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viernes, 29 de mayo de 2015
“A Dios le inventé yo; el que diga lo contrario, dé un paso al frente”.
Dictador Anónimo.

Mi padre se levantaba, en las sobremesas del sábado y el domingo, cuando éramos catorce en el almuerzo: mi madre y él, mi abuela materna, Fresia, los ocho hijos que aún somos -dos mujeres y seis varones- mis tíos Clemente y Adolfo, el tío Mario Cura (le quise mucho, fuimos grandes amigos, separados por 19 años de distancia cronológica, aunque discutíamos acaloradamente, sobre todo en los años de la dictadura, porque él era "pinochetista" y "no veía" las supuestas atrocidades del gobierno militar; hay algunos, cercanos, que siguen sin verlas)... Mi padre volvía de la biblioteca, con un libro abierto entre las manos; podía ser El Quijote o alguna de las obras de Quevedo, o los poemas de Rosalía de Castro... Parecía un sacerdote laico que fuese a leer un trozo del Evangelio. Entregaba el libro a mi madre (hoy ella tiene 97 años) para que leyera, con perfecta dicción, el trozo señalado. Después, mi padre ofrecía la palabra con un escueto "Opinen, opinen".

Era curioso en aquellos tiempos tamaña liberalidad con hijos aún mozuelos. Nos habituamos a la discusión y a la lectura, porque el libro, el pan y el vino, eran parte de una gloriosa comensalía que no nos abandona.

Ocurre que los argumentos y refutaciones pueden esgrimirse interminablemente; todo depende de la habilidad dialéctica. Lo difícil es establecer puentes de entendimiento, a partir de la buena voluntad y luego despojarse del "espíritu de cuerpo" (o de secta, ¡Dios nos libre!) que a todos nos llega, de una u otra manera. Sostengo, pues, que las ideologías -incluyendo la religiosa- son, primero, culturales y circunstanciales: dependen del lugar y de la época y de la tradición y de la lengua y de la familia en que hemos nacido y aprendido; segundo, son viscerales: las asumimos como algo casi orgánico, que tiene más que ver con afectos, pasiones y empatías inconscientes que con el uso libre y desprejuiciado de la razón... No conozco a ningún individuo que, al llegar a la "edad del pleno discernimiento", estudie, analice y sopese el posible conocimiento de las religiones y las ideologías, para decir: -¡Esta es la verdad!- como quien descubre la lámpara de Aladino o la piedra filosofal... No sucede de ese modo, bien lo sabemos.

Así, donde uno ve una sostenida tendencia al oscurantismo, a la negación de la ciencia y del conocimiento empírico, a la restricción sistemática de la libertad en aras del Poder, no divino, sino terrenal y pragmático, otro ve una tradición lúcida, libertaria y aun protectora del saber (como si éste necesitara ser guardado en cofres secretos o en bibliotecas vedadas al vulgo, y dirigido por dudosos iluminados)... Por ello, pedir perdón por haber escarnecido a Galileo, a Servet, a Giordano Bruno, y a muchísimos otros, cuatro siglos después, se parece al cuento de aquel campesino gallego que, a los veintidós años, le dice a su mujer y a sus dos hijos pequeños: "-Voy a comprar cigarrillos y vuelvo"... Regresa, sesenta años después, a su aldea orensana, desde Chile, dejando en América una segunda mujer, hijos y nietos. Entra en la que fue su casa, donde su primera esposa, octogenaria, sigue a cargo de los suyos, sin haber formado otra pareja... Saluda, como si nada, y agrega: -"Bueno, mujer, he traído regalos para todos"...- Un buen tipo, sin duda... Total, sesenta años se pasan volando. (El tío existió; era gaitero y le llamaban "Grela"). Si se confesó a tiempo, estará, qué duda cabe, en el Paraíso.

En las postrimerías de diciembre de 1989, yo estaba sumido en una grave crisis (no es esto muy novedoso) conyugal, financiera, vocacional y de trabajo de subsistencia. Un caluroso mediodía, atravesé la Plaza de Armas de Santiago del Nuevo Extremo, con errático rumbo, a la busca y caza de alguna solución de momento (como casi todas mis soluciones). Iba cabizbajo y ensimismado, ajeno al tráfago incesante que me rodeaba. Como voz oída en un sueño, escuché parte de una perorata: -“Y se condenarán al fuego del infierno por toda la eternidad, porque recibieron la palabra de Dios y no la pusieron en práctica… Se quemarán en el fuego que no cesa…”

Me detuve, miré al joven predicador, con su reluciente Biblia “Reina Valera revisada”, espetándole, a viva voz: -“Y te parece poco este infierno de aquí, huevón…” Calló el pastor de ovejas descarriadas, cerrando el libro de los libros; se dispersó el coro de fieles o de simples mirones. Alguien murmuró: -“Hoy en día anda tanto loco suelto”... Me quedaban unas monedas providenciales (a nadie le falta Dios). Entré en el bar Unión Chica y me zampé un pipeño heladito. En la barra sonreían santos varones, con paz edénica en los encendidos rostros.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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