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Mi derecho a la pereza

viernes, 15 de mayo de 2015
«Seamos perezosos en todo,
excepto en amar y en beber,
excepto en ser perezosos.»
Lessing


Anoche meditaba yo, tolerante lector, luego de una larga jornada de trabajo en el área contable de mi teneduría de libros, en mi derecho al ocio, si es que esta prerrogativa existe como posibilidad de ser disfrutada. Bien pudiera ser otra de tantas quimeras de mi azarosa vida, junto a la de alcanzar un modesto bienestar económico, ajeno a sobresaltos y penurias cotidianas… Hice mi propia cuenta de los trabajos que he servido, desde los dieciocho años, de manera ininterrumpida, hasta estos setenta y cinco en los que entré, a partir de febrero 2015... Y son muchos, en empresas grandes, medianas, pequeñas y por mi cuenta, en ocasiones que creí propicias para “independizarme” (qué absurda y falaz palabra es ésta)… Al cabo de tantos años, debiera yo estar en relativo descanso –aposentado, como dicen los portugueses-, teniendo a mi disposición las horas de lectura que siempre me han escatimado (¿quiénes?, los demonios implacables del trabajo, me respondo).

Entiéndase que no busco culpables, salvo yo mismo, que he sido un boludo incapaz de administrar tiempo laboral y recursos económicos, para obtener una jubilación decorosa que me permitiera esa paz un tanto ridícula que se aguarda cuando ya no quedan folgos o ánimos para vivir de manera apasionada; la única forma aceptable de la existencia.

Pero como soy un individuo que persigue respuestas en los libros, aun sabiendo que no va a hallarlas, acudí a un curioso texto, escrito en el año 1874, por el yerno de Carlos Marx, Paul Lafargue, como “refutación del derecho al trabajo”, según el propósito del autor, asunto que le acarreó el perenne anatema de su fogoso suegro, porque si bien el padre teórico del llamado “socialismo científico” no comparte en su teoría la sacralización burguesa del trabajo, éste, como esfuerzo planificado para alcanzar la plenitud socialista, es absolutamente respetable y necesario. Tanto Paul como su mujer, después de aparecido “El Derecho a la Pereza” (“Le Droit a la Paresse”), fueron expulsados del seno paterno donde se cobijaban, y las iras del pater barbado les persiguieron por todos los rincones de Europa. Y no era para menos, si nos remitimos a las corrosivas opiniones de este francés, nacido en Santiago de Cuba, sobre la servidumbre del trabajo, anatema que muchos endilgan al mismísimo Jehová, cuando expulsa del cómodo paraíso a la pareja de Adán y Eva…

“Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacro-santificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido. Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencia del trabajo en la sociedad capitalista”.

Entre otras cosas, Paul Lafargue proponía reducir la jornada laboral a tres horas, como máximo, cuestión que él veía fácil de solucionar, mediante la utilización adecuada de la tecnología, al servicio de los trabajadores, y no de quienes los expolian… Entonces, volví a mis cálculos quiméricos, aún más desatinados en la imposible proyección del pasado… Cincuenta y siete años, multiplicados por trescientos días hábiles y por seis horas de tiempo adicional, resultaban en ciento cincuenta y tres mil novecientas horas. Acopio extraordinario de tiempo que me hubiese permitido escribir a lo menos el doble de lo escrito (unos cincuenta libros y dos mil quinientas crónicas), y haber leído cinco o seis mil libros más.

Cuando terminaba estas inteligentes reflexiones, me vino a la memoria que El Derecho a la Pereza –donde podía obtener las citas necesarias- estaba en el anaquel más empinado de la biblioteca… Por un impulso aleve de flojera, no busqué la escalerilla para trepar, y lo hice –oh torpeza mayúscula- encaramándome sobre una silla de escritorio giratoria. Al levantar el pie derecho para apoyarlo en la tabla de sostén, la silla se deslizó sobre sus ruedas y me fui de espaldas, cayendo de manera estrepitosa contra el escritorio contiguo, para rebotar en el suelo y torcerme la pierna izquierda, cuya rodilla aún me punza, mientras escribo esta crónica inútil.

Sara, la mujer del aseo, que debe tener tantos años como la esposa de Abraham, se acercó a mí con la escoba, para que yo la usara como bastón providencial y pudiera levantarme del piso. A duras penas logré la posición de homo erectus, mientras ella me preguntaba:

-¿Y para qué se subió a la silla, se puede saber?

Para sacar un libro de la biblioteca, porque tengo que terminar esta crónica. Sara me miró, con un gesto de reproche conmiserativo, mascullando, como si se dirigiese a un receptor lejano e impersonal:
-Dios castiga, pero no a palos.

Y ella arrimó con presteza la escalerilla, mientras yo le señalaba, con el mango de la escoba, cuál era el libro que requería. Me lo alargó, sonriendo con un rictus hiriente.

Ahora estoy sentado, escribiendo. Me duele harto la rodilla y siento agarrotada la cadera en el lado izquierdo… A Paul Lafargue lo castigó Carlos Marx, que era entonces una especie de deidad irrefutable del socialismo. Abrí el libro de aquel yerno indócil, y me encontré con esta sentencia:

“Los filántropos llaman bienhechores de la humanidad a los que, para enriquecerse sin trabajar, dan trabajo a los pobres. Más valdría sembrar la peste o envenenar las aguas que erigir una fábrica en medio de una población rural”.

Seguiré trabajando. De hecho, el mes que viene me aguardan las declaraciones anuales de renta y los balances tributarios, amén de labores cotidianas y rutinarias que no cabe descuidar.

Sí, es muy posible que Carlos Marx y Paul Lafargue, cada uno en su vereda, se hayan equivocado. Por lo menos, en mi caso particular, declaro no estar aún preparado para gozar los beneficios del “derecho a la pereza”.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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