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Servidumbre Hormonal

martes, 14 de julio de 2015
No hay impulso mayor que el de las hormonas cuando se encabritan. Cada quien tiene su tiempo propicio para ello. Los más precoces varones suelen despertar violentamente a ese apremio, entre los catorce y quince años (las féminas son más precoces aún, y una niña que juega con muñecas puede transformarse en madre en fracciones de segundo); otros hemos sido más tardíos, y quizá fuese peor, porque la desaforada libido se entrelaza con los sentimientos amorosos y creemos haber descubierto en el otro (otra), el pájaro azul de la felicidad, ciegos y sordos ante consejos, admoniciones o inútiles reprimendas de escandalizados adultos… Porque nada hay más infecundo y contraproducente que los consejos –maternos o paternos- que escuchamos desde la infancia… Y es curiosa esta dualidad de actitudes, el olvido que se produce en los mayores respecto de sus primeras exaltaciones amorosas, que es en verdad la aceptación, más o menos tardía, de códigos sociales impuestos sobre la base del sentimiento de culpa (pecado original) que se asocia a la desobediencia de comer el fruto prohibido, el sexo, la más poderosa de las atracciones humanas, por encima de las que provocan el poder y el dinero, aunque éstas se vuelven, para el que posee tales medios, en los más grandes afrodisíacos, ligados al prurito de posesión, que se manifiesta en el lenguaje procaz de todas las culturas, como insulto que lleva en sí la ignominia de poseer al otro, de la manera más vil que sea posible para el agresor… Y qué decir de la tentación de lo prohibido, la que nos regala a Don Juan, a La Celestina, a Casanova y Madame Bovary, al Fraile Concupiscente y a la Reina Disoluta…

Te enamoras joven, es decir, te enajenas por ese confuso sentimiento de atracción abisal. Vas a sentirte capaz de cualquier cosa por alcanzar la consunción del propósito que te agita. Actuarás en un estado de semiinconsciencia y todo lo aprendido se esfumará en aras del oscuro deseo. Tu contraparte (supongamos que eres heterosexual) responderá a tus apremios del mismo modo, incluso con mayor pasión e intensidad, porque la mujer es mucho más fuerte en amores (y en odios) que el hombre, y le vencerá en la lucha sin cuartel de los sexos. Su debilidad es más bien el riesgo del embarazo, lo que ha contribuido a su dominación social, cultural y política por el macho, exaltando el paradigma de la virgen, cuya lógica aberrante da al hombre el derecho a gozar hasta las heces de la prostitución, a legalizarla como acto necesario para sus propias abyecciones, a medrar de su explotación económica, como antiquísima industria. Habrá una mujer para la casa –casta, sumisa, resignada y ojalá estúpida-; otra para la vida social externa, cortesana, refinada de modos, liberal de amores, aunque sujeta a las convenciones de un hipócrita recato; y una tercera, la barragana de uso y abuso para las descargas y bajas efusiones del hombre, labor que en tiempos de nuestros padres y abuelos recaía a menudo en las empleadas de la casa (ahora les aplican el ridículo y cursi apelativo de “nanas”).

Pero no nos engañemos. La debilidad de las féminas es otra falacia de una cultura mendaz y superficial. Ellas sólo pueden ser superadas por el hombre en determinados esfuerzos físicos extremos. Pero nada más. (Ni hablar del parto, de la enfermedad, de la abnegación y la resistencia en la defensa de la prole)… Su fuerza en el sexo es una potencia que se extiende a toda la red de actividades orgánicas y síquicas de la mujer; sobre todo a estas últimas, donde desplegará habilidades y subterfugios muy superiores a los del varón, muchísimo más sutiles y eficaces, porque la hembra, cuando ama y cuando detesta, lo hace desde la raíz de los cabellos hasta las uñas de sus pequeños pies, utilizando los más inimaginables recursos, sean ellos para cautivarte o para destruirte, en la lenta corrosión de lo cotidiano, donde es maestra de artes demoledoras, expresadas en pequeños gestos y ademanes, en actos de apariencia trivial, en manipulación inconmovible de seres (los hijos), en situaciones (encuentros y desencuentros íntimos), en circunstancias del diario padecer (conflictos económicos de subsistencia).

Lean a Strindberg (El hijo de la criada), el mejor escritor sueco hasta ahora nacido entre los enigmáticos hiperbóreos. O, si quieren, a Chéjov (Historia de mi vida)…

Veo rostros escandalizados; escucho palabras de reprobación: “Estás denigrando a la mujer; no piensas en tu madre ni en tus hermanas ni en tus hijas”. Nada de eso, no se trata de esa absurda lucha de sexos, de esa especie de suicida enfrentamiento a que pretenden conducirnos los maniqueos biológicos de la especie… Sólo quiero aventar los prejuicios y mentiras con que se alimenta la ignorancia, hoy más que nunca, invadidos como estamos de ignaros y analfabetos tecnificados. Es preciso enfrentar nuestras miserias a cara descubierta… Y lo dice este escritor mitómano y deshonesto que ha dicho tantas veces sí cuando debiera haber negado, dicho no a los otros para afirmarse a sí mismo en la verdad.

Amé, he amado, amo a la mujer que escogí entre mis sueños, contra viento y marea, afrontando penosas descalificaciones y odios que reptaban como serpientes venenosas. Sólo este amor puede llevarme al puerto de la redención final, porque me ha desnudado frente a mi propio espejo, donde no puedo mentir ni engañarme, ni simular tantos disfraces patéticos…

Iba a hablar apenas de la “servidumbre hormonal” y de la adolescencia y de la primera juventud, y de los aromas y olores y efluvios que enloquecieron parte de aquellas horas; quizá del hermoso frenesí, y de la ternura que esperábamos eterna, como si escuchásemos al gran Machado: “Amé cuanto ellas tienen de hospitalario”.

La vejez parece no esperar ternura, sino cierta paz venida de las últimas reflexiones y de la misericordia, tan poco practicada en este mundo… Ella me sonríe, está sentada en el sofá y la luz que proyecta la ventana le dulcifica los rasgos. Eso podría llevarme en el morral: su sonrisa.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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