimonio:
que acaba sin matrimonio
la comedia entretenida…

La Gitanilla

A propósito de los cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, iba yo a pergeñar una crónica sobre el maravilloso libro que nos enseñó a leer nuestro padre gallego, pero se ha escrito tanto sobre el Caballero de la Triste Figura y su escudero Sancho, innumerables ensayos, interpretaciones, glosas, comentarios y apostillas… que me arrepentí, optando por otro leitmotiv: las mujeres en la vida de Miguel de Cervantes y Saavedra –madre, hermanas, amantes y musas-; ese cristiano nuevo o judío converso, más bien, cuya estirpe, por ambas ramas, procede de la judería de Rivadavia, en Ourense, Galicia, aunque hay una caterva de “puristas” que vienen pujando por declararlo, definitivamente, cristiano-viejo, sin contaminación alguna, ni mudéjar ni marrana.

De “sangre pura”, aseguran estos epígonos trasnochados del nazismo irracional, como si ser judío converso, marrano o cristiano-nuevo, imposibilitara el surgimiento de un genio.
Luis Astrana Marín, en su voluminosa y sesuda biografía de Cervantes, nos dice que Juan de Cervantes, licenciado en derecho y abuelo del escritor, vivía con su familia en la calle de la Imagen, en el antiguo barrio judío, detrás del Hospital de Nuestra Señora de Antezana, en Alcalá de Henares, morada que luego vendería la familia Cervantes, para trasladarse a Valladolid. En 1527, Juan de Cervantes se acoge al servicio del Duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, diplomático y poeta a quien se atribuye la autoría de “El Lazarillo de Tormes”, cuestión hasta ahora no establecida. Se cuenta que uno de los hijos bastardos del duque, un tal Martín, se enamora de María, hija de Juan y luego tía de Miguel, que era una moza muy atractiva y desenvuelta. Tanto que, pese al mal fin de sus amores, obtiene una pequeña fortuna que permitirá a la familia un buen pasar en Alcalá de Henares. Aunque más temprano que tarde, el dinero se esfuma y Rodrigo, padre de Cervantes, asume el oficio de cirujano, profesión entonces de escaso prestigio, pero necesaria y rentable, dentro de los llamados “oficios menores”.
Con María parece iniciarse este ciclo vital que se extenderá, a lo menos, por cuatro generaciones de la ilustre familia Cervantes, en que las mujeres serán más hábiles y pertinaces proveedoras en el hogar que los varones, aunque ello les acarreara fama de disolutas y casquivanas.

La primera mujer en su vida, qué duda cabe, es su madre, Leonor de Cortinas, hidalga oriunda de Arganda del Rey, en las cercanías de Madrid. Luego de conocer a Rodrigo de Cervantes, humilde cirujano cordobés, casó con él, a disgusto de su familia, que se negó a entregar la dote ante la mala elección del cónyuge. Médico, es decir sangrador y barbero, poca cosa para la hija de hacendados de buen pasar. Así comienzan, para la vida del ingenioso Miguel, las contradicciones entre el ser y el deber ser, entre los rigores cotidianos y los sueños de inasible grandeza.
Se dice que Leonor sabía leer y escribir y que era lectora pertinaz. Al mismo tiempo se afirma que su familia provenía de cristiano-viejos y sin mácula, lo que resulta dudoso si consideramos que los únicos que educaban a sus mujeres en las letras eran los judíos, conversos o no. Y esta tradición se mantendrá en la familia Cervantes, favoreciendo a sus tres hermanas y a su hija Isabel, como queda dicho en aquella curiosa obra del Manco, “La Tía Fingida”, donde se exalta, además, otros atributos de aquellas mujeres, sin duda avanzadas para su tiempo, arriesgándose de manera continua en acciones y hechos de inusual liberalidad.

A finales de 1567, cuando Miguel tiene veinte años y su hermana veinticuatro, ocurre un suceso trascendental para la vida de ambos. Andrea y Miguel caminan por una calle de Madrid. De pronto, les intercepta un hidalgo de vistoso atuendo y espada al cinto, quien increpa a su hermana, con palabras soeces. Miguel reacciona con prontitud, extrae una daga y propina una estocada en el pecho al ofensor. Se produce un revuelo entre los transeúntes. Cervantes es apresado por alguaciles y luego condenado a la amputación de su mano derecha. Días antes de ejecutarse la sentencia, Miguel huye y pasa a Italia, donde servirá al cardenal Acquaviva. La manquedad, prevista o intuida en este incidente, llegará cuatro años más tarde, para la mano izquierda, merced a la metralla de una espingarda turca que le volará la extremidad hasta más arriba de la muñeca… Es muy diferente ser el “Manco de Lepanto” que un simple baldado de la justicia.

