La tronchada ilusión
viernes, 26 de junio de 2015
Callado país el nuestro, larga cinta silenciosa en el vértice oceánico del suroeste. Rodrigo de Quiroga, el capitán lucense, brazo derecho del conquistador Pedro de Valdivia, escribió: Estos valles están llenos de árboles, de pájaros y de silencio. Su mujer, la valiente Inés de Suárez, se daba maña para entender ciertos signos de aves o pequeños animales rastreros, como la vizcacha, especie de conejo cordillerano, para captar con anticipo los ataques de los fieros mapuches. Porque éstos acometían en silencio y sólo gritaban al iniciar el asedio de los fuertes o para espantar a los caballos, derribando eficazmente a sus jinetes. No había tambores de guerra ni cuernos que llamasen a la estampida. Apenas, en sus fiestas rituales, se elevaban melodías plañideras al ritmo lento del kultrún y al clamor asordinado de la trutruka. El baile mapuche es también lenta melopea sobre la tierra.
El chileno suele hablar poco en grupos abigarrados. En el autobús o en el metro, nadie conversa, todos van ensimismados en sus cotidianos afanes. Si alguien alza la voz, será porque está beodo o empepado o porque amenaza una pelea en ciernes
En el bar, los parroquianos suelen animarse en brazos de la embriaguez, para que se escuchen a viva voz las palabras o las risotadas. Rara vez, alguien canta, más por efecto del alcohol que por exultante alegría. Somos un pueblo más bien triste, soturno, podríamos decir. Quizá por ello tengamos tantos poetas desperdigados entre mar y cordillera.
Después de dos semanas de jolgorio, de gritos callejeros y proclamas futbolísticas al son irritante de las vuvuselas sudafricanas, han callado los hinchas, volviendo a la sorda mansedumbre de los oficios jornaleros, como si no hubiera pasado nada. Guardando las proporciones, es semejante a la reacción post terremoto, como si una espesa niebla de resignación hubiese caído sobre la patria ilusionada con un triunfo deportivo a todas luces imposible, dadas las implacables circunstancias, históricas y sociológicas: no somos un pueblo de deportistas; nos caracterizamos por la improvisación, el chispazo oportuno para solucionar un problema; somos reticentes a las tareas programadas, al estudio sistemático. Si de cuando en cuando surgen individuos con dotes deportivas, se destacarán por esfuerzos individuales únicos, no por trabajo de equipo.
El logro de Marcelo Bielsa, el Loco, es golondrina en cielo invernal. Llevó a la selección chilena de fútbol al Mundial de Sudáfrica, clasificándola segunda, después de Brasil. Fue una virtual proeza, sin duda, fruto del esfuerzo mancomunado y de la pertinacia a toda prueba del lacónico profesor argentino, que supo imponer la disciplina a muchachos díscolos, provenientes de bajos estratos sociales, carentes de instrucción y cultura, proclives a sentirse héroes privilegiados de un deporte que ostenta prestigio universal y enfermiza sobreestimación paradigmática.
El Loco desató, sin proponérselo, desorbitados sueños de grandeza futbolística en un país que apenas ostenta un tercer puesto, como dueño de casa, en el Mundial de 1962, pero que en el concierto internacional no tiene peso ni tradición olímpica. En cuatro partidos si bien ganó dos, a Honduras y Suiza, por la cuenta mínima- Chile pudo marcar la magra cifra de tres goles, aunque hubo muchísimas oportunidades, según los relamidos y cursis comentaristas deportivos, para inflar las redes rivales con el acto fálico de introducir la bola en el arco. Y nos quedamos con el hubiera podido ser, que es como nuestra regla dorada de acción colectiva, el incierto condicional de la etnia que conformamos, entre hispanos rotundos y retóricos y mapuches taciturnos e indomables.
Luego de la apabullante derrota por tres a cero ante Brasil, un silencio sepulcral se abatió sobre las calles y moradas de Santiago del Nuevo Extremo. Los asados fueron comidos en sordina, el vino y la cerveza nos pusieron aún más tristes, y fueron surgiendo, poco a poco, las explicaciones, los análisis, las causas
Alguien dijo que tuvimos mala suerte, árbitros castigadores que nos llenaron de tarjetas amarillas, dejando en la banca a nuestros más aguerridos héroes del área chica; que el sorteo fue una cabronada: entregarnos a merced de España y de Brasil, las mejores selecciones del mundo (junto a la argentina, si me hacen el favor), cuando podríamos habernos medido en octavos con Paraguay o Japón o Corea del Sur, perfectamente accesibles para el Mago Valdivia o el Chupete Suazo (que no alcanzó ni para una lambetada). No obstante, los seleccionados, con dos triunfos y dos derrotas a cuestas, traen cada uno algo así como ciento veinte mil dólares en premios
Que Dios se los multiplique, como dice la solícita mendiga de mi parroquia.
Hemos vuelto a la rutina, a los dilemas económicos, a la lentitud de los programas de reconstrucción, a los decomisos de droga, a los asesinatos diarios de mujeres; femicidios, como dicen los periodistas, reemplazando a su arbitrio el viejo término jurídico, por supuesto fuera de su vocabulario: uxoricidio, que vale para ambos géneros (no sé si para un tercero o cuarto, ahora que la modernidad amplía las alternativas eróticas de la especie y les otorga rango oficial).
Íbamos a quedar entre los cuatro primeros del certamen. Esto llevaba implícito valor heroico. Era Chile entero que se levantaba de las ruinas, al tremolar de una gigantesca bandera embarrada por el desastre telúrico, pero con su alba estrella solitaria refulgiendo en el horizonte... La publicidad de los medios de comunicación, hábilmente orquestada desde palacio, nos llenó de imágenes patrioteras, entre grotescas y chauvinistas.
Y es que también el nacionalismo resulta redondo e inflado como una pelota de fútbol mundialista.
Moure Rojas, Edmundo