Entre 1575 y 1580, cuando los padres de Cervantes vivían en Madrid, merced a la herencia recibida de doña Elvira, la madre de Leonor y abuela del Manco (otra mujer favorecedora), un dramático suceso llenó de inquietud y zozobra aquella casa: Miguel y su hermano Rodrigo fueron hechos prisioneros en Argel, donde permanecerían en cautiverio por largos cinco años. Durante ese tiempo, Leonor acude al famoso Consejo de la Cruzada, con el fin de obtener dinero para la liberación de sus hijos. No trepida en hacerse pasar por viuda, aunque su marido anduviese activo en trabajos propios de su oficio de sangrador y barbero, recurriendo a diversas artimañas en la consecución de su propósito.
Los documentos de la época, que son muchos y fidedignos, demuestran que esta madre, ejemplar en la defensa de sus hijos, engañó a funcionarios reales y a sus propios vecinos, empeñada en su tarea de rescate. Parece que hacía suya la vieja sentencia de Maquiavelo: “El fin justifica los medios”. Y tuvo premio su pertinacia, pues el 19 de septiembre de 1580 queda en libertad Miguel, el Manco de Lepanto. Trece años más tarde, Leonor de Cortinas tendría su pasamento o tránsito a la otra ribera.

Su hermana Andrea, tres o cuatro años mayor, ejerció significativa influencia en la vida de Cervantes. Y aunque no poseemos testimonios directos debidos a la pluma de Miguel, porque en aquel entonces no se escribía Diarios ni Memorias, a la usanza de hoy, salvo aquellos adelantados o conquistadores exigidos por el Rey para dar cuenta con celo de sus encomiendas. Pero un insigne creador literario como Cervantes expresaba sus avatares de vida a través de las innumerables peripecias de sus personajes, echando mano de argucias léxicas entonces desconocidas. En el caso de su hermana Andrea, Miguel parece sublimar las difíciles circunstancias vividas por ella y por su hermana menor, Magdalena, a través de “La Tía Fingida”, cuya trama, descarnada y sin artificio literario padecieran ambas mujeres, forzadas por la necesidad que les llevaría a practicar ese riesgoso oficio, considerado el más antiguo del mundo, para sostener a sus familias, mientras los varones sufrían presidio o estaban lejos, escapando de sus acreedores o urdiendo formas de obtener recursos pecuniarios.

-Señores, habrá ocho días, que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y de mucha autoridad. Tiene consigo una doncella de estremado parecer y brío, que dicen ser su sobrina. Sale con un escudero y dos dueñas, y según he juzgado es gente honrada y de gran recogimiento: hasta ahora no he visto entrar persona alguna de esta ciudad, ni de otra a visitallas, ni sabré decir de cuál vinieron a Salamanca. Mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta, y que el fausto y autoridad de la tía no es de gente pobre.
(La Tía Fingida)

Así dan noticia unos estudiantes sobre aquella casa –en Salamanca, según la historia- donde esa mentada tía recibe hidalgos de buen cuño para procurar solicitaciones amorosas a su bella sobrina, a cambio de unos ducados con qué fortalecer el quebranto de su olla. El suceso, según el autor, acaece en 1575, año en que Miguel de Cervantes es apresado en Argel. Su hermana mayor, entonces, tiene treinta y un años de edad; su hermana Magdalena, 22. La hija “natural” de Andrea, Constanza, cumplirá 15 años en 1580.

Mira, pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, si será necesario, habiéndote de engolfar en un mar de tantos bajíos e inconvenientes, te señale yo y enseñe un norte y estrella por donde te guíes y rijas, porque no dé al trabés el navío de nuestra intención y pretensa que es pelallos y disfrutallos a todos; y echemos al agua la mercadería de mi nave, que es tu gentil y gallardo cuerpo, tan dotado de gracia, donaire y garabato para cuantos de él toma codicia. Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta Universidad, por famoso que sea, que sepa tan bien leer en su facultad, como yo sé y puedo enseñarte en esta arte mundanal que profesamos; pues así por los muchos años que he vivido en ella y por ella, y por las muchas esperiencias que he hecho, puedo ser jubilada en ella: y aunque lo que agora te quiero decir, es parte del todo que otras muchas veces te he dicho, con todo eso quiero que me estés atenta y me des grato oído, porque no todas veces lleva el marinero tendidas las velas de su navío, ni todas las lleva cogidas, porque según es el viento tal el tiento.
(La Tía Fingida)

Sabemos que ninguna de las hermanas de Cervantes contrajo el sagrado vínculo, lo que no impidió que tuviesen relaciones con hombres, por lo que se cuenta, tormentosas y traumáticas. No obstante, ellas fueron capaces, en una época en que resultaba insólito, de ostentar una cierta independencia económica, al precio mal mirado de aprovecharse de los hombres haciendo uso de sus encantos. Con ello desafiaron abiertamente la estructura social que condicionaba la vida de la mujer a someterse al arbitrio del varón, mediante el matrimonio.

Este es otro de los aspectos revolucionarios de la vida y de la obra de Miguel de Cervantes, cuyas manifestaciones, por cierto, sólo podemos intentar descifrarlas a través de las diversas claves de su escritura, pues una de sus más notables virtudes literarias, aun no del todo dilucidada, es la de articular sutiles alegorías para eludir las garras de la Inquisición y de los otros poderes de su tiempo, recurriendo a menudo al anagrama y al juego metafórico de las paradojas. Asimismo, a distintos hablantes líricos que narran por él las historias que pudieran ser objeto de controversia, poniéndole en jaque con los censores o con sus poderosos mecenas.

Luego de lo que da en llamarse la “primera aventura amorosa” de Andrea, con Nicolás de Ovando, que termina, como era habitual, con la mujer como perdedora y madre de una hija no reconocida, Constanza. La hermana mayor de Cervantes reincidirá con otras relaciones que nunca acabarán “como Dios manda”, echando sobre ella las sombras de una mala reputación.

Pero quizá el más bullado de esos lances de amor furtivo, que compartió con su hermana Magdalena, fue el mantenido con Alonso y Pedro Portocarrero, hermanos e hijos de uno de los lugartenientes de don Juan de Austria. Magdalena tiene apenas 17 años y Andrea 26. Un par de semanas antes de la célebre batalla de Lepanto, Alonso Pacheco de Portocarrero se compromete, ante escribano, a reconocer una “escritura de obligación”, mediante la cual debe satisfacer a Andrea la suma de 500 ducados. Rica suma, entonces, pero pobre para pagar una honra mancillada.

Las mujeres que amó Cervantes –de las que tenemos noticia- fueron Ana Franca y Catalina de Salazar. Con la primera, tuvo a su hija Isabel. Es posible que existiesen otras mujeres en su vida amorosa, pero no lo sabemos con certeza, aunque a través de su profusa obra literaria parecieran surgir otras musas inspiradoras de sus sueños. Quizá de sus propias experiencias y de la azarosa vida de su madre y de sus hermanas, Miguel asumió una posición frente a las relaciones amatorias reñida con los presupuestos machistas de su época, que constreñían a la mujer al servicio abnegado y de por vida al varón, mediante el matrimonio, o al enclaustramiento, forzoso o vocacional, que las arrancaba de los placeres y goces de este mundo. Así lo manifiesta, con sus propias palabras, el Manco de Lepanto:

«En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosa de arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor de entrambas partes».

"Se me entiende que se compadece con el sacramento de matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan, y que si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intención del sacramento... ".

En su profusa obra literaria, la actitud de Miguel de Cervantes hacia la mujer es comprensiva y afectuosa, tolerante en aquellas ocasiones de transgresión de los rigurosos cánones de la época, como era en las relaciones extramatrimoniales, inconcebibles en su tiempo, como no fueran actos pecaminosos objeto de repudio privado y público, de anatema y condenación bajo el moralismo patriarcal de la Iglesia Católica. Así, Preciosa, la protagonista de La Gitanilla, dirá de sus jefes gitanos que tienen la prerrogativa de entregarla al mejor postor: -“Bien pueden entregarte mi cuerpo, pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre cuando yo quisiere”-.

En El Quijote, Cervantes enaltece e idealiza la figura de Aldonza Lorenzo, la rústica campesina vuelta en su magín Dulcinea del Toboso, dotándola de belleza y nobles virtudes, a través de la mirada benevolente e imaginativa del Caballero de la Triste Figura, su personaje inmortal y alter ego. Y deja mal parado a Sancho cuando éste, debido a su zafio realismo, alega con su amo las limitaciones físicas, morales y nobiliarias de aquella muchacha que el escudero había conocido desempeñando faenas propias más de una destripaterrones que de una dama de la corte. Don Quijote amenaza a Sancho, le hace callar, y el lector que somos vuelve a mirar a Dulcinea como a prenda ensoñada y llena de ilustres prebendas.

Pero la figura femenina más importante de su creación es, sin duda, la pastora Marcela, a través de quien Cervantes entrega una suerte de alegoría de la actitud existencial de sus hermanas, Andrea y Magdalena. Marcela ofrece al lector un notable discurso donde insiste y reivindica su condición de mujer libre, lo que significa, en su época, entenderla como a una loca que ha extraviado su razón en el monte agreste, alejándose de esa obligación moral que la somete a la servidumbre patriarcal del matrimonio y a la maternidad continua y resignada. No obstante, Miguel ve en esa libertad ideal la liberación, aunque sólo sea literaria, de sus amadas hermanas.

Quizá como Chéjov, tres siglos después, a propósito de la vida y del amor, colegiría Miguel de Cervantes y Saavedra: “La felicidad no existe. Sólo existe el deseo de ser feliz”. Este aserto resulta mucho más real en la mujer, que debió esperar muchos siglos para obtener una “igualdad de género”, aún precaria y condicionada a la voluntad del varón, en pleno siglo XXI.

Este genio de la literatura universal aprendió, desde sus ancestros en la judería de Rivadavia, que la mujer posee una dignidad nunca menor que la del varón, y a menudo una inteligencia más aguda que éste para sobrevivir y perpetuar la especie.

En este propósito de enaltecimiento de nuestras “dueñas”, y con el goce perenne de esa escritura que atraviesa los siglos, incólume y lozana, ofreciéndonos nuevos hallazgos e interpretaciones, acompañamos al genio con parecido anhelo y renovado entusiasmo, pues para Don Quijote y sus musas cuatrocientos años vienen a ser un leve suspiro.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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